“No quiero salir. Afuera hay un cuco que enferma”, me dijo una niña en análisis a través de la pantalla de su celular en la consulta virtual. La frase me quedó resonando, resultó una metáfora que puso en evidencia lo que está sucediendo no solo en la niñez sino en el resto de las etapas de la vida. Hay que regresar a la calle, a la vida exterior, conviviendo con las nuevas formas que impuso la pandemia: el cuco invisible. El miedo es el síntoma de la época. La pandemia vino a potenciar las vivencias de temor ya existentes frente a la emergencia climática, la crisis económica y las diversas formas de la violencia, generando mayor inestabilidad subjetiva. El miedo básico de cada ser aumenta como consecuencia del temor colectivo que también se expande y contagia. Se habla cada vez más de distintos miedos, de ataques de pánico, de terror al futuro, de un planeta que se está agotando.
El miedo tiene sus raíces en la inseguridad. Para contrarrestarlo, cada ser humano crea sus propias zonas de confort: lugares y circuitos que le bridan seguridad. El miedo funciona como una alarma, despierta cierta angustia como mecanismo defensivo para intentar preservarnos de un peligro real o imaginario. El miedo, se podría decir, se viste de angustia. Pero el miedo es, como otros sentimientos o síntomas, singular, nunca es el mismo para cada persona. Cuanto más intensa sea la sensación de miedo y más perdure en el tiempo, mayor será la desorganización del bienestar y equilibrio psicofísica y social alcanzado.
Adolescentes en cuarentena: consecuencias psicológicas
El miedo es una emoción primaria, como la ira, la alegría, la tristeza, el asco. Está en todas las culturas y en cada etapa de la vida. El miedo crea un mapa, un recorrido que invita a moverse solo dentro de la casa, y si es por fuera, por unos sitios sí y por otros no. Hay miedos universales, como a la oscuridad, a las enfermedades, a la muerte o los fantasmas; y otros que son particulares, producto de vivencias personales. El poema de Jorge Luis Borges El amenazado, inicia revelando: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.”. Se trata del miedo al amor. El amor como una amenaza de la que el poeta –o el personaje creado por él–, tiene que defenderse. Porque muchas veces la sensación de miedo sucede ante un hecho que reactiva un recuerdo, una huella mental de una situación traumática vivida en el pasado.
Siempre y cuando no sea paralizante, que sería su forma negativa, el miedo puede ser un dispositivo a favor de la vida, para preservarnos, para sobrevivir, para no enfermarnos, advirtiéndonos de un posible peligro. Pero hoy el miedo singular está incrementado por el contexto social. Es esperable sentir miedo ante un mundo externo novedoso e incierto, y todavía muy ligado a la posibilidad de un contagio que puede ser mortal. Es el miedo, como síntoma de la época, un conglomerado entre vivencias personales y epidemias colectivas que se multiplican como milagros de un demonio. Se sabe que el miedo puede ser una herramienta de control de las personas. Quien sintiendo miedo no se anima a salir, no solo a la calle sino de una relación tóxica, pone en riesgos su salud mental y la calidad de su existencia. Ante la vivencia de miedo, el ser humano puede huir de un lugar, para defenderse; o todo lo contrario, quedarse paralizado.
La lógica del miedo en tiempos de pandemia
El miedo crea paredes, expresaba una frase escrita en el cerdo inflable que soltaron sobre la multitud en un concierto de Roger Waters. Es tiempo de romper esas paredes. ¿Pero cómo? Frente a un escenario social novedoso, signado por el coronavirus y sus efectos, es lógico ser prudentes, salir, si se puede, despacio. Ponernos a prueba. Avaluar cómo nos sentimos. A las niñas y niños preguntarles cómo se sienten, explicarles cómo continúa la pandemia, no creer que ya se les dijo todo. Lo mismo con las y los adolescentes, que muchas veces no expresan lo que sienten, abrir el juego del diálogo. Al miedo se lo comienza a enfrentar, y muchas veces así va perdiendo su potencia, comprendiéndolo como un hecho de la vida, preguntándonos a qué le tememos, poniéndole palabras, contándole a algún ser querido lo que nos pasa, lo que sentimos. Se le suele tener miedo a una situación actual y a lo que podría suceder. Los animales también sienten miedo, pero los seres humanos contamos con la razón y la lógica, la reflexión interior, que nos ayudan a discernir la verdadera naturaleza y dimensión del miedo, que muchas veces es ante un hecho imaginario que se siente como real. Una paciente que en invierno salía de madrugada a trabajar, me contó que se cruzaba de calle porque le temía a un vecino que se asomaba a espiarla; cuando llegó la primavera, y la luz de la mañana ya no resultaba una amenaza a su seguridad, se dio cuenta de que el vecino temido en realidad era la sombra de una planta. Muchas veces proyectamos el miedo interior y diseñamos nuestro propio mundo hostil.
El ser humano ha sacrificado una parte de su posible felicidad en pos de procurarse seguridad, señala Freud en “El malestar en la cultura”. Pero como podemos constatar cada día, la seguridad es fallida. Transitamos por una sociedad que potencia el miedo primario porque la supervivencia no depende solo de cada ser. Tenemos que cuidarnos también de los demás. Cada ser humano puede cuidarse, pero del mismo modo necesita que lo cuiden, y eso está en duda. La inseguridad social, a la que hoy se le se suma el coronavirus, potencia el malestar en la cultura y el miedo a salir. Para sentirnos más seguros dependemos de un entramado cultural muy complejo. Frente a una sociedad en la que nos sentimos desprotegidos, que no inspira confianza, cada ser va diseñando su propia seguridad. Ojalá tomemos conciencia y que el miedo no nos deje como ladrillos en la pared.