OPINIóN
Elecciones 2019

Un debate que no fue tal

Los interesados en el coloquio político hubiésemos deseado una mayor interacción entre los candidatos, alternando el uso de la palabra.

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Otras vistas del debate y los moderadores. | PrensaDebae 2019

En el año 2016, el Congreso de la Nación modificó la Ley 27.337, estableciéndose así la obligatoriedad de los debates presidenciales en la Argentina. La normativa actuó como consecuencia del primer debate presidencial del año 2015, en el que Daniel Scioli, candidato del Frente para la Victoria, decidió no participar de la disputa. En aquel entonces todos celebramos la iniciativa imaginando que sería un verdadero punto de inflexión a la hora de presenciar el intercambio de opiniones entre los candidatos.

Un verdadero debate permite la difusión de las ideas y plataformas y el intercambio entre los candidatos, algo que no ha ocurrido este domingo. No se puede llamar debate a esta pantomima en donde los postulantes no intercambiaron opiniones sino que se limitaron a dar visibilidad a sus análisis políticos de la actualidad y a difundir sus propuestas, las cuales bien vale reconocer que han brillado por su ausencia, en términos generales. Claro que es bienvenida la realización de este tipo de “debates” pero, sin dudas, serían más fructíferos si el respetuoso intercambio de posiciones convive con la difusión y desarrollo de los planes de gobierno. No obstante, algunas dudas quedarán en el tintero sobre cuanto sirven realmente estos debates a los candidato: ¿Ayuda a los postulantes o los perjudica tanta exposición mediática?

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Como ocurre en la disléxica política argentina, todos los candidatos se sintieron vencedores de la contienda. Es una usual práctica que tomo mayor frecuencia con los análisis electorales en las épocas de Néstor y Cristina. Esa triunfante postal parece subestimar a los ciudadanos, como si éstos fueran ingenuos y no hayan percibido la prepotencia de Alberto Fernández, la ausencia de propuestas de todos, las constantes e incomprensibles referencias ecuatorianas de Del Caño, la monotonía discursiva de Roberto Lavagna y tantas otras cuestiones más. Este tipo de debates solo les sirven a los candidatos como Espert, Del Caño y Gómez Centurión para obtener un mayor grado de visibilidad en un plano federal, dado que todos ellos han obtenido más votos en la Ciudad de Buenos Aires que en el interior del país.

Estos debates despiertan mucho interés en el público más politizado, paradójicamente, el nicho que más definido tiene su voto y, poco y nada, en el resto de los ciudadanos. Es mínimo el efecto que genera en el cambio de la intención del voto. Los interesados en el coloquio político hubiésemos deseado una mayor interacción entre los candidatos como suele ocurrir, por ejemplo, en Estados Unidos, donde los postulantes van alternando el uso de la palabra sobre los distintos tópicos con un mayor grado de tensión. Resulta utópico tan solo imaginar ello en un marco republicano de respeto en un país en donde reina la lógica futbolera de la política.

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El debate simuló más la lógica antigua unidireccional de los medios tradicionales de comunicación y gambeteó la concepción multidireccional, en donde los candidatos no solo se dirigen a la audiencia y los televidentes sino que intercambian opiniones entre ellos. Con las reglas tan detalladamente estipuladas desde un principio, desde la participación de los moderadores hasta los temas abordados y la ubicación en el escenario, los candidatos no tuvieron mucho margen de espontaneidad y se limitaron a lo extremadamente ensayado –como el caso de Fernández y Macri– o lo curiosamente no ejercitado –como el caso de Gómez Centurión o el propio Lavagna–. Bajo este paradigma, pensar que, porque los candidatos solo tengan una hoja en blanco y una lapicera obtienen mayor nivel de espontaneidad es ridículo.

La Real Academia Española define la palabra debate como controversia en una primera apreciación y como contienda, lucha y combate, en un segundo plano. Para la existencia de algún grado de controversia debe existir una discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas, algo que no se vio este domingo, salvando alguna chicana, más propia de la arena twittera que de un debate entre aspirantes a la presidencia de un país. Dada la reciente historia argentina, obviamente es bienvenida aquella propuesta de 2016 pero sería más saludable que se profundice esta metodología con las reglas de un verdadero debate, donde prime la confrontación de argumentos y la posibilidad de evaluar las reacciones de cada uno de los candidatos. Solo así eludiríamos el potencial peligro de que estos debates se tornen irrelevantes.