Agua, harina, azúcar, mantequilla, huevos, fruta confitada y pasas de uva. Estos son los ingredientes del auténtico Panettone, desde siempre el símbolo de la Navidad milanesa. Su historia milenaria se recorre entre mitos, leyendas, increíbles documentos de archivo, viajes y perfumes que nos llevan a las fiestas romanas del Sol Invictus, a los barcos de los mercaderes genoveses y a los tugurios de la Lombardia en la Alta Edad Media.
Pero vayamos en orden y tomémonos nuestro tiempo tal cual ocurre con el verdadero Panettone, cuya levadura debe realizarse de manera natural y durante muchas horas.
Velada medieval. La Nochebuena de 1388 cayó un jueves y “en el cielo despejado se percibían estrellas, los niños jugaban. A la derecha de la puerta, un gran tronco de olivo esperaba cortado”: así describe esa velada Giovanni Manzini della Motta, un intelectual de la época, en una carta autógrafa en latín. Luego, con precisión de “instagrammer”, añade: “todos cantan; beben mucho. Visitan a los vecinos y siguen bebiendo de una vasija de madera oscura pero limpia”. Nos encontramos en Lunigiana, una franja de tierra en el norte de Italia, entre Liguria y Toscana, que aún hoy goza de una naturaleza salvaje. Della Motta es el invitado de una familia rural. El padre, según la tradición, toma el gran tronco de olivo y lo lleva a la chimenea ayudado por sus hijos mayores. Se reza para que el nuevo año sea prospero: “no piden reinos, riquezas y bienes de lujo, anota della Motta sorprendido, sino corderos y lechones”. Finalmente, todos se sientan a la mesa frente a un pan redondo, muy grande: un “panone”, se podría decir en italiano, o un “panettone”. El padre de familia se encarga de repartirlo. La primera rebanada junto con un pequeño vaso de vino se ofrece “al zocco”, es decir, al tronco de madera de olivo que está ardiendo. Luego se sigue repartiendo el pan entre los presentes y se guarda un último trozo para los pobres y los enfermos. Estamos, en pleno Medioevo cristiano, ante una ancestral ceremonia de ofrendas al fuego de origen celta o longobardo, atestiguada por fuentes antiguas y que sobrevivió durante miles de años. Es el “rito del zocco” y hasta hace pocos años en algunas campiñas lombardas se seguía celebrando.
El relato de della Motta es muy detallado: la mujer de la casa, “una morochita con la cara simple”, sirve lasañas de queso y nueces, manzanas dulces pasadas en las brasas y luego castañas “barrigudas” recogidas en los bosques de los alrededores. Se bebe hasta que todos se quedan dormidos, satisfechos, alrededor del fuego.
Es hurgando en archivos polvorientos a la búsqueda de documentos como estos, testimonios involuntarios y valiosísimos, que podemos imaginar la larga y estratificada historia de lo que hoy llamamos Panettone con la “P” mayúscula. Una historia poblada de mitos y leyendas tan mágicos cuanto improbables, tal cual ocurre con un buen cuento de Navidad.
Un cuento mediterráneo. La historia del que es el postre símbolo de Milán no es solo “nórdica” como podría parecer. Al contrario, se entrecruza con profundas tradiciones mediterráneas, romanas e incluso persas.
En la época imperial, los antiguos romanos celebraban en la fecha del solsticio de invierno, la noche más larga del año, la fiesta del “Sol Invictus” (sol invencible). A partir de ese día, la luz vuelve a ganar espacio frente a las tinieblas, devolviendo minutos de sol a las mañanas y a las noches. En esa ocasión se regalaba a amigos y conocidos un pequeño pan redondo pintado con azafrán a base de miel, poca harina, frutos secos y semillas. Una suerte de “sol” comestible, que a final de año incluso hoy día se sigue haciendo y regalando en Roma con el nombre de Pan Giallo: un “tatarabuelo” de lo que ahora llamamos Panettone.
Para alcanzar la experiencia gastronómica fuente de tanto deleite del que es el dulce navideño más difundido en las mesas italianas falta sin embargo un aporte clave: el de los genoveses. Fueron los mercaderes de la rica ciudad marinera de Italia quienes a lo largo de sus recorridos en la fascinante Ruta de la Seda se encontraron con la uva sultanina: una variedad pequeña, sin pepitas y con alto contenido en azúcar, ideal para su uso en repostería. Es la que ahora se conoce como uva pasa, cuya presencia es esencial en el Panettone.
Es siempre gracias a los andares de los navegadores genoveses que Europa descubre otro protagonista de los dulces de Navidad: la fruta confitada. Hace aproximadamente mil años, fueron los confiteros persas quienes desvelaron su arte secreta y compleja a los “speciarii” de Genova.
Hace mil años, los navegantes genoveses que recorrían la fascinante Ruta de la Seda...
Precisamente con pasas de uva y esas deliciosas confitadas las familias genovesas solían enriquecer la masa dulce durante los días previos a la Navidad: un compuesto tan valioso que las amas de casa, durante la noche, lo llevaban bajo sus sábanas y acolchados para que el frío no interrumpiera la levitación. Probablemente inspirado en un postre persa relleno de frutos, aromas, confitados, pasas y piñones, partiendo desde Génova el Pan Dolce o Pan Doze en el idioma local, logró conquistar el mundo: entre sus destacados directos descendientes figuran la “Genoa Cake” inglesa y el Pandulce argentino. Mientras tanto, en Italia, unos 150 kilómetros más al este, el Panettone sigue su desarrollo.
Tres mitos renacentistas. Antiguo, simbólico, perfumado, leudado, el Panettone milanés se caracteriza por su forma (una bella y alta cúpula), una fermentación lenta y natural y muy pocos ingredientes. Esto mismo apunta a destacar la leyenda de Suor Ughetta, uno de los muchos cuentos de “origen mítico” de esta excelencia de la cocina italiana.
Eran las semanas más frías de la Navidad en Milán -así empieza el cuento- y en un pobre convento las hermanas se preparaban para celebrar el día más importante del año. Ughetta tuvo la idea de amasar un puñado de pasas y azúcar en una simple masa de pan. Antes de hornearlo, dibujó una cruz en la superficie. Una vez en el horno el pastel levó muy generosamente adquiriendo la forma de una cúpula y liberando preciosos aromas. Una historia que puede parecer algo sosa si no fuera que Ughetta, en el dialecto milanés, significa pasa de uva: por lo tanto, el nombre de la protagonista sería Hermana Pasa de Uva. Y no solo: los apasionados de pastelería se habrán dado cuenta que la cruz que la religiosa talla en el pan otra cosa no es que la “scarpatura”, como se dice en italiano, el importantísimo corte que se le hace a una masa para que pueda levar. Prueba de la sabiduría de los pasteleros lombardos, poco importa si reales o legendarios.
Otras leyendas surgidas en torno a la “creación mítica” del Panettone tienen como protagonista a un joven de nombre Toni, quien durante un banquete de la corte milanesa presentó un amasado de harina, azúcar y pasa de uva, un postre muy sencillo. El “pan de Toni”, precisamente. Pero como esta es una historia de nunca acabar, hay otra leyenda, igualmente antigua y tan fascinante que es digna de Hollywood: según esta versión, el Panettone estaría en el centro de una saga de amor, poder y azúcar. La narración se desarrolla en Milán, en pleno Renacimiento. Ludovico el Moro, mecenas de grandes artistas, está al frente de un gobierno agresivo y pujante. Leonardo da Vinci pinta la Ultima Cena. Es aquí donde empieza la leyenda. El hijo del noble general Giacometto Atellani se enamora perdidamente de una joven, hija de un humilde panadero: una relación sin dudas prohibida por un tema de clases sociales. Pero el joven no se da por vencido y, sin revelar su identidad, se lanza a la conquista de su princesa. Pide trabajo como mozo en la pobre panadería e inventa un postre que rápidamente se transforma en la última moda en la ciudad: el Panettone. Fama y fortuna llegan a la familia del humilde panadero gracias a este “startupper” de nobles principios, y los dos jóvenes se pueden casar y ser felices. La historia podría terminar aquí con el habitual “y vivieron felices para siempre”, pero es necesario aclarar un detalle: el nombre de Atellani era, nada menos, que Ughetto, es decir Señor Pasa de Uva.
...descubrieron en Persia las frutas confitadas y la uva sultanina, ideal para hacer las pasas
Dulzuras en un College del siglo XVI. La historia de nuestro pastel favorito, lejos de terminar, recién empieza. Con cierta emoción lo volvemos a encontrar el “jueves 23 de diciembre de 1599” en el registro de los gastos del Almo Collegio Borromeo, en la antigua universidad de Pavia. Fundado en 1561, este prestigioso College aún funciona hoy y recibe cada año decenas de estudiantes de todo el mundo, seleccionados después de difíciles concursos. Los registros contables de los siglos pasados, todos perfectamente conservados, nos permiten enterarnos del menú de esa Navidad de finales del siglo XVI. Escrito con una caligrafía minuciosa nos encontramos con un listado digno de Pantagruel: salchichas, trigo espelta para la sopa, carne de ternera, rúcula, huevos, capones, manzanas, castañas y peras cocidas. Capta nuestra atención, al principio de la página, un cuadrito especial, una receta nunca leída antes: “Manteca 3 libras, pasa de uva 2 libras, especias 5 onzas, entregados al panadero del colegio para hacer 13 panes grandes para dar a los alumnos el día de Navidad” ¿Panes grandes, especiados, navideños? Es evidente que lo que se sirvió ese día fue nuestro amado Panettone. Y así es que pocos años después, en 1606, el término, hasta ese momento escrito en minúscula y como variación de la palabra “pane”, se va consolidando hasta quedar registrado como Paneton en el primer diccionario milanés-italiano.
Una estrella milenaria. A partir de ese momento la fortuna del gran pan de Navidad estalla y en los siglos XVIII y XIX hay decenas de testimonios de su popularidad en la gran capital del Norte de Italia. Durante la ocupación austriaca, el gobernador de Milán, Ficquelmont, solía ofrecerlo al príncipe Metternich como regalo personal.
Pero fue a principios del siglo XX cuando el Panettone conquistó el mundo gracias a las mejoras en las máquinas amasadoras y al florecimiento de la industria alimentaria italiana, hasta llegar a nuestros días. A pesar de su antigua historia, sigue siendo la estrella de la Navidad y se exporta a todo el mundo. Y no cansa: el segmento artesanal premium crece con fuerza y a pesar del elevado valor del producto las ventas aumentaron en el último año 150%. El consumo, tradicionalmente limitado a los días de Navidad, ahora se extiende de octubre a enero y la propuesta convence no solo para almuerzo y cena sino también para el desayuno y la merienda. Una estrella que no para de brillar, en definitiva, y que apunta a otros dos mil años de historia.
*Experta italiana en agroindustria e historia de la cocina.
https://storiaincucina.food.blog/