Argentina: crisis económica, déficit de confianza, inflación, dólar en alza, debilidad institucional, grieta, oportunidad para outsiders, aumenta la desigualdad y la pobreza, gobierno ineficaz, movilización social, reclamos sectoriales y corporativos. No importa cuándo leas esto”. Este conjunto de caracteres podría haber sido el tuit de cualquier argentino. En la última semana, las redes sociales se plagaron de referencias tragicómicas a tiempos anteriores que no parecen diferenciarse del presente. Argentina es el país del día de la marmota o donde el DeLorean es el auto más usado, no necesariamente el más vendido. La pregunta es: ¿por qué?
Porque Argentina tiene pendiente una reforma. Una de las acepciones del término reforma es que es algo que se propone como mejora o innovación. A su vez, una reforma comporta la acción o efecto de reformar. Y reformar es volver a formar algo. Si unimos ambas acepciones, tenemos entonces las dos puntas de la respuesta. Argentina requiere de la mejora de ciertos dispositivos institucionales que permitan dar una nueva forma a la política y, sobre todo, a la forma de hacer política.
El cambio en los dispositivos institucionales no supone, sin embargo, como estamos acostumbrados a pensar, modificar en los márgenes ciertas reglas de juego, como es el caso de la Boleta Única Papel [BUP]. Supuesta punta de lanza de una reforma política que sigue pendiente, la BUP es antes gatopardismo que reforma. Tampoco se trata de crear nuevos organismos, institutos o dependencias públicas cuya misión sea promover acciones ya asignadas a estructuras estatales preexistentes.
La reforma institucional en términos de innovación pública es ampliar los niveles de articulación y coordinación a partir de elevar y redistribuir los costos político-electorales de no cooperar entre todos los actores: oficialismo y oposición. Una observadora avezada podría señalarme que eso es retórica, que la ingeniera institucional argentina, presidencial, descentralizada administrativamente y concentrada fiscal, poblacional y geográficamente no puede convivir con mecanismos que promuevan la cooperación. La Argentina está diseñada, supuestamente, para la competencia y la política de suma cero. Pero si innovar es pensar fuera de la caja, les propongo entonces redefinir el problema de la cooperación y la coordinación política. Para ello aceptemos como dato lo que propone la observadora avezada pero también aceptemos que ya no hay mayorías evidentes, que cada vez hay más segmentación, micropertenencias, comunidades diversas. Aceptemos que las sociedades no son homogéneas ni pueden homogeneizarse. No podemos seguir creyendo que las sociedades actuales se gobiernan con las reglas que moldearon el siglo XX. Si seguimos pensando así, veremos al DeLorean en cualquier auto.
La primera dimensión de la reforma es de matriz republicana. El control intra y extrapoder es el eje vertebrador y el actor que lo promueva debe ser el Congreso. Debe privilegiar el control y la revisión de decisiones ejecutivas por sobre el voluntarismo y el exceso legislativo.
La segunda dimensión es la decisional. Las decisiones deben ser tomadas bajo los principios de eficiencia, cobertura e impacto distributivo. Tres vértices que requieren armonizarse para formar un triángulo de desarrollo. Así, la reforma institucional depende de la creación de espacios de integración que recuperen el asociativismo como forma democrática de acción política y de decisión. Si hay democracia micro, habrá democracia macro.
La reforma institucional que dé nueva forma a la praxis política supone empezar a decidir con la regla del mayor número posible, que es mucho más que una mayoría calificada aritméticamente. Supone involucrar a todos los actores que se verán afectados por la decisión, pero sobre todo supone comprometerlos en la implementación. Es la única forma de garantizar los beneficios a partir de distribuir los costos. Y los costos son políticos, pero sobre todo electorales.
La dirigencia argentina busca en el mundo casos exitosos de acuerdos, ententes, políticas que hayan logrado pactos estructurales sobre los que fundar el desarrollo de un país. Últimamente, la desvela el “caso israelí”. Pero atiende solo al resultado exitoso de reducción de la inflación antes que a la decisión política de convertir a Israel en un Estado de I+D. Mira el ajuste antes que el acuerdo.
Más allá de la miopía, la pregunta es: ¿por qué funcionó el modelo israelí? Funcionó porque todos los actores con pretensión de gobernar fueron involucrados bajo la lógica del mayor número posible para distribuir costos y garantizar beneficios. El resultado exitoso de la gestión política del adversario significaba el éxito electoral propio. Eso reducía los incentivos a especular electoralmente con el fracaso ajeno, alejaba la política de “cuanto peor mejor”, aumentaba niveles de confianza y disminuía la incertidumbre propia y externa.
La reforma pendiente en Argentina involucra: a) una reforma política que incida sobre la naturaleza, cantidad y tipo de actores político-institucionales habilitados para competir y gobernar; b) una reforma institucional que cambie el cálculo político, y c) una reforma de la matriz estatal del desarrollo. Las reformas que nos faltan son las crisis que nos quedan.
*Miembro de la Red de Politólogas
#NoSinMujeres
(@MaraPegoraro).