OPINIóN
A 40 años de la guerra

Por fin, un debate directo sobre Malvinas

El sustancialismo y el territorialismo con que mis amables contrincantes enfocan la cuestión Malvinas nos conduce por un camino equivocado, que profundiza nuestro aislamiento internacional y un injustificado resentimiento.

Islas Malvinas
Islas Malvinas | Telam

Destacados especialistas de la escuela ortodoxa de la cuestión Malvinas, como Facundo Rodríguez y Marcelo Kohen (en adelante R&K), han abierto el debate público con los pocos ciudadanos que, ni destacados ni especialistas, desde hace años defendemos una posición heterodoxa en el tema. Quizás la demora en plantearse el debate sea consecuencia de que los especialistas ortodoxos no están acostumbrados a que algún argentino les discuta, les resulta inconcebible que alguien ose poner en tela de juicio sus verdades inconmovibles.

La fe en el carácter sacro de la causa Malvinas se hace patente en cuán próximos están de imputarme herejía. El conocimiento tan refinado de la cuestión jurídico-política de Malvinas de los doctores R&K debería hacer propicia la mesura, porque cuanto más se sabe más se puede ir a los argumentos y no a la descalificación del contrincante. Por el contrario, estos distinguidos estudiosos no vacilan en abrir su artículo exhibiendo su irritación: “Vicente Palermo insiste una vez más en sus posiciones críticas sobre la reivindicación argentina”. Y lo cierran sembrando dudas sobre mi compromiso ciudadano: “El artículo de Palermo, cuya posición favorable al Reino Unido es conocida, muestra la preocupación de quienes ven en la política activa de la República de Mauricio una amenaza a su intención de mantener el statu quo y el inmovilismo en el caso Malvinas”. Atribuirme una posición favorable al Reino Unido revela que a R&K les fastidia leerme. Endilgarme la intención de mantener el statu quo en Malvinas también muestra apatía y extravagancia. Pero, sobre todo, ellos son la patria, y yo la antipatria. Podrían haberlo dicho con todas las palabras.

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No me intereso en defender los intereses británicos, que con su pan se los coman; sino que defiendo de buena fe, tal como sin duda lo hacen mis oponentes, el interés nacional. Apenas que ellos y yo tenemos ideas distintas sobre: qué es el interés nacional, en qué consiste dicho interés en esta cuestión, y cómo se lo defiende mejor. La ortodoxia malvinera no se concilia bien con el ideal de la mejor argentina (a mi juicio): el patriotismo republicano. El sustancialismo y el territorialismo con que mis amables contrincantes enfocan la cuestión Malvinas nos conduce por un camino equivocado, que profundiza nuestro aislamiento internacional y un injustificado resentimiento.

Nuestra obsesión por la soberanía territorial nos cobra un precio absurdamente elevado. Hay valores que están por encima del territorialismo. Doy un pequeño ejemplo que seguramente dará pasto a las fieras. No defiendo al Reino Unido, pero sí defiendo a los malvinenses, y creo que habría que dejarlos en paz para que decidan lo que quieran. No se trata de “autodeterminación”; ríos de tinta se han dedicado desde hace décadas a demostrar que los malvinenses no pueden “autodeterminarse”, pero el esfuerzo es fútil: ese límite está fijado en la Resolución de la Asamblea General 2065 (1965). Desde entonces la “autodeterminación” es un hombre de paja porque es muy fácil atacarla, sin agregar nada. 

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El meollo de la cuestión es otro: una decisión política de los dos estados que se consideran con derechos soberanos; no hay nada que les impida establecer un arreglo de largo plazo que confiera voz y voto a los malvinenses en la cuestión. No hay una forma más perfecta de tomar en cuenta los intereses (como reza la resolución 2065) de los isleños que preguntarles qué quieren. Por supuesto, ya sabemos lo que quieren (probablemente muchos lectores desconozcan que la resolución 2065, textualmente, se encuadra a sí misma como “la aplicación de la declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales concernientes a las Islas Malvinas”).

Pero por encima del territorialismo argentino hay otros valores apreciables: el desarrollo pacífico y sustentable de la región, una mayor integración al mundo, el pluralismo político y la valoración de la diversidad que buena falta nos hacen, cambios promisorios en nuestra cultura política, en nuestros modos de rememorar la historia, un cambio identitario que nos reconcilie con nosotros mismos, que los aleje del territorialismo nacionalista y nos afirme en el patriotismo republicano, una recuperación genuina de nuestra autoestima. Probablemente argumentar así frente a mis gentiles debatidores sea estéril. Quienes encarnan el dogma ¿tienen oídos para los heterodoxos?

Mejor conversemos, derecho viejo, con todos los lectores, de cualquier pelo y laya. Nuestros expertos R&K destacan – ¡otra vez! – la incorrección de aplicar a Malvinas el derecho de autodeterminación, alegando que los isleños son una población implantada. Se remiten a acontecimientos que tuvieron lugar hace dos siglos, y disponen que Gran Bretaña actuó de modos "contrarios al derecho internacional de la época". Gran Bretaña habría perpetrado "la ruptura de la integridad territorial de un país". ¡Se les olvida decir que en 1833 ese país no existía! Omiten que potencias marítimas de la época, imperiales si se quiere, como los Estados Unidos, Francia, España, no reconocían soberanía por parte de la provincia de Buenos Aires. Pero lo más importante es que los títulos y credenciales que argumentan tener los británicos fundados en la historia no son ni más débiles ni más fuertes que sus correspondientes argentinos.

Los historiadores británicos no son menos serios, y la sucesión de acontecimientos de 200 años atrás está cubierta, ella sí, por un manto de neblina. Los británicos arguyen no haber expulsado población argentina en 1833, haber protestado contra el envío de una guarnición, y que entonces no había una población argentina originaria ni autoridades constituidas. Esos historiadores ponen también en tela de juicio la continuidad del reclamo argentino, al considerar la Convención de Paz con Gran Bretaña (Tratado Arana-Southern, 1850) como equivalente a un punto final a cualquier reclamo argentino.

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Atención: no opino sobre el valor jurídico de estas interpretaciones de los hechos. Estoy afirmando que, contrariamente a nuestra ortodoxia, no es obvio que las credenciales argentinas sean perfectas e incontestables. También parece frágil la objeción contra la “población implantada”. No hubo – sostienen los británicos - una política poblacional británica, y la población local se fue formando al sabor de las circunstancias, que incluyeron ya desde 1840 contingentes hispano parlantes y decenas de argentinos. La argumentación contraria a la autodeterminación basada en una implantación es cuando menos dudosa. No se trata de cuestionar un valor jurídico que es inseguro de ambos lados, sino de enfatizar que no tiene sentido una equiparación (con Chagos) edificada sobre pilares tan endebles.

La réplica con la que me honran R&K es, por todo esto, curiosa: en mi artículo contrastando Malvinas y Chagos no me ocupo de la autodeterminación, y la palabra es empleada una sola vez, ya que forma parte del léxico político de los malvinenses. De lo que sí me ocupo es de destacar las sustanciales diferencias en nuestro tiempo, no hace 200 años, entre una población – la de Chagos – que es favorable a la reincorporación del archipiélago a Mauricio, y otra – la de Malvinas – cuyas preferencias son bien conocidas y los argentinos deberíamos comprender mejor. Cuando R&K sostienen que “En ambos casos no se trata de dejar a los habitantes de los territorios en cuestión la decisión sobre la soberanía: esto le corresponde tanto al pueblo de Mauricio en su conjunto, como al pueblo argentino”, me parece que sin advertirlo se están pegando un tiro en el pie. Destruyen la carta diplomática más valiosa con que cuenta el estado argentino (para llevar a cabo una política territorialista que yo no comparto), la resolución 2065.

Tal resolución dispone que la Asamblea General invita a los dos gobiernos “a proseguir sin demora las negociaciones recomendadas por el Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales a fin de encontrar una solución pacífica al problema… así como los intereses de la población de las Islas Malvinas.”

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Claramente, la resolución se refiere a los gobiernos; traer a cuento, como hacen R&K, “tanto al pueblo de Mauricio en su conjunto, como al pueblo argentino”, es lo que a mi juicio no debe hacerse, fundir la cuestión diplomática con la causa nacional. Pero además, es un modo de sentar en la mesa al pueblo británico, algo llamativo dado que según R&K ¡quien defiende los intereses británicos soy yo! Con esa frase escrita quizás a las apuradas los doctores R&K están armando un desbarajuste que no lleva a buen puerto a nadie, y que parte de un sobreentendido nada correcto a mi juicio, ya que cuando la Resolución 2065 habla de “la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales concernientes a las Islas Malvinas” no se está refiriendo ni al británico ni al argentino.

La mezcolanza no termina ahí. En el afán de refutar mi opinión según la cual entre Chagos y Malvinas hay diferencias insoslayables, mis críticos afirman que es el “despojo” británico perpetrado en 1833, “el vicio de origen… que ha llevado a que la Asamblea General no considere a los actuales habitantes de Malvinas como un pueblo sujeto a la libre determinación”. Me atrevería de sugerir que R&K saben aún mejor que yo que esto no es así. La posición de la Asamblea General no se fundó en 1965 en ningún vicio de origen, sino simplemente en que, como la propia resolución 2065 constata, las islas estaban ya bajo una disputa por la soberanía. Es la peculiaridad que se hace nítida en la resolución, y que limita por omisión la “autodeterminación” introduciendo, con un malabarismo un tanto estrafalario, pero diplomáticamente brillante, el término “intereses”. Inevitablemente ambiguo, no impide que ambas partes gubernamentales pregunten a los isleños qué diablos quieren.

Mis oponentes se escapan un poco de estos problemas. Por ejemplo, el Comité de Descolonización de Naciones Unidas no es mencionado. Ese comité tiene capacidades jurídicas limitadas: puede monitorear el proceso de descolonización y emitir sugerencias. Carece de alcance resolutivo. Pero, políticamente, su gravitación es enorme. Sin embargo, sobre Malvinas, año tras año emite más o menos el mismo mantra, que en la práctica es la reedición de la Resolución 2065. Eso y nada es lo mismo. ¿Quiénes se preguntan por qué, ni siquiera en el Comité de Descolonización, Argentina puede conseguir algo más en terreno diplomático? Ese terreno no es favorable. La perspectiva histórico política es muy distinta a la de 1965 en el mundo de las ONU: la base territorialista de los 60 ha sido sustituida por una base poblacional (llámese autodeterminación o no). Nuevos vientos dan otro sentido a viejos textos. Encima, la guerra de 1982, un acto de agresión reciente. Si la Argentina no puede conseguir, pongamos, que el Comité de Descolonización respalde un pedido a la Asamblea General para que esta solicite a la Corte Internacional de Justicia una opinión consultiva, algo está fallando. Afirmaciones como las de mis debatidores, “La Argentina, al igual que Mauricio, cuenta con el apoyo de la comunidad internacional y con la justeza de su posición” suenan un pelín autorreferenciales. El final del artículo es enigmático: “Es hora de que la Argentina utilice todos los medios que el derecho internacional pone a su disposición.”. Para la diplomacia ortodoxa me temo que esto podría ser desastroso. Si la Argentina solicitara una votación en la Asamblea General para que esta hiciera su pedido ante la Corte, y la votación fuera adversa, la Resolución 2065 se convertiría en papel mojado.

* Vicente Palermo es politólogo, miembro del Club Político Argentino