En medio de la pandemia de Covid-19, escribió que “sería suicida” mantener la cuarentena por tiempo indeterminado. Consideró, además, que la prolongación del aislamiento obligatorio “puede terminar en una rebelión social”. Dejando el virus al margen, la reciente aparición mediática de Mario Firmenich, a cincuenta años de su bautismo guerrillero, habilita una mirada sobre algunos protagonistas de la década del 70.
En aquel contexto, hubo historias paralelas. Unos, si bien portaban armas, no comulgaban con la idea de hacer política con un fusil en la mano. Esta posición generó divisiones internas y alejamientos. Otros, en cambio, buscando emular a los movimientos insurgentes de América Latina, optaron por la lucha armada.
Unos formaron una organización que, quizá, despertó poco interés historiográfico. Los fundadores se juntaron en Setúbal, Santa Fe, el 1º de noviembre de 1968. El espacio juvenil fue una respuesta a la dictadura de Juan Carlos Onganía. Antes, en agosto de 1967, varios de esos militantes crearon una agrupación universitaria reformista.
Otros armaron la fuerza más numerosa. Con el tiempo, la misma será profusamente estudiada desde diferentes perspectivas. El grupo comenzó a gestarse a finales de los años 60 y alumbró a la vida pública anunciando el secuestro y la ejecución del teniente general Pedro Eugenio Aramburu. El militar, integrante de la autodenominada “Revolución Libertadora” de 1955, fue raptado el 29 de mayo y “pasado por las armas” el 1º de junio de 1970.
Desde lo ideológico, unos fueron afiliados que, en 1972, cuestionaron por arcaica a la conducción partidaria. Entonces se identificaron con el liderazgo de un dirigente bonaerense, alguien que llegará a la Presidencia de la Nación once años más tarde. Los otros, por su parte, aglutinaron a militantes que tenían a su líder proscripto y en el exilio. En esas filas había hijos de familias opositoras, parte de la primera resistencia, figuras del nacionalismo católico y sectores de izquierda.
Para la conducción, unos creyeron en un esquema colegiado, sustentado en el centralismo democrático. Otros, en tanto, edificaron una estructura verticalista y castrense, copiando el funcionamiento de un ejército regular. Allí no faltaron uniformes, rangos, degradaciones, etc.
Con el peso simbólico del lenguaje, unos ligaron su nombre a la vida y la paz. Otros, a su turno, se pensaron como “soldados” de un anciano y “cercado” general. Vociferaban la consigna “Patria o muerte”. Con buen criterio, escribiendo desde su exilio en Italia, Pablo Giussani los llamó “La soberbia armada”. Esa misma que, el 20 de junio de 1973, en Ezeiza, participó de la masacre.
El “setentismo” remite a un espacio temporal marcado a sangre y fuego. Una época en la cual, siguiendo a Graciela Fernández Meijide, unos y otros eran humanos, no héroes. Por entonces, estuvo en discusión el modelo de sociedad que se deseaba construir y la metodología empleada para ello. Unos reclamaban elecciones libres, otros querían tomar el poder. En ese marco, compartiendo una misma matriz generacional, la Junta Coordinadora Nacional y los Montoneros eligieron vías diferentes. Sin embargo, radicales y peronistas no fueron ajenos a la violencia. Por lo demás, la última dictadura persiguió, asesinó o hizo desaparecer a personas de ambos sectores.
Dice María Sáenz Quesada en su libro La Libertadora: “Corresponde a quienes trabajamos en la investigación y difusión de la historia no conformarnos con las versiones del pasado que se emiten desde cierto statu quo político, y contribuir en la medida de nuestras posibilidades a revisarla con la intención de comprenderla antes que juzgarla”. Pensando en los 70, este enfoque permite desacralizar hechos y protagonistas. También ayuda a entender que, en la militancia de esos años, no todo fue lo mismo.
*Lic. Comunicación Social (UNLP). Periodista.