Dos juicios celebrados casi en simultáneo sacudieron el escenario político por algunas semanas y fueron lo suficientemente paradigmáticos como para poner a prueba la configuración misma de nuestra democracia en general y la función de nuestro sistema judicial en particular.
Los hechos no se parecen en nada salvo en la existencia de un aberrante uso de la violencia y en que, en ambos casos, se rompieron los estereotipos criminales que habitualmente nuestros sistemas judiciales y medios de comunicación presentan a la sociedad. Esta vez, el joven, morocho, de barrio fue la víctima de la violencia callejera y no el blanco de ataques estigmatizantes por parte de las fuerzas de seguridad, la Justicia o los medios de comunicación. Por otro lado, la violencia doméstica encontró al fin una víctima tan inocente que ningún periodista, oficial o juez pudo dudar o activar sus prejuicios sexistas.
Tal vez sean estas características las que generaron una empatía generalizada de parte de amplios sectores de nuestro pueblo para con las víctimas y las que atravesaron las grietas de la ideología para generar una especie de solidaridad popular con las familias afectadas.
Lamentablemente, al centrar la discusión exclusivamente sobre la pena se deja pasar la oportunidad de discutir de forma democrática cuáles son los recursos colectivos –jurídicos y políticos– con los que contamos para comenzar a erradicar la violencia que nos atraviesa en estos casos y en muchos otros a los cuales no prestamos la debida atención. Mientras tanto, adquiere centralidad el poco novedoso discurso social que se basa casi exclusivamente en la venganza del sistema penal, cuando no en el sistema penitenciario y sus códigos de ultraje a los recién llegados.
Al mismo tiempo, el Poder Judicial se posiciona como el guardián de aquellas promesas incumplidas por la democracia, como ser la seguridad, la protección de los menores, de las mujeres, de los pobres, pero en las antípodas de la solución colectiva y apelando a identificación con la víctima y la demonización de los agresores, como si estos no fueran producto de la forma en la que llevamos nuestros asuntos en la polis.
Muchos sectores de la política y colectivos sociales comienzan a buscar soluciones en el proceso penal. La denuncia constante sobre la judicialización de la política se corre a un costado para pedirle al sistema judicial que resuelva en el caso pero con un alcance de política pública y que supla los debates pendientes en términos de violencia, consumo de alcohol, nocturnidad, uso por parte de la juventud del espacio público y nuevas masculinidades.
Paradójicamente, todo esto ocurre en el momento en el que el sistema judicial se encuentra en un estado de debilidad institucional producida por su falta de credibilidad: Allí, cuando se inicia el juicio político a la CSJN, mientras los colectivos feministas denuncian su inacción frente a los femicidios en aumento, mientras las víctimas de la inseguridad la señalan como la mayor responsable, es cuando nuestra sociedad recupera la fe en la Justicia y comienza a rezarle a un Dios en el que ya no cree, para que nos proteja de las monstruosidades que nosotros mismos generamos.
Nos resta construir consensos colectivos en torno a las políticas públicas de la democracia, que vayan más allá del monto de una pena. Lamentablemente, creo que al día siguiente de la decisión de otorgarles cadena perpetua a los rugbiers o a la mamá de Lucio y su pareja, todo quedará en el mismo lugar ya que ningún resorte comunitario se habrá activado para cambiar el estado de cosas que nos llevó a que tengamos estos casos en el seno de nuestra sociedad.
Frente a este escenario, nos queda recuperar la centralidad de la política en la planificación de la vida común, asignándole al derecho su correspondiente sentido de herramienta social para generar mejores condiciones de vida. Además, “rezarle” al Poder Judicial para que cumpla su función democrática de resolver conflictos en un marco de imparcialidad y haciendo cumplir las normas y la Constitución, nada más.
*Docente UBA Derecho.