La crisis desatada en Bolivia entre las elecciones generales de octubre, las manifestaciones y protestas en contra del presidente Evo Morales, la rebelión de las fuerzas de seguridad, la pasividad cómplice de las Fuerzas Armadas, el golpe de Estado y la asunción del nuevo gobierno interino al mando de la autoproclamada presidenta Jeanine Áñez ha tomado proporciones inusitadas.
En un clima de creciente violencia, persecución, racismo y venganza, la represión contra los seguidores del presidente derrocado ya se ha cobrado varios muertos, heridos y detenidos, sin que podamos ver un cambio en esta tendencia sino todo lo contrario: la intervención de las Fuerzas Armadas, con la primacía del Ejército, en el sofocamiento de las manifestaciones y demás expresiones de descontento contra el nuevo gobierno plantea un ominoso futuro para Bolivia y sienta un peligroso antecedente para la región.
En los últimos días, la sanción del decreto supremo 4078 del 15 de noviembre referido al uso de fuerzas militares en la represión generó una gran preocupación y desató una ola de repudios locales e internacionales, destacándose las críticas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, así como de referentes políticos y sociales. El punto más discutido de la normativa es su artículo 3 en donde se afirma que: “El personal de las FF.AA. que participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno y estabilidad pública estará exento de responsabilidad penal cuando en cumplimiento de sus funciones constitucionales actúen en legítima defensa o estado de necesidad, en observancia de los principios de legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad”. ¿De qué manera interpretar estas líneas?
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Para muchos observadores, el decreto les da una “carta blanca” a las Fuerzas Armadas para realizar actos criminales bajo la promesa de que jamás podrán ser juzgadas. Por su parte, otros analistas disienten con esta opinión, señalando que la normativa en ningún momento avala tales acciones, preocupándose por marcar la importancia de que los militares se atengan a los marcos constitucionales y reglamentarios vigentes. En nuestra opinión, para comprender el significado más profundo del decreto en cuestión y sus posibles implicancias hay que adentrarse en las lógicas que se esconden detrás de una situación de estado de excepción como la que atraviesa el país vecino y sus implicancias al momento de la represión militar.
Cabe recordar que, como lo plantean Giorgio Agamben y Carl Schmitt, el soberano es quien posee la autoridad de poder proclamar ese régimen de emergencia y, así, suspender la vigencia del orden jurídico total o parcialmente para tomar medidas en vistas de garantizar la defensa del Estado frente a una amenaza interna o externa.
En los casos más paradigmáticos a nivel mundial de operaciones represivas llevadas adelante por las Fuerzas Armadas a lo largo del siglo XX nos encontramos con una gran paradoja: ¿por qué el actor castrense les reclama a las autoridades gubernamentales la sanción e implementación de una legislación de excepción para reprimir si luego -una vez que se consiguió ese objetivo- gran parte de la acción se lleva a cabo por medio de métodos criminales? La misma paradoja es la que se manifiesta actualmente en Bolivia, y es la que dificulta en gran medida la comprensión de la lógica militar cuando su actuación se despliega en el orden interno y bajo un estado de excepción. ¿Cómo hacer para desentrañar este enigma?
La relación entre la legalidad y la ilegalidad en un marco de excepcionalidad jurídica es algo mucho más complejo que el análisis apegado al contenido de la letra escrita de un decreto, como se ha hecho en muchos casos con el decreto supremo 4078.
Ningún proceso represivo (combinado a veces con masacres y genocidios) se basó solamente en la actuación criminal y clandestina, sino que siempre se contó con un marco legal provisto por el Estado. Desde las masacres de civiles en el frente oriental por parte del ejército alemán, las torturas y desapariciones ejecutadas por los militares franceses en Argelia, las aberraciones y crímenes masivos cometidos por las dictaduras de seguridad nacional en el Cono Sur en los años setenta, hasta las actuales atrocidades cometidas por las fuerzas de Estados Unidos y la OTAN en Medio Oriente, se constata lo siguiente: uno de sus rasgos distintivos aunque no siempre bien resaltado de las actuaciones de las Fuerzas Armadas en los escenarios señalados ha sido el de poseer y sostenerse en un entramado de leyes. Por lo tanto, determinados ordenamientos jurídicos, especialmente aquellos que habilitan el uso de fuerzas militares para la represión política, se encuentran fuertemente relacionados con la implementación de prácticas criminales.
Nuestra historia argentina reciente da prueba de ello: baste recordar como ejemplos los decretos de “aniquilamiento de la subversión” de 1975 o las disposiciones sancionadas durante la última dictadura militar (1976-1983) que se basaban en una incontable cantidad de leyes y decretos.
La experiencia histórica muestra que los militares promueven y obtienen del gobierno los medios legales para la represión. Es como si trataran de obtener una “caución legal” para evitar ser juzgados en el futuro.
Al mismo tiempo, en todos los casos mencionados las prácticas clandestinas aparecen antes que las normativas de excepción y luego se transforman en una constante. Siguiendo este patrón, la incorporación de las Fuerzas Armadas bolivianas a la esfera de la seguridad se realizó en un contexto de crisis interna y por una legislación que suspendió de hecho una parte de las garantías constitucionales, avalando un conjunto de prácticas de violencia criminal que pasan a estar sostenidas en ese marco legal de emergencia.
El riesgo está dado por lo que este tipo de normativas habilitan en los hechos antes que por la sola lectura del decreto sin ningún otro contexto, clave de comprensión analítica y/o perspectiva histórica.
Como señalamos en otro artículo publicado en este mismo diario, en el que nos referíamos a la crisis en Chile, la excepcionalidad jurídica plantea una situación en la que la división entre los pares “legal/ilegal” se vuelve borrosa para dar cuenta de la actuación represiva del Estado a través de sus Fuerzas Armadas y de Seguridad.
Por este motivo, una gran cantidad de operaciones represivas quedan fuera del orden legal porque, como nos recuerda Schmitt, el estado de excepción no es el caos que precede al orden sino la situación que resulta de la suspensión de éste.
Así se da forma a una “tierra de nadie” jurídica que habilita prácticas extremas, eventualmente criminales, que dentro de esta lógica se consideran imprescindibles para salvar al Estado.
La declaración de un “estado de necesidad” que figura en el decreto sancionado por el gobierno interno de Bolivia constituye el reconocimiento de una situación de “conmoción interna” tal que demanda la ejecución de medidas urgentes que se encuentran por fuera del orden jurídico de tiempos de normalidad.
De aquí en adelante, la actuación de las Fuerzas Armadas deberá escrutarse desde la lógica de la excepción: el gobierno ha creado las condiciones legales de emergencia para la represión militar abierta, algo que como muestra la histori,a siempre fue seguido de asesinatos, torturas, crímenes y otros horrores de la violencia de Estado contemporánea.
*Doctor en Historia, IDAES/UNSAM/CONICET
MC