OPINIóN
Medio Oriente

El golpe judicial y la usurpación del poder en Israel: si este no es el pueblo...

Protestas en las calles, la derechización del parlamento y la falta de liderazgo de la oposición provocan una reacción efervescente contra del oficialismo.

Protestas en Israel
Protestas en Israel contra la reforma judicial | AFP

Al observar las protestas en Israel en respuesta al golpe judicial apalancado por el primer ministro Benjamín Netanyahu y sus aliados, podemos recordar el célebre canto argentino de “si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?” Lo observamos enfrentando a la represión y a los carros hidrantes, cortando calles, marchando en las rutas desde los kibutzim y negándose a prestar servicio militar.

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El pueblo se manifiesta en contra de una medida leída como violatoria de los principios fundamentales que hacen al Estado de Israel como judío y democrático, y al carácter de la democracia como forma de sociedad abierta a su propia indeterminación en términos identitarios.

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Me refiero a que el golpe representa, por un lado, una vejación a la separación institucional de poderes, permitiendo a una mayoría simple aprobar leyes por encima del arbitrio de la Corte Suprema. Desde esta semana, será incapaz de pronunciarse desde la doctrina de razonabilidad respecto a si un proyecto de ley es en beneficio del bien común o de intereses particulares. Por otro lado, una coalición gobernante estará legalmente facultada para priorizar sus intereses y hacer pasar su identidad por la del todo.

Protestas en Israel

Veamos un ejemplo. Acto seguido a la aprobación del primer mecanismo que introduce el golpe judicial, la eliminación de la doctrina de razonabilidad, el partido religioso oficialista Judaísmo Unido de la Torá, propuso un proyecto de ley para eximir a sus representados del servicio militar, igualando el estudio de los textos sagrados a la protección de la nación. El propio Netanyahu y aliados rechazaron la iniciativa, ilustrativa del tipo de proyecto de construcción política en marcha desde hace años: uno con tendencias usurpadoras del carácter pluralista y democrático del Estado.

La pregunta que hace de puntapié a esta reflexión, la identificación del pueblo como tal, es problemática. Así como distinguimos al pueblo en las calles, también debemos apreciarlo en la Knesset, el parlamento, y en sus representados. En efecto, la coalición de gobierno que apuntala el golpe judicial fue democráticamente electa y resulta un enorme desafío para la Corte Suprema intervenir en el proceso por el riesgo de agravar una situación, de por sí, sin precedentes.

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En el futuro, una próxima coalición que reúna una mayoría simple podría echar por tierra esta reforma y restituir el orden institucional hoy en jaque. Mientras, que la Corte sea lo suficientemente convincente en establecer por qué la reforma es inconstitucional es urgente. Sucintamente, el argumento que sobrevuela la cuestión nos permite ahondar en la relación entre la democracia como articulación de arreglos institucionales y como una forma de sociedad donde el poder se halla desincorporado.

Primero entendamos que los autores y simpatizantes de la reforma son sectores que comprenden a nacionalistas y ultra-ortodoxos, y también a grupos recientemente ingresados en la Knesset tras años de proscripción por su recalcitrante ideología anti-árabe, misógina y homofóbica, y su reivindicación de la violencia política. No sorprenderá que fueran clasificados como terroristas en los años '90, pero Netanyahu, asediado por juicios por corrupción, fraude y cohecho, que inexorablemente debería perder, los necesita.

Atestiguamos una doble usurpación del poder. La coalición de gobierno cuenta con legalidad y legitimidad para representar al pueblo, pero su noción sobre qué es el pueblo se aleja del concepto de nación cívica y encarna, en cambio, en una nación etno-religiosa. Esta es una idea diametralmente opuesta al espíritu laico predominante del movimiento sionista, desde su surgimiento a fines de siglo XIX, pasando por la fundación del Estado en 1948 y hasta bien entrado el siglo XX.

Protestas en Israel

La primera usurpación es que Netanyahu, no dispuesto a enfrentar múltiples condenas, será responsable por haber actuado en contra de los valores fundamentales del Estado de Israel por un interés personalista. La segunda es que para ello recurrió a grupos dispuestos a amedrentar dichos valores de cara a modificar el sistema institucional mismo. Para no ser juzgado, precisa estar por encima de la corte. El golpe judicial promueve la usurpación personal del poder y la del etnos por la del demos, pues una mayoría simple podrá afectar los intereses de minorías etno-religiosas, al colectivo LGBTQ+, y cristalizar un proceso de colonización mucho más profuso en Jerusalén Este y Cisjordania.

Este proceso se monta sobre la sanción de la Ley Básica de 2018, que degradó el status del idioma árabe de oficial a especial y estableció que el Estado de Israel es el Estado nación del pueblo judío, independientemente del carácter cultural y diaspórico de comunidades judías que no son ciudadanas israelíes, y del status ciudadano de colectivos no judíos que sí lo son. En aquel entonces, la comunidad drusa, cuya participación en el ejército israelí es notable, consideró humillante esta ley y, en protesta, distintos oficiales renunciaron a prestar servicio.

Hoy, la masividad de las protestas, organizadas por auto-convocados y no afiliados, pone de manifiesto que a la derechización del parlamento correspondió una falta de liderazgo de la oposición, incapaz siquiera de convocar y capitalizar la efervescencia actual en contra del oficialismo.

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La coalición inmediatamente anterior a la actual fue una excepción a la regla por su eclecticismo: conjugó a la derecha liberal nacionalista, al centro, la izquierda y un partido musulmán. Una experiencia notable para un proceso de democratización de una sociedad constitutivamente plural pero no pluralista en su trayectoria de inclusión de las minorías a la vida política y a beneficios materiales. Jalonada por rivalidades intrapartidarias y desacuerdos entre sus miembros, dieron paso al oficialismo actual, que prometió en las elecciones, salvar a la nación amenazada por su propia diversidad: un concepto elocuente para anunciar lo que ahora presenciamos.

Ahora no son los oficiales drusos los que se rehúsan a servir militarmente, sino miles de judíos seculares. Ahora protestan los médicos y también los emprendedores e ingenieros de la “Startup Nation”. Ahora las calificadoras internacionales de riesgo repudian la reforma en Israel y se deprecia la moneda, revés para un país cuya industria en informática, robótica, biotecnología, armamento y seguridad, representa un interés clave para China, India y la Unión Europea.

También Israel es hoy un mercado de armas relevante para los países del mundo árabe, con quienes se dio un proceso de normalización de relaciones diplomáticas que la derecha presentó como un logro de pacificación, al ignorar completamente el estancamiento de las negociaciones con los palestinos. Hoy, Israel intercambia normalización por reconocimiento de reclamos soberanos controvertidos, como ocurre con la pretensión marroquí sobre el Sahara Occidental.

El golpe judicial afecta pues, el compromiso de los sectores más comprometidos con la bonanza material que hace a la prosperidad del Estado y que habilitó por décadas el estilo de vida de los grupos más religiosos, usufructuarios de la asistencia social y consagrados a la fe. Es evidente que salvar a la nación y amparar a los menos implicados en el mercado de trabajo e históricamente reacios a prestar servicio militar, paradójicamente, pone en peligro a la nación misma. Toma nota de la huelga de reservistas el ministro de defensa, alarmado por un sistema de seguridad comprometido para responder a ataques, y también el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, que celebró el “peor día” de Israel y señala que el deterioro de la confianza en este país augura el camino a su desaparición.

El advenimiento de un proyecto de usurpación del carácter abierto e indeterminado del pueblo como categoría política va en contra, pues, de la “nación” de emprendedores de la que tanto se jactó el propio Netanyahu. Pero hay más en juego que condiciones y estímulos para la inversión. Aquí está amenazado un sentido de responsabilidad y ética cívica para con la nación.

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La democracia no es un punto de llegada, sino un proceso de permanente construcción y toda dinámica de democratización tendrá altibajos. Desde hace siete meses, en forma sostenida y creciente, agrupaciones de la sociedad civil como El Movimiento por un Gobierno de Calidad en Israel, y miles de manifestantes sin afiliación partidaria irrumpen en la calle, escenario del espacio público por excelencia, para responder la pregunta, presentándose como el pueblo que reinvidica la democracia. Y como la democracia supone el conflicto, también implica la institucionalización de arreglos y normas para un equilibrio entre compromisos y diferencias.

“No puede haber protestas efectivas sin perturbar el orden público”, clamó en una reunión de gabinete a principios de julio la Fiscal General de Israel, Gali Baharav-Miara, reconociendo la relevancia de las protestas en tal sentido y pronunciándose en contra de los excesos en la represión. Este martes 25, Baharav-Miara solicitó al Tribunal Supremo de Justicia que revise una ley aprobada en marzo que impide a la corte ordenarle a un primer ministro su renuncia. Según la fiscal, esta ley refleja el "Abuso del Poder Constituyente" y sirve intereses políticos de corto plazo: su revisión podría ayudar a revertir la actual reforma judicial.

Pese a los desafíos comentados, la firmeza de la acción social presagia que no está todo dicho. Una noción pluralista respecto a qué es el pueblo podría garantizar un proceso de democratización constitucional progresiva, aunando a la diversidad etno-demográfica israelí en contra de gestos usurpadores. Esto supone reconsiderar qué significa un Estado judío, cómo puede convivir este principio con el democrático, y dar una discusión respecto a cómo destrabar la situación con Palestina.