OPINIóN
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De infiernos, memoria y cierta felicidad

El autor se refiere y analiza la novela Treinta y nueve metros, de Ernesto Espeche, recientemente publicada.

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Lectura | Free Photos / Pixabay

Al referirse a La divina comedia, al Dante, Jorge Luis Borges recuerda que “la poesía empezó siendo narrativa (…) que la épica es narrativa y en ella está el tiempo, hay un antes, un mientras y un después (…). Una frase de Homero, o de los griegos que llamamos Homero, dice en La Odisea que los dioses dejen desventuras para los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”.

Sobre la memoria, el demiurgo de Funes…nos avisa que “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Y alguna vez aprendí que para Marcel Proust, ella, la memoria, es un laberinto sin espacios amables ni reflejos acogedores, plácidos; tiende a ser obsesiva y estar a merced de estremecimientos.

Se me ocurre entonces que algunas narrativas, al menos una novela, la que me ocupa, seguro que comenzó como crónica y hasta apuesto el destino que en primera persona; nunca lo sabré. Y que la memoria es algo más, es esa inquietud rebelde que construye subjetividades individuales y colectivas, que para ser por necesidad debe trascender el recuerdo vago, y cuando no lo logra entonces apenas puede parecerse a un museo, ese ámbito en el cual sobre sus objetos el espectador puede sí informarse y hasta buscar interpretaciones, pero nada más.

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A Ernesto Espeche, mendocino, se lo conocía por su actividad académica: docente e investigador de la Universidad Nacional de Cuyo y doctor en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). También por su oficio de periodista y su militancia política y en el universo de los organismos de Derechos Humanos.

Es hijo de madre y padre desaparecidos por la horda predadora que comenzó amparada por aquello de las democracias degradadas, como fue la del gobierno de María Estela Martínez de Perón, y culminó en paroxismo criminal de los genocidas que parieron al maldito marzo del ’76.

Ahora, a Ernesto Espeche se lo conocerá desde su primera pero portentosa novela, Treinta y nueve metros; editada nada menos que por el sello Paradiso, el mismo que nos permite leer a Néstor Sánchez, Leónidas Lamborghini, Roberto Raschella, Henri Roorda y tantos otros insoslayables, entre ellos al William Shakespeare de los Sonetos, en una traducción con aires de poesía tanguera

Su padre, Carlos Espeche, médico y combatiente del PRT-ERP, cayó y fue desparecido en Tucumán. Décadas después sus restos fueron encontrados en las profundidades del Pozo de Vargas, a treinta y nuevo metros, que son los mismos que su hijo novelista descendió para lograr el reencuentro, el abrazo perdido y ahora recuperado, para siempre.

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El descenso es un verbo sin tiempo. Bajar. Hundirse. Sumergirse. Y es, también, un lugar sin tiempo. El Pozo. El lugar de los muertos. El infierno del Dante”, escribe en el capítulo veintinueve.

Cuando vuelvo la vista, me detengo en la cara de mi hermano. Está dormido. Los bebés duermen mucho. Mi mamá saca una manta de la canasta. Lo tapa, lo protege del sol y lo acaricia. Papá me alza y yo me entrego a la fuerza de sus brazos. Siento que el sueño me llega. Busco su oreja, la amaso con mis dedos y me preparo para recibirlo, seguro y feliz. Todo está bien y así será siempre. Los cuatro juntos”. Con ese párrafo cierra el treinta y nueve, el último de un texto polifónico que viaja entre pasados, presentes y futuros, los que fueron y los que pudieron haber sido.

No es casual que para el primer comentario público de la novela de Espeche, el impreso en su contratapa, sus editores hayan elegido a la antropóloga, lingüista y escritora Silvia Maldonado, la autora de La Bienaventuranza (2009), también de Paradiso, aquella novela de mirada profunda en torno a la memoria como acción, en clave de ética spinoziana.

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Nada más pertinente entonces, para nuestro cierre, que invocar el texto con el cual Maldonado sintetiza Treinta y nueve metros: “con lenguaje poético, Ernesto Espeche, hacedor del silencio y la memoria, revisa la literatura y la poesía para rescatar el lugar del no ser que nos ha hecho de la vida un infierno repetido. Con mirada cruel pero no exenta de humor se pregunta si alcanza la verdad para salir de la condena…y cierta felicidad surge de su aliento y su deseo”.