Poco tiempo atrás, el humo proveniente de los incendios en las islas del Delta del Paraná llegó a Buenos Aires, ganándose así definitivamente un lugar en la agenda política y social.
Sin embargo, los dramáticos incendios en Victoria que inundaron de humo la vecina Ciudad de Rosario no son ninguna novedad: aunque logremos olvidar circunstancialmente la catástrofe ambiental que tiene lugar en el Delta del Paraná, nuestra Casa Común continúa sin recuperarse del daño que le provoca la acción del hombre.
Es sabido que la acción antrópica - es decir, la actividad que realiza el ser humano - modifica necesariamente el entorno que lo rodea. Ahora bien, lo que estamos viendo en el caso del Delta del Paraná es que la acción antrópica tiene evidentemente por objeto modificar las características de un entorno natural para fines non sanctos, vinculados directamente con un desarrollo económico excluyente y nocivo, que arrasa los ecosistemas y pone al hombre en el lugar de arbitrario dueño de la vida y de la muerte de todo lo que existe.
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Una de las hipótesis más probables sobre la razón de los incendios es la intencionalidad de los mismos, con el objeto de lograr la expansión de la actividad agropecuaria en la zona del Delta del Paraná. Esto surge de la información que ha obtenido el periodista Juan Chiummiento para el diario La Capital de Rosario: según datos del SENASA, la población ganadera en las islas tuvo un incremento del 46% entre 2017 y 2022, pasando de 130.992 a 191.662. Asimismo, según el mismo periodista, en ese período “se incrementó fuerte la cantidad de permisos de explotación solicitados al SENASA: de 436 en 2017 pasaron a 772 durante el último año”.
Esto nos plantea la necesidad urgente de repensar nuestras relaciones con el entorno que nos rodea. En el año 2015, el Papa Francisco entregó al mundo la encíclica Laudato Si, donde advirtió que la humanidad se encuentra frente a una crisis civilizatoria, que consiste en una verdadera crisis socioambiental. A su vez, en esta crisis civilizatoria, los que más sufren son los pobres y vulnerables, la mayoría de las veces por la codicia ilimitada e insaciable de quienes más tienen.
En este sentido, el Papa Francisco propone una ecología integral que sitúa al ser humano en armonía con la naturaleza. Para esto, invita en Laudato Si a revisar nuestra idea de la propiedad privada, proponiendo a la humanidad, en línea con la Doctrina Social de la Iglesia, acudir a la concepción del “destino universal de los bienes”.
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Esta concepción se puede resumir en que “la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. San Juan Pablo II recordó con mucho énfasis esta doctrina, diciendo que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno»” (LS 93).
Cuando Rosario no puede respirar por el humo y los ecosistemas sufren a causa de los negocios egoístas de algunos pocos, es bueno recordar que el bien común se encuentra por encima del lucro individual, y que no todo vale.
Es la única posibilidad de construir una Casa Común donde haya lugar para todos.
*Ezequiel Volpe. Investigador del Programa en Agua y Ambiente – Facultad de Ciencias Jurídicas (USAL).