OPINIóN
Reflexiones de fin de año

El milagro de sobrevivir al 2020: el año en el que la vida resultó el valor más preciado

Este año quedará tatuado en la memoria personal y colectiva como el de la pandemia. De las ilusiones y proyectos de vida truncados por el coronavirus que ubicó en primer plano a la enfermedad y la muerte.

Aislamiento
Aislamiento | Rottonara/ Pixabay

El 2020 quedará tatuado en la memoria personal y colectiva como el año de la pandemia. Pero también el de las agendas absurdas pobladas de actividades que no fueron. De las ilusiones y proyectos de vida truncados por el coronavirus que ubicó en primer plano a la enfermedad y la muerte, hermanas de sangre que en tiempos “normales” no queremos reconocer. Con el transcurso de los meses, y las renovaciones de las cuarentenas, fuimos tomando verdadera conciencia de la finitud, de nuestro ser mortal, porque la omnipotencia humana se vio agujereada, puesta en jaque mate por la peste. Pero como somos animales absurdos que sólo cuando la vida está en riesgo nace el deseo de preservarla, necesitábamos que llegara el Covid-19 para empezar a hablar y practicar el cuidado singular, social y planetario. Aún así, la toxicidad dominante fue expandiéndose generando una variada galería de síntomas psicológicos, propios del confronto con el miedo y el encierro. Y lo que parecía ajeno y distante se fue acercando, haciéndose real; “las balas están pegando cerca”, decíamos, sin demasiada consciencia; hasta que dieron en el blanco. Y comenzaron a tener rostros y nombres reales las estadísticas y los números, y quien no enfermó, tuvo o tiene a un ser querido contagiado, o más duro aún, muerto. ¿Cuántas muertes se cargó el 2020? Muchas. Demasiadas.

Y al tratarse de una situación inédita, desconocida, nadie nos pudo enseñar a transitarla, se hizo camino al andar. Fuimos haciendo ensayos, intentos desesperados sin ninguna Marie Kondo que nos enseñara a acomodar la vida desordenada, vivida dentro de las casas, asomados desde las ventanas virtuales pero con la peor ficción detrás de las puertas, en la realidad externa; la pesadilla apocalíptica desplegándose en el mundo, en el barrio, entre los seres queridos. El mundo atacado por un enemigo invisible, transformando el mundo, alterándolo todo. Ciudades extrañas y siniestras calles transitadas por seres de ojos desorbitados, sin narices ni bocas, distantes, temerosos. Año de los besos y los abrazos perdidos y de los viejos y las viejas en un vía crucis sedentario. ¿Y cuántas pérdidas más?

2020: preguntas al filo del final

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Y con los meses de confinamiento se instaló lo que llamamos el Síndrome de la cabaña, todos y todas dentro, y hacer de cada casa un refugio, un sitio para resistir el avance del coronavirus; desde luego quedaron exceptuados los trabajadores y las trabajadoras esenciales y los seres en situación de calle. Los hogares dejaron de ser un lugar de tránsito para pasar a ser albergues permanentes, pequeños mundos con sus posibilidades y límites. Hogares donde se tuvo que reaprender a convivir, donde las soledades fueron más solas y las parejas y las familias redescubriéndose en el amor o en el espanto. Para muchas mujeres en la solución #quedateencasa encontraron su problema, incluso su muerte, pero no precisamente por efecto del Covid-19 sino por las acciones de los hombres violentos. Porque además, como si fuera poco, la pandemia desnudó e incrementó las violencias y las desigualdades sociales. De un lado Ramonas hacinadas y sin agua potable; y del otro Menganos con ambientes amplios, heladeras llenas y ahorros disponibles. Así como no hay enfermedades sino enfermos, la peste no afectó con equidad, fue una ola gigante que, dependiendo de cómo estaba parado cada ser, volteó a unos más que a otros.

La sensación de incertidumbre se instaló como el principal síntoma psicológico, de cara a un futuro difuso, impensado y temido. Las oleadas de la pandemia incrementaron las intensidades de angustias y de ansiedades no de un día para otro sino con el paso de las horas. Y alteraciones en el comer y en el dormir. En fin, una suma de malestares, síntomas, y en muchas cosas enfermedades, como consecuencia de las alteraciones en las zonas de confort, las costumbres adquiridas, o el equilibrio psicofísico y social alcanzados; y rearmarse nunca es sin consecuencias. Entonces algunos seres empezaron a hacerse algunas preguntas, replanteos existenciales. ¿Cómo venía viviendo antes de la pandemia? ¿Era feliz? ¿Disfrutaba de la vida? ¿Cómo quiero vivir de ahora en adelante? Preguntas fundamentales para hacer de este drama el campo propicio para la reflexión que posibilite los cambios necesarios para alcanzar una existencia más saludable. Pero en esta convivencia injusta y diversa, también hay quienes con la panza vacía o atravesados por la enfermedad, sólo se pueden preguntar si queda algo para comer o chances de seguir con vida.

El miedo crea paredes

¿Cómo convivir con la peste y sus efectos en este afuera tan distinto? Estamos transitando una suerte de puente que viene de ese ayer no tan bueno, que nos arrojó a este caos, y vamos tambaleando camino al futuro de las máximas incertidumbres. Tiempo del Síndrome de la postcuarentena. De salir a reconquistar la vida externa, con los temores y las inseguridades adquiridas, con la inestabilidad a cuesta, para entender lo que está sucediendo en ese afuera e implicarse en los cambios propicios para la construcción de un mundo mejor. Salir, a pesar del malestar, de las alteraciones emocionales, con el miedo a la enfermedad y con la paranoia del contagio activo aún, y quién sabe por cuánto tiempo más. Pero salir del agujero interior, del encierro alienante, porque la vida merece ser vivida a pleno, desde luego que con los cuidados aprendidos para no contagiarnos ni contagiar. Contagio, el verbo más dicho y conjugado durante el 2020. Ojalá puedan contagiarse el amor, la verdad, la justicia, el respeto y la solidaridad. Solo de este modo podríamos darle la razón al refrán que sentencia que no hay mal que por bien no venga.

Y como si fuera poco, en el bingo perverso en el que se rifan las muertes, una voz maldita cantó Maradona, para arrebatarnos al héroe que nos había acostumbrado a su resurgir de entre las cenizas, a levantarse del césped tras una patada, como de la vida luego de otros golpes. Pero esta vezD10S ha muerto de verdad, porque mal que nos pese, era más humano que divino, como todos y todas. Porque somos así, una mezcla rara de animales y humanos, de diosas y dioses marcados por la imperfección.

Mi vieja y el personal de salud en el planeta del coronavirus

¿Y qué nos puede enseñar el 2020? Que tal vez nos preocupábamos por cuestiones que ahora resultan banales. Que siempre acecha lo impredecible. Que somos vulnerables. Que la salud es el bien más preciado. Que la finitud es nuestra marca de fábrica. Que nacemos con vencimiento pero desconocemos la fecha. Que el tiempo pasa, inevitablemente, que vamos envejeciendo, pero que cada día vivido es una bendición, porque somos sobrevivientes no solo del coronavirus sino de otras enfermedades, accidentes, pesticidas, bombas atómicas, Cromañones, Sarmientos sin freno, meteoritos, asesinos, femicidas, locos y terroristas.

No sé si las vacunas que empiezan a circular son realmente efectivas, si hay una nueva cepa más letal, si vienen otras pestes, o si el planeta estallará en mil pedazos. Pero mientras tanto no bajemos los brazos, porque si estamos vivos hay posibilidad de cambio. Y quizá podamos sanarnos y sanar a los demás y a la madre tierra. Cuidarnos y cuidar. Disfrutar de los instantes. Hacerle frente a los malos momentos. Valorar las buenas compañías y el milagro del amor. Y por sobre todas las cosas, no perder el entusiasmo, hacer proyectos, perseguir algunos deseos. Sólo de este modo estaremos verdaderamente vivos y no muertos en vida, que es más duro que morir.