Se habla todo el tiempo de la pandemia como un hecho mundial, pero simultáneamente se trata de un fenómeno singular al que debería prestársele mayor atención.
Cómo le afecta a cada ser humano, si bien inmerso en un mundo, en un país, en una ciudad, en una familia, por sobre todas las cosas bajo su propia piel, con un cuerpo y una mente que deben responder a este drama con sus propios recursos.
Y allí el coronavirus deja de ser solo una peste general para constituirse en una enfermedad puntual que interpela a lo más íntimo de cada persona.
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Ya no debe de quedar sobre la tierra ser humano que no haya sido afectado por las consecuencias del coronavirus, sino físicas, seguramente mentales. Imposible salir indemnes de tantos meses de vivir bajo la permanente atmósfera del coronavirus y sus toxicidades.
Nos defendemos para no enfermar ni morir, pero aun así la peste se cuela por las redes, entre las noticias, en los diálogos, en las calles, intoxicando nuestros pensamientos y por lo tanto todas las áreas de la vida cotidiana.
Y al malestar de cada día se le suman los efectos postraumáticos de todo lo vivido desde el inicio de la pandemia. Y sabiendo que la nueva ola es mucho más virulenta. ¿Nos quedan fuerzas? ¿Qué posibilidades tenemos para amortiguar los efectos?¿Cómo recuperarnos y hacerle frente a la prolongación de la pandemia?¿Se puede hacer de este drama universal una posibilidad de aprendizaje y crecimiento personal?
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Estamos en el impasse que impuso la peste que divide el ayer (eso que mal llamamos normalidad) y el incierto mañana. ¿Qué podemos hacer entonces? Como si estuviéramos en medio de un puente, intentemos hacer el trabajo de mirar hacia atrás, contemplarnos en el paisaje de ese pasado reciente y preguntarnos cómo veníamos viviendo, cómo era nuestra vida antes de la presencia del coronavirus. Tal vez en este momento reflexivo y crítico encontremos algunas formas que veníamos practicando “mecánicamente” en el fluir inconsciente de la rutina y que no sumaban, o peor aún, que nos afectaban, que no nos permitían disfrutar de la vida que hoy queremos preservar.
¿Será que lo más terrible se aprende enseguida como dice Silvio Rodríguez en su canción? A lo mejor es verdad eso de se toma verdadera consciencia del valor de la vida cuando la misma está en riesgo o cuando vemos sufrir y morir a nuestros seres queridos; quizá otro de los tantos comportamientos absurdos que tenemos los seres humanos.
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Toda enfermedad, como todo síntoma o malestar, es una conmoción en la personalidad porque se ven resquebrajadas las paredes de la rutina, se altera la zona de confort, se desarma el equilibrio y el bienestar alcanzados. Pero a su vez puede significar, si así nos disponemos, un mensaje de nuestro inconsciente para presentarnos una posibilidad de cambio, para rectificar el modo de ser y de estar, para encontrar nuestra mejor versión, para alcanzar, en definitiva, un vivir mejor. ¿Esa “normalidad” previa a la peste, esa rutina que sosteníamos, era beneficiosa para alcanzar la plenitud, para desplegar todas nuestras potencialidades y posibilidades reales de ser felices y gozar de la vida?
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La peste le habla al mundo pero también es un mensaje cifrado para cada ser humano. Toda situación límite que nos toque transitar puede ser un evento para reconectar con lo más profundo de nuestro ser. Nunca tenemos que desaprovechar lo que nos altera para repensarnos y hacernos una pregunta fundamental: ¿cómo quiero vivir de ahora en adelante? Este nuevo caos signado por las acechanzas del coronavirus nos obligó a una readaptación para sobrevivir, por lo tanto qué mejor que incorporar esta flexibilidad obligada para desarrollar una nueva forma de vida, más en sintonía con nuestros deseos más genuinos. Aprovechar del coronavirus, del baldazo de conciencia acerca de la finitud y la vulnerabilidad que habíamos olvidado, para reaprender a vivir y a convivir, para rendirle un homenaje real a esta oportunidad de seguir vivos.