No resulta ajeno para la Iglesia el diálogo con el mundo. Presente ya desde sus inicios (recuérdese a san Pablo en el Areópago de Atenas), se ha desarrollado a lo largo de los siglos, desde la antigüedad hasta nuestros días. Pero fue fundamentalmente en los últimos años con la necesidad de evangelizar las culturas e inculturar el Evangelio, que el magisterio Pontificio asumió sin ambages la tarea. El camino, iniciado en el Concilio Vaticano II y seguido inmediatamente por el pontificado de san Pablo VI (y su Ecclesiam suam, “la Encíclica del diálogo”), ha desarrollado un fructífero encuentro entre los tres grandes ámbitos relacionales donde vive la fe de la Iglesia: el diálogo ecuménico e interreligioso, fundamentalmente con san Juan Pablo II en sus Encíclicas Ut unum sint y Redemptoris missio (junto con sus gestos concretos de acercamiento a los hermanos de otras confesiones religiosas), el diálogo fe – razón, principalmente en las tres grandes Encíclicas de Benedicto XVI, Deus Caritas est, Spes salvi y Caritas in veritate (y sus conocidos discursos ante el Bundestag alemán y en Westminster Hall británico) y el diálogo con la cultura –o la cultura del encuentro– en todas sus dimensiones, propuesto especialmente por nuestro Papa Francisco en Evangelii Gaudium (y, en definitiva, en todos sus gestos y palabras). Todos esos diálogos, ciertamente, se sostienen en el encuentro dialogal con aquel Dios que nos habló primero.
Es cierto que este diálogo con una cultura poliédrica, una y diversa a la vez, no se inicia (ni se terminará) con Francisco; ello ni de manera general –recordemos en los últimos tiempos la Gaudium et Spes del Vaticano II, Evangelii Nuntiandi de san Pablo VI o el mismo Documento de Puebla del Episcopado latinoamericano– ni mucho menos particular –no podemos olvidar la enseñanza social magisterial desde la Rerum Novarum hasta ahora–. Sin embargo, ese diálogo integral ha adquirido en Laudato si algo más que un simple status práctico, asumiendo el valor de signo de los tiempos, categoría teológica donde puede descubrirse la presencia infinita de Dios a la luz de la fe de la Iglesia, comunidad de creyentes.
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Laudato si nos advierte que este planeta es el único que habitamos y que nuestra permanencia en él depende de cuánto lo respetemos y lo cuidemos. Pero además de esta visión ecológica, que incluye denunciar los graves problemas ambientales que tenemos (capítulo I), acudiendo a nuestra fe para iluminar la situación (capítulo II), Francisco se interroga sobre sus raíces humanas profundas (capítulo III): para él el problema no es la tecnología o la industrialización, sino el uso irracional de ella (la “cultura de la tecnocracia”), cuya raíz es el egoísmo social y la inequidad global entre las personas. Por eso, propone una ecología integral (capítulo IV) que fomente la solidaridad y el buen uso de los recursos (una conversión ambiental, económica y social), un estilo de vida más austero y responsable (una conversión cultural) y políticas públicas que tengan como punto central la sustentabilidad ambiental. Pero para que todo esto sea posible, el Papa Francisco señala como imprescindible el diálogo abierto, fraterno y sincero, y una constante búsqueda de consensos entre el mundo académico – científico, la política, la economía, las religiones y demás actores fundamentales de nuestra sociedad (capítulo V), al tiempo que anima a una “conversión ecológica” de las personas fruto de la educación (capítulo VI).
Asumiendo el diálogo como signo de la manifestación de Dios, el Papa Francisco señala que es “el mismo cristianismo (…) [que] siempre se repiensa y se reexpresa en el diálogo con las nuevas situaciones históricas, dejando brotar así su eterna novedad” (121); más adelante, al finalizar el apartado sobre el diálogo político, señalará que “un político [que] asuma estas responsabilidades (…) volverá a reconocer la dignidad que Dios le ha dado como humano y dejará tras su paso por esta historia un testimonio de generosa responsabilidad” (181). Se trata de descubrir a Dios fomentando una cultura del encuentro, donde nadie sea considerado descartable, aceptando al otro en sus diferencias en pos de una diversidad culturalmente reconciliada y que garantice el Bien Común. La necesaria ecología integral para el cuidado de nuestra Casa Común, que manifiesta la presencia de Dios en el mundo, precisa imperiosamente de la construcción de esta cultura del diálogo y del encuentro.