OPINIóN
El crimen de Elizabeth Käsemann

La indolencia de Helmut Schmidt

En 1977, la embajada y el gobierno alemán supieron que la joven Elizabeth Käsemann había sido secuestrada. Pero nada se hizo y finalmente fue asesinada. Una evocación.

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Socióloga. Hija de un pastor, colaboraba en barrios de emergencia. El ex canciller que pudo haberla salvado. | fundación elizabeth käsemann

Nos separan ocho mil kilómetros cuando leo en un diario mexicano que te han matado. Anoche te han matado. No fuiste la única, te asesinaron junto a otros quince jóvenes como vos, maniatados y –presumo– anhelantes de morir porque en la muerte el dolor se desvanece y el cuerpo deja de ser tu enemigo. Ha sido en la madrugada que te mataron: dos, tres disparos salvadores por la espalda te libraron del tormento que imagino infinito. 

Amontonamiento de cuerpos en Monte Grande, no puedo evitar el fácil juego de palabras que dibuja un escenario que ya representó Goya en el siglo XIX: oscuridad, ayes, llantos, fusiles que abren fuego sobre la carne durante la noche cerrada. ¿Tuviste miedo cuando escuchaste los primeros disparos o fuiste la primera? ¿Acaso tenías los ojos vendados o ya te habían liberado y viste a los verdugos? ¿Miraste el rostro del que te mató?

Recreo la escena. Es una evocación falsa, porque no estaba allí el 24 de mayo de 1977. Pero los veo bajar del camión militar, las manos atadas, los cuerpos sucios de barro. ¿Llovía esa noche? Los veo caer del camión, reses de matadero, escucho algún lamento, escucho el sonido de un cuerpo cuando choca a otro cuerpo. Troncos humanos. 

La última vez que te vi estabas linda, como siempre. Fue tres meses antes de tu captura, cuando sonreías con un gesto triste y algunas lágrimas se deslizaban por tus mejillas. Así te vi la última vez, cuando nos despedimos.  Me dicen, los que abrieron el féretro en Alemania, que también te habían usurpado la belleza; apenas te reconocieron, tan delgada, piel y huesos, tan trajinada la carne. Allí, a 8 mil kilómetros de distancia, evoqué la madrugada que no presencié. Pero que puedo adivinar en fragmentos deshilachados, inconexos, en la negrura de una noche invernal en la que el frío también debía de ser una astilla dolorosa. 

¿Vivirán los que dispararon sobre ese amasijo de cuerpos? ¿Recordarán el frío, el olor de la sangre, quizás alguna queja salida de labios agrietados? Pregunto: ¿les dieron de comer antes de asesinarlos? ¿Les dieron agua para mitigar la sed? 

Preguntas sin respuestas, Elizabeth. Todas sin respuesta, porque no conozco a tus victimarios. Ni siquiera puedo saber si están arrepentidos por ese abominable gesto de apretar el gatillo sobre vos y todos los que te acompañaban en el amanecer.

No fueron los únicos. Hubo otros verdugos, los indolentes. Los desdeñosos que no aceptaron el clamor en la Embajada de Alemania en México; antes de que perdieras la vida les dije: la secuestraron, los militares la secuestraron. La van a matar, insistí ante funcionarios de rostros teutónicos tan desangelados que inspiraban ira, que es mucho más que rabia. Es odio lo que despertó el silencio de tus compatriotas, Elizabeth. 

Porque te podrían haber rescatado de las manos de tus homicidas; bastaba apenas un llamado del premier socialista Helmut Schmidt al dictador Jorge Videla. Un llamado que no costaba nada, solo marcar un número, averiguar el prefijo de Argentina, el de Buenos Aires, el de la Casa de Gobierno. El tirano lo iba a atender, ¿cómo podría no hacerlo si ambos estaban programando un partido de fútbol de las selecciones nacionales? 

Los colores y el prestigio de las patrias se medirían afablemente en el césped argentino. Negro, rojo y amarillo contra el celeste y blanco. La Cruz de Hierro contra el grito sagrado, libertad, libertad.   

No era tan cara, premier Schmidt, una llamada telefónica. Tampoco era necesario suspender el partido; ni dejar de venderle armas a la dictadura. Negocios son negocios.

Una llamada impedía un crimen. 

Ya sé que usted es difunto, premier Schmidt, pero me atrevo a darle un ejemplo: la pastora Diana Austin, de origen británico y nacionalidad norteamericana, fue capturada junto con Elizabeth y llevada al centro de torturas de El Vesubio. Martirizaron su cuerpo, claro, como corresponde. Pero el primer ministro de Inglaterra, James Callaghan, laborista y por lo tanto cercano ideológicamente a la socialdemocracia alemana que usted presidía, exigió la liberación inmediata de Diana. Lo hizo junto con Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos y preocupado por la violación de los derechos humanos en Argentina.

“No importa en qué estado está, la queremos viva”, dijeron. 

Y Diana Austin, tan maltrecha como Elizabeth, fue liberada y partió custodiada a Estados Unidos. Ya ve, difunto Schmidt, una llamada telefónica era suficiente. 

El partido amistoso se jugó el 4 de junio, diez días después del asesinato masivo, y nuestros colores patrios fueron humillados con tres goles alemanes. Supongo que usted y sus funcionarios cómplices presenciaron el match en su despacho y festejaron la victoria. 

Ignoro si usted está en el Paraíso o en el Infierno, si es que existen esos sitios que describió Dante acompañado por Virgilio, pero si así fuera, si verdaderamente existieran, lo imagino a usted abrasado eternamente por el fuego que se merece.  

Hace muchos años que regresé de México; pero no olvido el asesinato. Un par de veces me detuve en Piedras 1730, frente al departamento de Elizabeth en Barracas. El edificio ha envejecido. El empedrado de la calle fue cubierto por cemento.

 

De Gelsenkirchen a Monte Grande

Elizabeth Käsemann nació en Gelsenkirchen, Alemania, el 11 de mayo de 1947. Se educó en Berlín, en Londres y también en París. Además de su idioma natal, hablaba y escribía en inglés, francés, castellano y portugués. En Berlín frecuentó a intelectuales socialistas y participó en manifestaciones antifascistas y contra la guerra de Vietnam. El cine, la literatura y la música fueron disciplinas en las que se formó, además de su carrera en sociología. Su padre, Ernst Käsemann, era un reconocido teólogo luterano, docente en universidades de su país. En 1968 Elizabeth viajó a América y recorrió Perú y Bolivia hasta radicarse en Buenos Aires, donde tuvo un breve paso por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Posteriormente se unió a la Organización Comunista Poder Obrero. Su militancia se centró en alfabetizar a adultos en barrios de emergencia, visitar zonas humildes y denunciar la pobreza. Si bien pertenecía a una organización armada, no era miembro de células militares ni participó en acciones de violencia. Prueba de ello es que se negó a colaborar en el asesinato de un importante oficial de las FF.AA., reconocido torturador. Consciente de que los grupos de izquierda estaban derrotados, a fines de 1976 se dedicó a confeccionar pasaportes falsos para facilitar la salida de quienes carecían de documentos para exiliarse en Europa, Venezuela o México. Fue capturada el 8 de marzo del año siguiente por un grupo del Ejército y llevada al centro de detención El Vesubio. La torturaron durante casi tres meses hasta que en la noche del 23 de mayo decidieron matarla. Trasladada a Monte Grande, provincia de Buenos Aires, junto a otros quince secuestrados, todos fueron fusilados. Elizabeth con tres balazos en la espalda. El gobierno militar informó que los 16 jóvenes habían sido sorprendidos en una reunión subversiva y luego de un tiroteo fueron abatidos, sin bajas entre las fuerzas militares.

El padre, previo pago de 26 mil dólares a los militares, logró recuperar su cuerpo. El asesinato causó gran conmoción en Alemania; se filmaron dos películas documentales, se escribieron numerosos artículos en los medios, se increpó a funcionarios que ocupaban cargos en aquella época y que ignoraron el episodio. Se descubrió, además, que en ese momento Alemania vendía submarinos de guerra y otros armamentos a la dictadura de Videla. La causa estuvo a cargo del juez Daniel Rafecas y varios de los acusados fueron condenados. El cuerpo de Elizabeth descansa en el cementerio de Lustnau, cerca de Tubinga.
 

*Escritor y periodista.