OPINIóN
Crisis política

Elecciones: la hora de escuchar

La opinión pública ha adquirido un particular relieve erigiéndose como un fenómeno tan temido por dirigentes políticos y gobiernos, como insondable y escurridizo para las ciencias sociales y el análisis político.

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Bunker Frente de Todos | Franco Fafasuli Pool Argra Frente de Todos

Desde hace un tiempo, en el marco de una sociedad cada vez más mediatizada e hiperconectada, la opinión pública ha adquirido un particular relieve, erigiéndose como un fenómeno tan temido por dirigentes políticos y gobiernos, como insondable y escurridizo para las ciencias sociales y el análisis político.

Se le atribuye a Juan Domingo Perón haber adoptado como verdad indiscutida aquella máxima aristotélica que afirma que “la única verdad es la realidad”. Hoy, con una realidad que se ha complejizado en función de las demandas y exigencias de una sociedad cada vez más diversa y heterogénea, el tradicional axioma demanda una reformulación: la única verdad ya no es la “realidad”, sino lo que la gente “percibe”. En política no hay verdades incontrastables, para eso están la religión o las ciencias duras.

Es sobre esa percepción que las campañas, candidatos y gobiernos necesitan trabajar. No se trata de una tarea en absoluto fácil, máxime si tenemos en cuenta que la percepción es siempre más difícil de cambiar que los hechos.

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Ahora bien, el reconocimiento de este significativo peso que tienen las percepciones no implica caer en la ingenuidad ni en la simplificación de pensar que éstas se generan espontáneamente o son una construcción antojadiza de los votantes. Ese conjunto de percepciones constituye lo que se conoce como la imagen política que proyectan gobiernos y candidatos, que se construye en la intersección entre ser y parecer. En otras palabras, una imagen que se construye cooperativamente en base a lo que el candidato o el gobierno es (los atributos y cualidades percibidos como tales) y lo que éste quiere proyectar hacia el electorado o los ciudadanos, lo que introduce necesariamente la dimensión de la credibilidad, que es el “cemento” que permite que la imagen percibida por los votantes sea coherente y consistente.

En el marco de este juego de percepciones, los electores evalúan las ofertas disponibles y las evalúan de acuerdo con sus propias escalas de valores o ideas acerca de lo que debería ser un candidato o gobernante ideal, asignándole al dirigente atributos positivos o negativos que pueden o no coincidir con la realidad, y convirtiéndolo en la mejor o peor opción disponible.

En un clima de apatía, frustración y enojo como el que se viene gestando en un país agotado por las consecuencias de 18 meses de la crisis sanitaria y económica derivada de la pandemia, si algo estaba claro de cara a las PASO del pasado domingo era que las percepciones en torno a la dirigencia política tradicional habían generado un clima de opinión negativo y de expectativas pesimistas respecto al futuro, aunque no resultara claro de qué manera ese “malestar” se iba a expresar, qué dimensión podía adquirir (bronca, castigo, abstencionismo, etc.), y quién lo habría de capitalizar.

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En este marco, no fue tanto el castigo al gobierno lo que llamó la atención, sino el alcance del mismo y, fundamentalmente, que haya sido la coalición Juntos el principal depositario de los sufragios que se expresaron contra el gobierno.

El resultado fue un cachetazo a un gobierno que se ilusionaba con una pronta salida a la “normalidad”, y que si bien esperaba una elección pareja, descontaba un triunfo en la siempre gravitante provincia de Buenos Aires, una buena performance de sus candidatos en la Ciudad de Buenos Aires, y contundentes victorias en algunos históricos bastiones del interior. La derrota no solo pone en riesgo la gobernabilidad por la probable reconfiguración de mayorías en el Congreso, sino por haber desnudado con particular crudeza los enfrentamientos internos entre diferentes sectores del gobierno.

Lo que se discute por estas horas al interior del Frente de Todos no es otra cosa que el poder. Un sector importante, liderado por CFK y cuyo brazo ejecutor es la agrupación La Cámpora, ve en la derrota una seria amenaza a la continuidad del peronismo en el poder en 2023. Quienes imaginaban a Alberto como un presidente de transición que garantizara el “trasvasamiento generacional”, entienden que sin un giro copernicano en la gestión, no habrá 2023. Obviamente, el presidente también es consciente de la necesidad de profundos cambios, pero no parece estar dispuesto a resignarse al physique du rôle que pretende asignarle el cristinismo.

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La encrucijada no es menor, un enfrentamiento que muchos presagiaban como inevitable se plantea en forma anticipada. Para el cristinismo el cambio implica un proceso de radicalización, para el Presidente la recuperación de la imagen de moderación y apertura que lo llevo al sillón de Rivadavia. Se juega con fuego, con el agravante de que se lo hace en un contexto en que una chispa puede encender en cualquier momento la pradera.

Para la principal coalición opositora, la euforia inicial dio paso a la cautela y la moderación, como lo evidencia la actitud de Rodríguez Larreta, quien fue sin dudas el principal ganador: el “enroque” entre Vidal y Santilli no solo lo permitió alzarse con la victoria en los dos principales distritos del país, sino también instalar a sus propios delfines en la carrera por su sucesión en la jefatura porteña y por la gobernación bonaerense, poniendo freno a las ambiciones de otros dirigentes del espacio. Asimismo, el acuerdo con López Murphy dio sobradas muestras de su inteligencia estratégica para los armados político-electorales: a la ampliación por izquierda que había alcanzado con la incorporación del socialismo y el GEN, sumó también por derecha, evitando que una parte de esos votos se fugaran a otros candidatos.

Una cautela que no solo se basa en aquella recomendación de Napoleón de “no interrumpir al enemigo mientras se está equivocando” sino también porque el jefe de gobierno entiende que las “brevas no están maduras”, y que la construcción de una alternativa de poder en una Argentina tan compleja y cambiante es un proceso tan lento como trabajoso.

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Así las cosas, si bien como en toda elección hubo vencedores y vencidos, sería un grave error caer en triunfalismos o en derrotismos. El gobierno no solo tiene dos meses para redoblar esfuerzos, sino la oportunidad de renovarse y saldar discusiones internas para encarar con nuevos bríos un segundo tramo de gestión donde lo peor -la pandemia y sus consecuencias- parece haber quedado atrás. La oposición recibió un voto de confianza que jamás imaginó tras la debacle del gobierno macrista, y si bien ello entraña una oportunidad, sería un grave error interpretarlo como una suerte de “cheque en blanco” que allana el camino hacia el 2023.

En definitiva, tanto para oficialismo como oposición, el desafío en el fondo es el mismo: escuchar.

 

*Lucas Doldan. Politólogo, docente y consultor, autor de “Comunicar lo Local” (La Crujía).