Formalmente, Javier Milei se autodefine como “libertario”. Formalmente, también, el FITU se considera “trotskista”. Esas son las etiquetas. Las etiquetas no son malas. Son limitadas, porque recortan aspectos relevantes para el sentido de lo que se clasifica. A pesar de todo, siguen siendo útiles. El problema con las etiquetas es otro: la no coincidencia, siquiera parcial, con lo etiquetado.
En efecto, cuando se examina qué está detrás de la etiqueta que subsume el rechazo al autoritarismo, a la persecución estatal, a la violación de los derechos más elementales de los individuos, la reivindicación del debate racional frente a la violencia, el respeto por la opinión ajena, por el proyecto de vida de otros, es decir, cuando se examina qué está detrás de la expresión “libertario”, uno espera encontrar algo que, aunque sea recortadamente, coincida con alguna de estas ideas.
No lo contrario: un individuo glorificado como semidios, que practica un personalismo extremo al punto de insultar de arriba abajo incluso a quien hasta ayer era su amigo, que en lugar de razonar insulta, amenaza, promete “destruir”, apostrofa de excremento a sus enemigos políticos, se reúne de gente que utiliza símbolos que remiten al esclavismo, se declara “superior” aunque sea “estéticamente”, subsume en un adjetivo de larga prosapia procesista a todos los que cuestiona, declara su admiración por militares y defensores de dictaduras, y un largo etc.
Javier Milei, por muy limitada que sea la función de una etiqueta, no encaja con la que gusta identificarse. Que esta no es opinión exclusiva de un “zurdo de mierda”, lo demuestran las expresiones públicas de gente como Diego Giacomini o Roberto Cachanosky.
“Zurdos”. En efecto, si uno tuviera que etiquetar a alguien que se expresa como Milei, que genera un movimiento como el de Milei, que concita las adhesiones que concita Milei y que caracteriza a sus enemigos como Milei, señalaría que la libertad no es, precisamente, el primero de sus intereses. Milei está más interesado, pareciera, en un anticomunismo feroz, desbocado, que ve “zurdos” por todos lados.
Si a eso se le suma su reconocimiento a figuras como Trump, Bolsonaro y ahora Kast, personajes autoritarios, personalistas, que reivindican dictaduras o que estuvieron a punto de producir un golpe de Estado, tenemos ya dos componentes que apuntan en un camino muy distinto del de la “libertad”.
Si a eso se agrega un personalismo muy marcado, no hace falta mucho para descubrir una propuesta que se parece demasiado a una perspectiva filo fascistoide. Seguramente alguien se va a ofender. Haría mejor en explicar por qué los llamados “libertarios” tienen fascinación por regímenes políticos como el de Pinochet o Mussolini, a quien Ludwig Von Mises reconoció haber “salvado la civilización europea”, un mérito que “seguirá vivo eternamente en la historia”, al decir de alguien que no era, precisamente, “zurdo”.
Se entiende que gente más preocupada por la propiedad que por la libertad, deba estar agradecida a este tipo de regímenes. Lo que no se entiende es qué tiene de “libertario” todo eso.
Obrerismo. Algo parecido sucede cuando examinamos la etiqueta “trotskismo” en relación con el FITU. Se supone que un trotskista tiene, primero que nada, vocación de poder. En tanto busca una revolución social, cualquier cosa servirá, menos diluir el “mensaje” en nombre de una posición electoral. Un trotskista, por otra parte, expresará, siempre, un obrerismo rabioso. Difícilmente, Trotsky aceptaría que se hablara de “trabajadores”, “jóvenes”, “mujeres”, “originarios”, y otros apelativos creados para eliminar del escenario la categoría “clase”.
Más difícil sería encontrar, en el creador del Ejército Rojo, una perspectiva “anticapitalista”. Por empezar, porque “anti” no denota ninguna propuesta positiva, y Trotsky defendía una, en forma teórica y práctica. Pero, por sobre todas las cosas, porque “anticapitalismo” no quiere decir nada: “anticapitalistas” eran los esclavistas del sur de Estados Unidos, los señores feudales europeos, la burocracia imperial china, etc., etc.
Pero si algo rechazaría el enemigo acérrimo del estalinismo es la negativa a hablar del socialismo abiertamente. Que un frente que reúne a cuatro partidos, tres de los cuales se identifican con el socialismo en su mismo nombre (PTS: Partido de los Trabajadores por el Socialismo; MST: Movimiento Socialista de Trabajadores; IS: Izquierda Socialista), hagan campaña política sin hablar de socialismo es raro.
Rechazando una política de clase, rechazando una definición específicamente socialista, concentrándose en la lucha electoral sin más perspectiva que llevar su “voz” al Congreso, no se entiende por qué insisten en definirse como trotskistas, ni siquiera como socialistas.
Neoliberalismo. En la vida real, los trotskistas identifican los males del país no con el capitalismo, sino con la falta de capitalismo. La Argentina está como está porque no es un capitalismo pleno. Está dominado por el extranjero, los problemas económicos se resumen en la deuda externa y el malo de la película es el FMI, acompañado por los “monopolios”. El problema se concentra, no en el capitalismo como tal, sino en el “neoliberalismo”. Para solucionar los dramas del país, alcanzará con una reforma agraria para destruir a la oligarquía latifundista, repartir las horas de trabajo y nacionalizar la banca y el comercio exterior. Por supuesto, con ayuda generosa a “campesinos” y a pymes.
Este nacionalismo que se apoya, básicamente, en el pequeño capital, no es, en esencia, demasiado distinto del peronismo en su momento “izquierdista”. Dado que el peronismo, o el kirchnerismo, lo mismo da, solo se “radicaliza” gestual y limitadamente cuando le conviene, el trotskismo apuesta a captar todo lo que se caiga desde allí hacia la izquierda, mostrándose como una variante radicalizada. Un “kirchnerismo recargado” sería una etiqueta que, en el fondo, calzaría bastante mejor que la de “trotskista”.
En su polémica con Rosa Luxemburgo, Edward Bernstein llamaba a la socialdemocracia alemana, que hablaba de revolución pero vivía en una práctica perfectamente reformista, a animarse a parecerse a lo que era. No es una mala idea esa, la de hacer coincidir la etiqueta con lo etiquetado. Creo que mejoraría mucho la salud política de un país enfermo.
*Director del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (Ceics) y militante de Razón y Revolución.