¿Por qué cuando escuchamos la palabra “trata” inmediatamente reconocemos que se habla de mujeres jóvenes o niñas, incluso niños? Sedimentada en nuestra percepción, como una memoria gris que carcome con escalofriante facilidad los efectos perturbadores del sometimiento, vibra esa palabra. En franca desproporción con la inmediatez del reconocimiento, el real desconocimiento de las tramas que la hacen posible, sus formas de funcionamiento y la cadena de complicidades, forman parte, sin quererlo, quizás cándidamente, de su existencia. Las ciencias sociales se cansaron de referirse a la naturalización de fenómenos traumáticos, difíciles de tramitar, heridas colectivas que se pretenden suturadas con el hilo de coser de la indiferencia… hasta naturalizar la naturalización. La recursividad aparece infinita, un barril sin fondo que, de prestar un mínimo de atención dejándonos apenas atravesar por el dolor de la trata, nos devolvería en un instante todo el terror pacientemente sublimado por los mecanismos anestésicos de la vida en sociedad. Se trata de secuestros, de tortura, de violencia sexual contra mujeres, de asesinatos. Y tiene que ver directamente con los modos en que nos organizamos, convivimos, estructuramos nuestra economía, nuestra “seguridad” (significante terrible que desplaza demagógicamente a la más compleja noción de cuidado) y nuestra indulgencia ante el poder. La trata es, también, una cuestión política y no solo por formar parte de la potente agenda feminista. El animal gregario en que nos convertimos se asombra hipócritamente cada vez que esa realidad vaporosa en su memoria se solidifica imagen en algún noticiero capaz de comerciar con la vejación. Actuar la sorpresa, indignarse ante la pantalla, comentar la catarsis, son mezquindades que no alcanzan la dignidad del ritual, apenas mecanismos de defensa que nos consiguen una tranquilidad tan pasajera como paralizada.
El trabajo fotográfico de Valerio Bispuri -recordado por sus enormes fotorreportajes sobre las cárceles latinoamericanas y sobre el mundo del paco- desanda la naturalidad fingida con que aceptamos la trata, en tanto nos reconcilia -siempre, indefectiblemente mal y no sin dolor- con la incomodidad. Años de búsqueda, acercamiento, relación, se condensan en una imagen, un click y su posproducción, tiempo enrarecido y sin equivalencias, forjado solo por intensidades. La tarea imposible de mostrar, decir, acercar, la herida de esas vidas, el dolor insondable, sin ceder al mito cristiano de “ponerse en el lugar del otro”, nos habilita una empatía y, desde ahí, un gesto posible. El trabajo sobre el ojo, quién sabe, no para sensibilizarlo en tanto ojo, sino para volverlo piel, ángulo habitable e insoportable al mismo tiempo, incurra de nuevo en ese motor que es la imposibilidad, prima hermana de lo posible. Las fotos de Valerio se proponen incluso más allá del fotógrafo, interrumpir el descanso impune, maliciosas se meten con nuestra tranquilidad tan costosamente conseguida y abren una percepción desvelada. ¿Qué haremos?
*Ensayista, editor, docente en las universidades de Avellaneda y José C. Paz. Publicó, entre otros libros, Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (2018).