Con el muy poético título de Una voz que viene desde la otra orilla, el pensador Alain Finkielkraut publicó hace ya bastantes años un libro de tema aciago y funesto, la muerte (y sus desolados alrededores). Desde esa ribera del Aqueronte, “río del dolor” en griego, “(…) los muertos oran y hay que responderles: deber de la memoria es el nombre hoy dado a esta extravagante conminación”, sostiene quien fuera considerado en los años 90 del pasado siglo uno de los mejores exponentes de la así llamada “nueva filosofía francesa” con obras extraordinarias y provocativas como La sabiduría del amor, La derrota del pensamiento o La humanidad perdida.
Uno de los personajes decisivos en ese relato de Finkielkraut es Ruth Klüger, liberada por las tropas aliadas en 1945 del campo de concentración nazi de Theresienstadt con solo 14 años tras haber sido detenida también en los de Auschwitz-Birkenau y Christianstadt: una jovencísima “sobreviviente” de la experiencia del mal más desenfrenada, cruel y atroz del siglo XX y quizás de la historia de la humanidad, “racional pero no razonable”, en el decir de Walter Benjamin.
Mucho tiempo después, en 1992, ya residente en New York, y a raíz de un accidente que casi le costó la vida, Klüger decidió escribir un libro bellísimo y conmovedor a medio camino entre la autobiografía y el ensayo, declaración más de fines que de principios: Seguir viviendo. Una de las ideas recurrentes en sus casi cuatrocientas páginas es la “desconstrucción” del modo con el que habitualmente se la presentaba en las conferencias que impartió en medio mundo, “sobreviviente del Holocausto”.
“Asumirme como ‘sobreviviente’ significa que unos acontecimientos externos a mí, por atroces que resultasen, configuran y definen mi identidad de una vez por todas y para siempre, determinan de manera totalitaria y desde afuera lo que soy, mejor, quién soy. ¿Y quién soy en verdad? ¿Soy solo una sobreviviente y así merezco sor conocida? Soy hija, hermana, esposa, madre, ciudadana de dos países, profesora universitaria, viajera incansable, escritora, conferenciante, soy todo eso y también ‘alguien-que-sobrevivió-al Holocausto’, pero nunca jamás una ‘sobreviviente’, una ‘sobrevivi-ente’”.
Ser víctima, sabernos damnificados por las acciones de alguien o por las de algo impersonal y abstracto, como un sistema familiar, religioso, económico, social, político, jurídico o educativo, o incluso por una catástrofe de la más diversa índole, natural o industrial, por citar tan solo algunos ejemplos, es digno de compasión y estima doliente por parte de quienes nos quieren e incluso más, por parte de todos cuantos –tal vez desconocidos– son movidos por la empatía y la solidaridad hacia formas de cercanía física o simbólica con quienes sufren.
Sin embargo, la fortuna de ser víctima es algo bien distinto y antes y más se refiere al (solo presunto) desprestigio social del victimismo y a su contracara psicológico-emocional de virtud, mérito y condescendiente condonación de deudas. Todos deseamos ser dispensados del peso de hacernos cargo de manera responsable de la inmensa mayoría de nuestras acciones pasadas y de sus consecuencias, intencionales o no, eximidos de contar(nos) y dar(nos) cuenta, de construir un relato de la propia vida que acoja por igual desdichas con compasión y alegrías con agradecimiento.
Y si bien es cierto que llevar una historia encima de los hombros es ya de por sí un poderoso atenuante de cuanto somos ahora y de cómo hemos llegado a serlo, de la infinidad de tribulaciones y hasta trampas que debimos sortear para tener al fin a quien llamar “yo” con algo de certeza y esperanza, no es menos cierto que abundan por doquier quienes deliberada e interesadamente confunden la atenuación motivada por las causas razonablemente graves con estar exonerados de atender sus consecuencias. Pero la verdad es que allí donde estemos, cómo estemos y con quién estemos, aun a pesar de la lluvia feroz de los vientos, a los que cierta, esforzada y felizmente debemos hacer frente, estaremos siempre convocados a sobre-vivir, pero nunca a ser cosificados “sobrevivi-entes”.
*Profesor de Ética de la comunicación. Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.