Todavía no están publicados todos los resultados de las pruebas Aprender 2019, pero lo que pudimos ver hasta el momento no es para nada alentador. El 72% de los estudiantes argentinos no alcanza el nivel satisfactorio en matemática, y el porcentaje ubicado en el extremo muy satisfactorio se redujo a más de la mitad si lo comparamos con los números de 2016 (5,2% y 2%, respectivamente). Desde 2013 en adelante, nuestros estudiantes parecen aprender cada vez menos de esta asignatura, especialmente aquellos que se encuentran en los niveles socioeconómicos más bajos: en 2019, solamente el 43% de los jóvenes de los hogares con menores ingresos terminó la escuela, comparado con un 91% registrado para los sectores más altos.
Más allá del instrumento, que siempre puede ser discutible, los resultados de las pruebas Aprender dejan al descubierto otra problemática que excede a las y los estudiantes. Somos nosotros, los adultos, los que no aprendimos absolutamente nada.
Y esto no se circunscribe a la foto tomada en el 2019, sino que es una tradición que ya se mide en décadas. Que los jóvenes de nuestro país terminen su trayecto formativo sin los conocimientos necesarios, que la escuela sea un espacio que reproduce inequidades previas, es responsabilidad directa de aquellas personas que toman las decisiones. Lamentablemente, la hipoteca al futuro de tantos estudiantes y, como consecuencia, de la sociedad en su conjunto, es una de las pocas políticas públicas que no entienden de colores políticos.
Lamentablemente, la hipoteca al futuro de tantos estudiantes y, como consecuencia, de la sociedad en su conjunto, es una de las pocas políticas públicas que no entienden de colores políticos.
Pareciera haber aquí una premisa básica que estamos obviando: si hacemos siempre lo mismo, será imposible obtener resultados diferentes. ¿Seremos entonces una sociedad de mal aprendidos?
Y es que este status quo de postergación no es responsabilidad únicamente de aquellos individuos que están al frente de los organismos de decisión. En nuestro país, cada cuatro años, todos y todas nos sentamos en la mesa de negociación y elegimos representantes según nuestras convicciones respecto del futuro que queremos forjar. Evidentemente, o queremos continuar por este camino, o no es un componente central en nuestro proceso de evaluación. Tampoco es una preocupación que nos movilice, no hay marchas ni reclamos colectivos organizados en respuesta a estos indicadores que nos condenan a un futuro cada vez más pobre, más injusto, más decadente.
Mientras tanto, seguimos moviendo los muebles en una casa en llamas. Y, como si esto fuera poco, al tiempo que se vienen abajo los cimientos aparece un nuevo dato que multiplica la preocupación: las dificultades en la continuidad pedagógica desatadas a partir de las medidas tomadas para hacer frente a la pandemia podrían llevar a que más de la mitad de las y los estudiantes abandonen su trayecto educativo en el año 2020.
Paradójicamente, de los esfuerzos desplegados en este contexto para garantizar una educación de calidad a cada estudiante dependerá nuestra supervivencia a la próxima pandemia, a la siguiente crisis, a cualquier desafío que nos encontremos en el futuro. Una sociedad en la que cada individuo sea capaz de desarrollar su máximo potencial es también una sociedad más innovadora, más cohesionada, más equitativa, más estable, y se encontrará en mejores condiciones para dar respuesta a los problemas complejos que se avecinan. Esto se sabe, pero nosotros no lo aprendimos.
*Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina.