La del 1° de marzo pasado, seguramente, hasta el momento, ha sido la más oprobiosa apertura de sesiones ordinarias que se recuerde en la Argentina. No porque haya habido daños en las cosas o en las personas que allí estaban, sino porque ahí, en el ámbito sagrado de las leyes, en el templo de ordenamiento jurídico, se hizo presente un primer mandatario mendaz, confuso, prepotente, inconsistente, altanero y definitivamente ignorante.
Es cierto que, psicológicamente, ha de ser muy desagradable sentirse no querido o no aceptado; y mucho más cuando quien no nos acepta es alguien a quien tanto se admira. En el ámbito del amor, la obsesión por aquel a quien amamos y no nos ama se denomina “limerencia”. Lo que le pasa al Presidente con su mentora vicepresidenta es una suerte de “limerencia institucional”: él la admira profundamente y quiere ser como ella, pero advierte que ella no lo soporta, que se arrepiente de haberlo entronado, y que visiblemente lo rechaza.
Alberto Fernández sabe que su gestión está terminada, que la gente lo reprueba, que algunos de sus ministros lo desmerecen, y que dentro de su propia alianza hay personajes que claramente lo detestan. Por ello, para disminuir la intensidad de ese rechazo, sobreactúa, grita, patalea, increpa y delira, pretendiendo montarse en el odio que Cristina Fernández tiene por todo aquello que no controla, como por ejemplo los jueces, los fiscales y el periodismo.
El problema es que Alberto solo tiene de “ella” el apellido, y tiene serias dificultades para parecérsele, porque cuando la vicepresidenta increpa al Poder Judicial, genera una profunda bronca de quienes somos partidarios de la república como sistema político; mientras que cuando el Presidente hace lo mismo, la sensación que genera es la de lástima. Cristina es perversa. Alberto es patético.
Todas esas sensaciones presidenciales fueron puestas de relieve en la apertura de las sesiones ordinarias del 1° de marzo pasado. Bipolaridad mediante, Alberto Fernández pasó, en un lapso de dos horas, de ser moderado a agresivo, de tranquilo a excitado; y en el medio de ese zigzagueo emocional, mintió una y otra vez, describió la realidad de un país nórdico, y puso en evidencia una notable ignorancia cívico-jurídica, agravada por su condición de abogado y profesor –aunque interino– de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
Escuchar a un abogado decir que una medida cautelar o una sentencia dictada por la Corte es avasallar atribuciones del Congreso (cuando controlar la constitucionalidad de las normas es la principal función de la Corte); que la Ciudad de Buenos Aires no tiene derecho a recibir fondos coparticipables (cuando ello está claramente previsto en el Art. 75 Inc. 2 de la Constitución Nacional); que la Corte “tomó al Consejo de la Magistratura por asalto” (cuando es una ley la que prevé que dicho órgano debe ser presidido por el presidente de la Corte, y cuando fue una sentencia la que puso provisoriamente en vigencia a dicha ley); que el Presidente no debe designar jueces por decreto (cuando son los decretos los que usa cualquier presidente para ejercer sus potestades, como por ejemplo la designación de jueces); es realmente preocupante, porque semejante manifestación de desconocimiento jurídico, expuesta a los gritos, no solo muestra un deterioro emocional en el ejercicio del poder, sino que además, a los ciudadanos, nos provoca la sensación que podríamos tener cuando advertimos que el médico que nos va a operar no sabe nada de medicina.
Hasta el 1° de marzo pasado, el Presidente y su gobierno estaban moribundos, en terapia intensiva. Ese día Alberto Fernández se desconectó del respirador, provocó su muerte política, y ahora deberá ser “velado” hasta el día de las elecciones de octubre, en el que sus “restos” serán “inhumados”. De allí será trasladado al “cementerio del olvido”, aunque difícilmente descanse en paz después de haber ocasionado tanto daño.
*Abogado constitucionalista y profesor de Derecho Constitucional.