OPINIóN
Pospandemia

¿Qué aprendimos y cuánto cambiaremos?

La profunda crisis que vivimos puede generar un aprendizaje que lleve a cambios duraderos que refuercen la resiliencia de la sociedad.

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Pobreza. El sistema social debe aprender de desastres pasados para el futuro. | shutterstock

“Desde el mediodía hasta las tres vimos todo aquello que se puede ver de una batalla, es decir, nada”, escribe Henry Beyle, más conocido por su seudónimo Stendhal, refiriéndose a la batalla de Waterloo, en la que acompañó a Napoleón.

Mirar desde adentro las crisis cuando éstas suceden suele aportar confusión, como la niebla en las batallas. Recordarlas después tampoco es garantía para entenderlas. Las crisis saquean la nor­malidad, con la tendencia casi inescapable de señalar “culpables”, en un intento frustrado de que sean más predecibles o controlables. Hasta las propias víctimas muchas veces ocupan ese sitial de culpabilidad.

Mutaciones. Tras las crisis algo o todo se rompe. Algunos tipos de rupturas se presentan como cambios a largo plazo y no como conmociones transi­torias. Yossi Sheffi, experto en logística y resiliencia de empresas, sostiene que hay cambios que lle­van al cambio permanente. Vale decir, mutaciones irreversibles. Y ahí es importante el grado en que el sistema social es capaz de organizarse para incrementar su capa­cidad de aprender de desastres pasados a fin de protegerse mejor en el futuro y mejorar las medidas de reducción de los riesgos

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El modo en que se responde a esos cambios define la capacidad de resiliencia de una institución. La magnitud de la crisis se asocia, intuitivamente, con la capacidad de aprendizaje social o institucional. Se afirma que es sabio aprender del fracaso. Pero esa relación no es causal sino más bien azarosa. Quizás de eventos mayores se desprendan mayores oportunidades de intervencio­nes de reforma una vez sucedidos, especialmente en situaciones de desas­tres o catástrofes. Quizás… 

Aprendizaje. Muchos factores dificultan el aprendizaje: alta conflictividad y polarización en torno a creencias; la pertenencia de la dirigencia a mantener algún modo de statu quo y un error de apreciación que implica decidir en base a la “compasión” si es que hay afectados, antes que tomar importantes decisiones, así como la confusión para entender e interpretar eventos variados o multicausales. 

Generalmente, una crisis implica aceleración y cambio sin aprendiza­je. Hay una muy débil integración de la experiencia humana adquirida y un muy fuerte desperdicio de esta experiencia en gran parte derrochada en cada generación ensaya el gran pensador Edgar Morin. De hecho, los cambios prematuros son más bien unilaterales y rígidos.

Aparecen tentaciones. Una, de cortísimo plazo: posarse sobre los males que han de remediarse en desmedro de las metas que se deben perseguir. El objetivo se basa en la intención de diferenciarse rá­pidamente del pasado malo. Un efecto político de shock y contraste. 

Otras veces, la diferenciación con el pasado toma otro cariz, menos caprichoso, y se asemeja al kuuki, término japonés que refiere a la at­mósfera creada como una presión social, política y psicológica fuerte que lleva a actuar. Podría llegar a la categoría de presión ineludible para un/a líder, según lo explica el académico japonés Ito Youi­chi. Veamos lo que pasó con las aperturas o flexibilizaciones, por ejemplo. 

Y una tercera tentación es creer que salir de una crisis, ganar una elección tras un proceso crítico, significa ganar un plebiscito para mo­dificar un espíritu de época, el zeitgeist, el clima cultural dominante que define una era o sentido de un período particular en la historia. Lo que sigue de un cambio cultural. Y bien se sabe que no es así.

Sistema político. En parte, el aprendizaje tras una crisis, especialmente cuando trae aparejado cambio político, depende de la capacidad de aprendizaje del sistema político que se da desde la experiencia, la explicación y las cualificaciones. La experiencia significa mirar hacia atrás y modificar, no permane­cer inmutable. Presupone haber estado expuesto a una crisis, memoria sobre eso, reconstrucción ordenada de eventos y acciones. Un modo de “no” aprendizaje tras una crisis es dejar pasar el tiempo y otro, sobreestimar un hecho posterior que tapa o minimiza la lección previa. Es una búsqueda racional científica sobre lo que pasó. Muchos cambios se hacen solo porque lo anterior salió mal y toman forma de enérgicas apariencias públicas sin constituirse en al­gún modo de aprendizaje. Se necesitan revisar dogmas de una dirigencia formada en una época desactualizada en función de nuevas complejidades. Nuevas problemáticas emergentes requieren del aprendizaje de nuevas técnicas.

El miedo y la amenaza quitan rendimiento intelectual. No siempre hay memoria institucional del pasado. El aprendizaje inducido de las crisis no existe (salvo, curiosamente, de casos exitosos porque sus responsables tienen motivación a cata­logar sus acciones) o bien porque hay una disposición institucional a aprender. La Unión Europea abordó su gestión y alertó sobre los problemas logísticos, comunicacionales y de sesgos del comportamiento en las campañas de vacunación masiva tras la pandemia denominada H1N1. Pareciera que los resultados quedaron opacados por la ansiedad política.

También debiera disponerse una rendición de cuentas de lo actua­do. La mirada hacia atrás en busca de evaluación de responsabilidades y no tan solo de interpretaciones subjetivas. Las condiciones de la crisis afectan a los grupos pequeños que deciden. Hay miedo que merma el rendimiento intelectual, líderes que temen.

Futuro. Y, obvio, la consideración con respecto al lugar que se le otorga al futuro en el discurso de quienes lideran el cambio y no solo las respuestas mitigadoras y necesarias de un presente asfixiante (que ineludiblemente siempre hay que atender). Desde una mirada optimista, una crisis produce una oportunidad enorme: descongela formas arraigadas de pensamiento. Permite salirse de rutinas. Es favorable porque modifica o interpela la tendencia de los liderazgos que generalmente adoptan más bien estrategias con­servadoras antes que reformistas. Implica corrección dentro de las mismas líneas políticas y marcos de referencia organizativos que ya se tienen. No se modifican los sistemas de creencias. Se trata de sortear la crisis, sobrevivir y corregir, aunque no cambiando mucho respecto a una línea previa. No hay cam­bio institucional. Mucho de esta idea se refleja en las acciones denominadas de “sintonía fina”. Ajustes, correcciones, calibraciones.

Pero hay otro tipo de situaciones donde se pone el juego la concep­ción paradigmática de algún hecho o institución, y se aplica una con­cepción donde no solo se revisan estrategias y premisas sino también nuevas normas y valores organizativos. La crisis tiene aire de cambio, pero se conforma con pequeñas porciones, provoca el médico psiquiatra Jorge Daniel Moreno. Y ya que la propia crisis trae cuota de riesgos, no es bueno agregarle más. Arrojarse al vacío del cambio es dar un golpe de timón y asumir un riesgo extremo. Mucho cambio deposita a las personas en un cúmulo de sensaciones no previstas y para eso estuvo la crisis aportando incertidumbre. El cambio no necesariamente es sinónimo de cambio drástico siempre tras una crisis, pero si requiere de nuevas ideas, objetivos y el cambio puede ser en la institución y también en la sociedad. Para esto, no hay cambio sin nuevos acuerdos. Esa palabra es la síntesis de un aprendizaje profundo y duradero.

*Director de la Maestría en Comunicación de la Universidad Austral.

**Autor de “Cualquiera tiene un plan hasta que te pegan en la cara, Aprender de las crisis” y “Comunicación Gubernamental más 360 que nunca”.