En esta Argentina 2020, la sociología ya no sabe como conjeturar los procesos de deconstrucción institucional, identitaria y simbólica en la que estamos insertos por su frenético cambio constante.
La política no actúa ni ejecuta su capacidad efectiva y legítima de acción preventiva y represiva sin suponer de antemano, temerosa, más escándalos y la posible parálisis de ciertos actores y actividades dentro de la sociedad.
Los comunicadores sociales y el periodismo no logran más que escandalizar y poco van a aportar al debate si sólo van a ir detrás de los hechos sin investigar las relaciones de poder y económicas que sostienen a actividades y empresarios nocturnos poco habituados al cumplimiento de ordenanzas y menos empáticos con sus jóvenes clientes y los resultados de los consumos nocivos para la salud.
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Los actores afectados directa e indirectamente por los actos vandálicos y las muertes o lesionados, no sólo en la costa argentina en este verano sino cercanos a cualquier zona de bares, restaurantes y boliches de cualquier provincia, no siempre poseen herramientas suficientes ni toda la seguridad necesaria para activar alertas y anteponerse ante los hechos de barbarie que viven cada madrugada y a primeras horas de cada mañana de un fin de semana.
Podríamos seguir enumerando actores dentro de estas relaciones tóxicas, antisociales, rupturistas, agrietadas, que no hacen más que deconstruir esas ideas idílicas y ya laxas de comunidad y más extrañas aún de sociedad argentina pero la mera individualización debe tener un corte y dar paso a pensar en la cultura real que nos rodea y que produce hechos controvertidos, de riesgo y escándalosos.
Por ello, pensemos primero que esta dinámica social hoy no tiene, inesperadamente, un vocero que desde las áreas institucionales municipales, provinciales o nacionales busque administrar y reconducir el conflicto hacia un estado más pacifico y tolerante. La ausencia de ejemplaridad es elocuente y la falta de control del conflicto es un dato no menor desde el punto de vista de la política.
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Segundo, sin control un conflicto puntual se transforma en conflictividad y si esto no encuentra responsables y ni es acotado rápidamente, el escándalo nos encuentra en las puertas de una crisis de autoridad por una emergencia social no prevenida pero si prevista y conocida ampliamente por los especialistas de la temática.
Ante la falta de autoridad y control de lo aquí descripto, el drama social pasa por lo moral en tanto las sanciones e imputaciones no hacen más que castigar señalando a personas desde el prejuicio, desconocimiento y emociones, sin tener un freno ni defensa para obtener realmente lo que merecen: sanción o libertad. Ahora bien, el drama social también pasa por las instancias administrativas y judiciales en tanto no atenuaron y disminuyeron la conflictividad al no declarar, conforme a derecho, en tiempo y forma a los culpables e inocentes y prevenir actos presentes y futuros.
Y tercero, todo esto nos pinta a un agregado social argentino que como un puzzle a medio armar, de tonos claroscuros pintado por si fuera el caso por el gran Pablo Picasso, nos presenta a los civilizados de siempre desatando normas para justificar la negación de la humanidad y el respeto por íntimo, por lo público, por el otro, y por la paz social.
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A mi modo de ver entonces, si reutilizamos herramientas de la historia, la sociología y las ciencias políticas podemos, neologismo mediante, aventurar que nos encontramos con múltiples ejemplos de la "barvariedad" configurada por aquellos que están educados, institucionalizados, formalizados, integrados, conectados, económicamente activos y en blanco, con red, con contactos, con algún grado de estabilidad económico financiera, o con los civilizados, diríamos aquí para simplificar y no por ello dejar de dar cuenta de tantos contra sentidos.
Paradoja si las hay, que quienes tienen acceso a los activos económicos, educativos y culturales nos retraigan a situaciones de toda clase de variedad de barbarie sin sentido y sin explicación razonable que nos permita entender como es que pasamos de accidentes o controversias sobre nuestras costumbres a situaciones de emergencia y escándalo en las puertas de una nueva década.
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También, no hay que olvidar que el oxímoron de la barvariedad de los civilizados nos permite ver cuanto la impunidad caló hondo y corrompió valores y reglas generales de actuación social. Así, la variedad de casos de público conocimiento -durante el resto del año: otoño, invierno, primavera- conviene rememorarlos para dar cuenta de su real magnitud: delitos de corrupción ante la administración pública, delitos tributarios y financieros a gran escala, represión al margen de la ley, barrabravas en el deporte, ataque a menores y mujeres, depredación de ecosistemas y animales en extinción, etc.
En definitiva, todo esto muestra que la responsabilidad institucional e individual colapsa cada vez más rápido y es cada vez más líquida sociológicamente hablando, y con ella también, todo vestigio de ciudadanía que ejerza valores de ejemplaridad, tolerancia y cuidado o aversión al riesgo, conduciéndonos entre todos a un escenario sin retorno, de vida temerosa, con brutalidad, sin empatía y con apatía respecto al consenso pactado o contrato social que nos define como república democrática.