Se esperaba una victoria del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), y sus satélites, en las elecciones para elegir integrantes del Parlamento, gobernadores y alcaldes del pasado 6 de junio. Una victoria contundente que confirmara los equilibrios surgidos de la avalancha de 2018 y afianzara el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. No obstante, fue una elección en la cual, en ausencia del apasionamiento presidencialista y con una baja participación propia de las elecciones intermedias, las fuerzas gubernamentales retrocedieron sin perder la mayoría absoluta en el Congreso y ampliaron su control territorial. Y la oposición, reunida en la coalición Va por México, avanzó, pero sin lograr cambiar de signo la composición de la Cámara de Diputados.
Si bien Morena se confirma como el primer partido con más de un tercio de los sufragios a su favor y gana gobernaciones importantes, no logró cumplir con sus expectativas de crecimiento. El obradorismo perdió la mayoría necesaria para proponer reformas constitucionales, depende de Partido del Trabajo (PT) y del Partido Verde Ecologista de México (PVEM, que no es ecologista en realidad) para la cotidianidad parlamentaria y muestra preocupantes límites en diversas localidades, como, la Ciudad de México, donde varias alcaldías quedaron en manos de la alianza opositora que unió al Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
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Al margen de los datos, que no modifican radicalmente el escenario político, el saldo simbólico de la batalla deja al obradorismo decepcionado pero no derrotado y a la oposición reconfortada pero no ganadora. Sin embargo, más que los méritos de las derechas, el dato político de fondo que emerge es que Morena y sus aliados, la coalición Juntos haremos historia, parecen pagar el precio de sus propias contradicciones. El proyecto de la Cuarta Transformación (4T) muestra así sus límites y abre un flanco que podría resucitar -más temprano de lo esperado- a las fuerzas más conservadoras y reaccionarias del país.
La coalición opositora hegemonizada por la derecha, que adolece de falta de coherencia y de proyecto alternativo, no cosechó una siembra política sino que sumó indiscriminadamente aliados y argumentos, recurriendo a discursos y prácticas controvertidos, caricaturizando el escenario político, y apelando al clivaje democracia/autoritarismo más que al menos creíble liberalismo/socialismo.
La oposición no puede cantar victoria ya que, si bien frenó la “morenización” de la geografía política nacional, su propio crecimiento fue de apenas un par de puntos porcentuales para el PAN y el PRI mientras que el PRD, a pesar de haberse subido al carro de las derechas, retrocedió y está al borde de la extinción. Creció, paradójicamente, el Movimiento Ciudadano (MC) que apostó a mantener al margen de los grandes bloques en disputa.
Las derechas sacaron un empate, cuando todo anunciaba una derrota contundente
Aún contando con el respaldo de los núcleos más influyentes y retrógrados de las clases dominantes y de los medios de comunicación que les pertenecen, las derechas lograron sacar un empate, cuando todo anunciaba una derrota contundente como la de 2018. Al mismo tiempo, no se trata de un empate catastrófico porque ninguno de los contendientes tiene interés en exacerbar el conflicto, sino más bien en preservar lo conquistado en vista del próximo y más importante enfrentamiento.
Mientras que las derechas tendrán que pensar en algo más consistente y constructivo para poder aspirar a reconquistar la Presidencia de la República, Morena tendrá que lamerse las heridas para cicatrizarlas antes de 2024. Eventualmente, podrá intentar levantar la cabeza en agosto, agitando la bandera anticorrupción y justicialista, si es que logra que la participación sea masiva en ocasión del referéndum que habilitaría los juicios a los ex presidentes.
Si bien son evidentes los nudos problemáticos que influyeron en el retroceso electoral del obradorismo, no es fácil jerarquizar el orden de los factores. En la Ciudad en México, por ejemplo, es posible que haya pesado la reciente tragedia del accidente en la línea 12 del metro pero también la inercia de clase que está profundamente arraigada territorialmente, en la distribución urbana de la riqueza, así como en los patrones de convivencia y el sentido común que les corresponde.
Por otra parte, a escala nacional, la necesidad de expandirse hizo que Morena reclutara de forma indiscriminadas dirigentes con antecedentes y trayectorias muy cuestionadas, bajo una lógica pragmática que reprodujo el principio de reproducción endógena de la clase política y solo en mínima parte se abrió al recambio generacional incorporando a jóvenes, cuya voluntad y capacidad de renovación de las prácticas políticas tradicionales está por demostrarse.
La selección de candidatos fue particularmente atropellada, realizada a través de un proceso vertical de designación, el llamado “dedazo”, mediado solo ocasionalmente por encuestas de opinión, cuando estas, por discutibles que sean, eran consideradas obligatorias por el estatuto. Morena nunca llegó a ser el partido-movimiento que prometía en su declaración de principios y desde la llegada de López Obrador a la presidencia ha renunciado definitivamente a cualquier tipo de práctica formativa o participativa, convirtiéndose en un aparato electoral y un organismo de mecánico y automático respaldo al gobierno, con una dirigencia que erige como valores el pragmatismo y el oportunismo.
El proceso electoral del 6 de junio fue otra ocasión perdida para movilizar, concientizar y politizar a aquellos sectores sociales que el obradorismo dice representar y a quienes la 4T pretende emancipar. Reproduciendo los esquemas vacíos de las campañas electorales tradicionales, sin ninguna innovación comunicativa o participativa, se mantuvieron grosso modo los niveles de abstención de las anteriores elecciones intermedias (que rondan el 50%) y se puede suponer que se ensanchó el voto útil en ambas direcciones en desmedro del voto por convicción.
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Si puede haber desencantamiento respecto de la esperanza que quiso despertar el obradorismo, sin duda siguen difundiéndose la desconfianza respecto de las posibilidades de recambio ideal y vocacional de las elites políticas. Las coyunturas electorales no son vistas como oportunidades para la difusión y el contraste entre concepciones de mundo sino entre distorsiones o simulaciones de las mismas. Bajo esta lógica, en México parecen haberse enfrentado una coalición de derecha que simula ser oposición democrática a una dictadura populista, contra una coalición gobernante que simula ser proyecto de transformación revolucionaria interclasista, asediada por el golpismo de la oligarquía nacional, los medios de comunicación masiva, el onegeísmo de clase media, el Instituto Nacional Electoral (INE), la CIA y The Economist.
Detrás de los excesos retóricos estaban los ánimos sobrecalentados de los intereses concretos en juego en esta elección, alrededor de 20.000 puestos y curules que, además de ser vistos como objetivos profesionales, garantizan el acceso a fondos públicos y la posibilidad de orientar o influenciar la orientación de una serie de políticas públicas. Pero estaba además el intento compartido por toda la clase política de darle sentido a una campaña electoral en la cual, más que las virtudes, afloraron las miserias de ambos bandos, en la que establecer la distinción es un requisito electoral para contrastar la sensación difusa de que, como recita el dicho popular, “no es lo mismo, pero es igual” y lo menos peor parece empeorar día a día.
Volviendo al laberinto de la 4T, el liderazgo carismático de López Obrador, que encuentra en sus monólogos mañaneros su proyección pública, se está revelando a todas luces un arma de doble filo, que hiere también a quien la usa. El presidente mexicano despierta simpatías y antipatías, personaliza y encarna virtudes y vicios de la 4T, es garantía de sus alcances, pero también razón de sus límites. En todo caso, propicia la adhesión entusiasta, aunque pasiva y tendencialmente desorganizada, así como se convierte en el blanco que organiza el discurso y el perímetro de la oposición.
Por ello, el fenómeno que mueve, sacude y polariza a México es el obradorismo, no la 4T, una transformación supuestamente superadora del neoliberalismo -o lo que se entiende como tal- y que, por designación presidencial, debiera ser equivalente a la independencia, la reforma liberal juarista y la Revolución mexicana. Aparece, en el trasfondo de la elección, esta tensión entre neoliberalismo y pos-neoliberalismo, aun cuando, paradójicamente, ni las derechas reivindican el primero ni el obradorismo el segundo, ni se aclara cual serían los rasgos de mediano alcance del proyecto de transformación soberana y redistributiva que impulsa a través de reformas puntuales que, dicho sea de paso, no parecen tener calado estructural.
En efecto, uno de los vericuetos del laberinto del obradorismo es que, a pesar de la retórica, quiere eludir la bifurcación entre transformación y conservación, buscando combinar virtuosamente las dos, ponderando ciertos ingredientes de recuperación de la iniciativa pública en el terreno de los recursos energéticos, de cuotas de redistribución de la riqueza (vía subsidios y aumento de salario mínimo) y otras medidas progresistas sin provocar la reacción de las clases dominantes nacionales e internacionales, respetando sus patrimonios y su control propietario del proceso productivo, invitándolas a sumarse patrióticamente a seguir enriqueciéndose pero moderadamente “por el bien de todos”. Así que la suma se transforma fácilmente en resta: la ecuación interclasista puede dejar insatisfechas a las clases subalternas y no lograr la colaboración de los grupos dominantes. Sin hablar del universo de derechos civiles, en particular de equidad de género y de la defensa del medio ambiente, en el cual el obradorismo y la 4T muestran su cara más conservadora y suscitan reacciones que merman su capacidad de retener el voto de sectores medios urbanos progresistas.
Es evidente que López Obrador no posee la piedra filosofal que garantice la estabilidad alquímica de un proceso de cambio que, aunque limitado, trastoca equilibrios, genera expectativas y altera posiciones consolidadas. Así que, a pesar de mostrar cierta maestría en la acrobacia política, caminará en la cuerda floja hasta el fin de su mandato. Al mismo tiempo, la transformación social no puede ser tarea de una sola persona y un grupo de allegados, sin generar condiciones de un real trastocamiento de la correlación de fuerzas por la irrupción las clases populares en el escenario político. En caso contrario, se podría vivir la dramática paradoja de un giro restaurador sin que haya habido una revolución, ni algo que se le parezca.
*Historiador y sociólogo. Profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Publicado originalmente en Nueva Sociedad (www.nuso.org).