PERIODISMO PURO
De la ética a la estética

Esther Díaz: "En el peronismo hay mucho de punk, aunque Alberto tiene más de hippie"

El exceso es también un lugar filosófico. La pensadora más audaz del país decidió transformar su vida en una obra de arte. Así, experimentó el sexo, las drogas, el sufrimiento y el placer extremos. Su producción intelectual también es un producto artístico. Y desde ese lugar puede mirar con ojos abiertos y lúcidos lo que pasó con hombres y mujeres en un país de frustraciones, golpes de Estado, neoliberalismos y populismos que, a veces, también están en el closet y prefieren autodefinirse en público como progresismos.

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Abuelas o personas. “Cuando pasás cierta edad, dejás de ser persona y pasás a ser un apéndice de la familia”. “Aunque estuviera arrastrándome y me llevaran en una silla de ruedas, no tienen por qué rebajarme a esa categoría”. | Marcelo Dubini

—Dijiste: “Me gustan los hombres mucho más jóvenes que yo. Algo que el machismo condena. Los chimentos hablaron de Emmanuel Macron, porque tiene una mujer mayor que él, pero nadie habló de que Donald Trump tenía una esposa 25 años más joven. Al hombre no se le cuestiona el deseo y a la mujer sí”. ¿No cambió nada en los últimos tiempos?

—No solamente no cambió. Está peor. Adquirimos derechos en tanto minorías sexuales, hay más visibilidad respecto de lo sometidas que fueron las mujeres. Pero todavía estamos a años luz de la equidad. También con la cuestión de las edades. Se piensa que las personas jóvenes son más libres sexualmente. Es así, en principio. Pero hasta el día de hoy si un muchacho anda con muchas mujeres sigue siendo “el piola”.  Y si a una chica le gusta curtir con más de uno sigue siendo una atorranta. Algo similar sucede con la vejez. Pasó recién, con el auto que me trajo a la entrevista. Cuando me bajé, el chofer me dijo: “Chau, abuela”.

—¿Quiso ser cortés?

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—Lo hizo para hacerse el simpático. Pero a ningún chico le decís “nieto”. A ninguna persona le decís “esposo” o “hermano”. Se los llama por su nombre. Pero cuando pasás cierta edad, dejás de ser persona y pasás a ser un apéndice de la familia. Vivo sola, me automantengo, hasta ahora me puedo arreglar sola. Y aunque no fuera así y estuviera arrastrándome y me llevaran en una silla de ruedas, no tienen por qué rebajarme a esa categoría. Decirle abuela a alguien es sacarle el nombre. ¿Por qué no me dijo señora Esther o Esther? Tenía ni nombre cuando llegó a mi casa.

—Hay algunas ventajas de la edad. Tu psicoanalista te dijo, según una crónica periodística: “Por eso tenés tanto feeling con el público. Vos recién te construiste como intelectual de grande”. La edad da ciertas credenciales

—Hay mujeres que militan eso. Es la edad que más tiempo transcurrimos en la tierra. Chicos somos poco tiempo y jóvenes, lamentablemente, también. Maduros, si se analiza la cantidad de años que vivimos hoy en día, también. Es una contradicción muy grande. Nadie quiere morirse, pero tampoco nadie quiere llegar a viejo. Cuando veo que hay un nuevo descubrimiento que permite llegar a vivir diez años más, me pregunto para qué. ¿Por qué los laboratorios siguen invirtiendo dinero en hacernos vivir más tiempo en una sociedad que rechaza a los viejos? Si vivimos más, somos más despreciables aún.

“El sexo es un mundo aparte que no terminamos de descubrir nunca.”

—Hay dos frases iniciales en tu libro “Filósofa punk”, separadas por pocos párrafos de distancia. La primera dice: “Desde que nací la Argentina fue castigada por cinco golpes de Estado cívico-militares y dos gobiernos neoliberales, sin contar con los derrumbes económicos ni las convivencias religiosas “. Y luego, pocos párrafos después, agregás: “Hay más sexo que amor, porque eso es lo que hubo en mi vida, y asumo y denuncio discriminaciones, abusos, violencias, injusticias cometidas y sufridas”. ¿Hay relación entre ambas ideas: autoritarismo, neoliberalismo y “más sexo que amor”?

—Más sexo que amor es lo que sucedió en mi vida; lo demás puede ser todo opinable. Es importante marcar el hecho de que cuando era chica no me dejaron estudiar. En aquel tiempo no era obligatorio. Nací en el año 39. Vivía en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, con mi familia. Éramos muy humildes. Mis padres eran iletrados y no tenían ningún respeto porque las mujeres estudiaran. Hice la primaria en un colegio de monjas. Tuve muy buena formación, soñaba con ir al Nacional de Buenos Aires. No me daba cuenta de que en ese momento no había mujeres en el Buenos Aires. Como los héroes de la patria fueron al Buenos Aires, yo quería ir. Cuando lo dije en mi casa, la respuesta fue: “Eso no es para las mujeres. Las mujeres tienen que aprender a ser buenas madres, esposas y abuelas”. Esto último, lo agrego yo, ahora. Era toda la expectativa para una mujer. Lloré y peleé mucho. Pero era menor de edad. No podía hacer nada. Así que leía por mi cuenta. Me hice una biblioteca desde chiquita sola, incluso cuando estaba en el primario. Llené cuadernos con poesías. Tengo mucha facilidad para escribir poesía. No soy poeta; pero si quiero escribir una poesía, me sale. Eso se perdió porque en mi casa no lo apreciaban. Entonces primero me quise meter a monja. Es algo de locos: quería libertad porque en mi casa no la tenía y me quise meter a monja de clausura. Estuve unos meses en un convento como postulante, no llegué a ser novicia, y vi que era peor todavía. Era un tiempo antes del Concilio Vaticano. Las monjas benedictinas, donde yo quería entrar, no tenían lumbre. No tenían estufas. Me fui porque me moría de frío. Posiblemente era frío del alma. En última instancia, en mi casa me reprimían, pero me querían. En un convento, ni siquiera hay amor. Las mujeres están sin haberse elegido y la vida las reunió. La fantasía de una chica de 17 años a mitad del siglo pasado era casarse para liberarse. Fue peor todavía. No te puedo decir si estaba enamorada o no, pero estaba caliente. Quería estar con hombres, el sexo me gustaba. Pero sentía que si me hubiera dejado desvirgar, las fauces del infierno se abrirían y me tragarían. Me puse de novia, me aguanté la calentura hasta los 20 años y me casé virgen. A los diez meses nació mi primer hijo. Después, tuve otro embarazo que perdí. Fue un aborto espontáneo. Y casi a los dos años tuve a mi hija. Así me tuve que olvidar del sexo. A los tres o cuatro años me divorcié, porque mi marido era alcohólico y golpeador. La parte más ardiente de la juventud no pude dedicarla a lo que me hubiera gustado: tener relaciones sexuales. Luego empecé a liberarme de mis hijos porque ya se manejaban solos; tenía estabilidad económica y me había puesto a estudiar. A los 26 años empecé el secundario y a los 29 ya entré en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí hice un viaje de los que se acostumbraban en aquel tiempo. Irse a Bolivia y Perú de mochileros. Ahí comencé a tener relaciones con chicos más jóvenes que yo. Descubrí el sexo a mis 40 y pico. Por eso en el libro Filósofa punk comienzo diciendo que mi vida sexual se comenzó a poner interesante después de 50 años. Fue como una acumulación de deseo. Se me daba más el sexo que el amor. Siempre quise llegar a ser doctora en Filosofía y tampoco tenía mucho tiempo para mantener una pareja. Me convenían más las relaciones momentáneas y sexuales. Realmente, entre haber construido mi carrera y haber construido una familia tradicional, me quedo con lo que construí.

Esther Díaz, en la entrevista con Jorge Fontevecchia.
ABUELAS O PERSONAS. “Cuando pasás cierta edad, dejás de ser persona y pasás a ser un apéndice de la familia”. “Aunque estuviera arrastrándome y me llevaran en una silla de ruedas, no tienen por qué rebajarme a esa categoría”. (Foto: Marcelo Dubini)

—¿Hay alguna relación entre ese desenfreno y los golpes de Estado y el neoliberalismo?

—Una pregunta muy original la tuya. Nunca me la habían hecho.

—Se considera que el amor libre también tiene componentes de libre mercado.

—Rompí muchos tabúes. Pero hubo ciertas estructuras de personalidad con las que me fue imposible. Hoy día no puedo aceptar una pareja abierta. Escribo contra el amor romántico y contra la heteronormatividad, pero en el fondo de mi corazón, si estoy enamorada no me banco si me entero de que la persona de la que estoy enamorada está con otras personas. En general, cuando he tenido parejas estables he sido bastante fiel. Quisiera ser más abierta, pero no me da el cuero.

—Tuviste un intento de suicidio. ¿Lo que te salvó fue pensar? Hablás de un texto de Gilles Deleuze que fue esencial.

—Desde el primer día de clase nos hacen reflexionar sobre la muerte a quienes estudiamos Filosofía. La tenemos siempre muy presente en el discurso y en la escritura. Si tuviera síntomas de Covid-19 entraría en pánico. No le temo a la muerte. Al contrario, la preferiría antes de seguir degradándome. Mi mamá falleció este año que pasó, a los 103 años, pocos días antes de cumplir 104. Es terrible llegar a esa edad. Una vez fallé tratando de suicidarme; voy a tratar de no intentarlo de nuevo, porque fracasar en eso es terrible, je. Es de cuarta.

—Nuevamente, en “Filósofa punk” hay una suerte de tensión entre la condición de madre y la condición de mujer. Un psicoanalista dijo alguna vez, un poco en broma pero un poco en serio, que las mujeres pueden tener relaciones sexuales en el momento en que olvidan ser madres. ¿La maternidad estuvo del lado del deber ser?

—Me angustia esta pregunta. Me moviliza, porque creo que si hubiera sido libre de elegir cuando fui joven, no hubiera tenido hijos. Pero tan pronto como los tenés, se los ama tanto que pasan a ser el objeto fundamental de tu vida. Como madre no dejé de sufrir nunca. Cuando están bien, tenés miedo de que se enfermen, y cuando están mal, te volvés loca pensando que les puede pasar algo. Mis hijos eran muy chiquititos cuando empecé a estudiar. En Ituzaingó no había colegio secundario, menos para adultos. Trabajaba todo el día de peluquera para ganarme la vida y a la noche dejaba a mi nena y a mi nene con una chica que los cuidaba. Me venía p’al centro, como dice el tango, a la facultad. Durante todo el día peinaba y a la noche mi hija lloraba desesperada porque me iba. Le compraba cosas, pero ella no quería que le regalara una muñeca. Venía a estudiar con el corazón destruido, con mucha culpa. Yo había decidido que iba a hacer mi vida. Me hice cargo de mis hijos porque mi marido se borró. Pero no como la sociedad paternalista le exige a una mujer. Aunque se sea muy feminista, hay razones del corazón que la razón no entiende. Ese fue el conflicto con mis hijos. Sufrí mientras los tuve, pero sufrí por amor. Si tengo una culpa desde el punto de vista machista es no haber renunciado a mi profesión para dedicarme a mis hijos. Desde el punto de vista existencial, creo que hice lo correcto.

—¿Hay alguna relación entre libertad sexual y libertad en general?

—Creo que no. El sexo es un mundo aparte que no terminamos de descubrir nunca. Te lo digo a los 81 años y luego de muchas épocas de mucha proliferación sexual. Siempre hay algo de la no completud o de la angustia. Si todo va muy bien aparece el miedo de que se termine. Es una lástima que la filosofía que tiene más de 25 siglos, no haya pensado más en el sexo. Existe El banquete de Platón y otros libros sobre el amor. Pero después vino el largo oscurantismo del cristianismo. Tapó y se olvidó todo. Recién en el siglo XIX Arthur Schopenhauer fue el primer filósofo que trajo el tema, no a mi gusto. Pero lo puso en palabras. Con Friedrich Nietzsche recién se rompe esa cosa tremenda de que el sexo no era algo de la filosofía. Michel Foucault fue el que puso casi a nivel de las ciencias sociales esas cosas tan profundas que había pensado Nietzsche. Nietzsche era un genio. Foucault no era tan genial como Nietzsche, pero fue muchísimo más prolijo y ordenado e hizo investigaciones reales. Para Vigilar y castigar estuvo siete años investigando. La filosofía tiene una gran deuda en este sentido.

—¿Se podrá pensar en una forma de vida epicureísta, lejos de los mandatos de la religión de Estado?

—Tiene prensa equivocada. No mala, sino equivocada. Cuando se dice “epicureísmo” se piensa que es el placer en el sentido de hacer orgías o tomar drogas desenfrenadamente. No es así. El epicúreo plantea disfrutar de la vida. Si uno comete excesos, no disfruta. Si esta noche nos emborrachamos, mañana nos dolerá la cabeza y no podremos trabajar. Algunos autores cristianos les decían cerdos a los epicúreos. Pero no. El epicureísmo sería un cristianismo feliz

—¿Tendremos una sociedad más libre sexualmente en el futuro?

—Sí, pero nos falta muchísimo. Me parece muy lindo pensarlo, pero es una utopía. Son demasiados siglos de opresión. Leímos a Foucault y sabemos que el sexo es poder. Y aunque no hayamos leído a Foucault sabemos que la sociedad es machista. Mientras el sexo se use como herramienta de dominación y se use para despreciar a las mujeres y las sexualidades diferentes, será muy difícil que encontremos felicidad. Recién cuando haya equidad se podrá pensar en una plenitud. No llegaré a vivir eso, quizás los más jóvenes sí. No sé si felicidad, pero una plenitud mayor en el sexo. Lo que siento, no solamente por experiencias mías sino por investigaciones y por hablar con otras personas, es que siempre algo del orden del conflicto. Tu pregunta va hacia algo más profundo. Porque no solo se trata de lo sexual, sino de equidad.

“Es cierto que las mujeres somos oprimidas, pero no somos las únicas.”

—El tema es el poder. Y de alguna manera trasciende la cuestión de la equidad de género.

—Desde ya. Es económica, es racial, incluye una gran cantidad de aspectos. Por eso, algunos feminismos y transfeminismos o posfeminismos se preocupan por las discriminaciones en general. Es cierto que las mujeres somos oprimidas, pero no somos las únicas. Hay personas todavía más oprimidas que nosotras. Aunque sea mujer, ser blanca me pone en una posición de privilegio.

—¿Cuál fue y es tu vínculo con el marxismo, con el peronismo y la militancia política en general?

—Qué linda pregunta. Tengo una anécdota de cuando tenía cinco años. Iba al jardín de infantes. Me gustaba de vez en cuando quedarme en casa, como a cualquier criatura. Un día estaba contenta porque me habían dicho que vendría un tío del campo. Era una fiesta. Así fue como llegó mi tío Félix con un lechoncito. A la mañana escuché unos chillidos horribles. Me levanté en camisón, descalza, sin vestirme, y vi que habían matado al cerdo, que gritó durante muchas horas. Y yo escuchaba a los mayores que decían: “Así debe estar Perón en Martín García”. No tenía ni idea de quién era, ni sabía qué era Martín García, pero me daba cuenta de que era una persona que estaba por morir. No podía creer con la indiferencia que hablaban de que estaba por morir mientras preparaban un asado tranquilamente. Después de cenar, los chicos nos teníamos que ir a acostar. Pero yo estaba preocupada porque durante todo el día se había escuchado la radio en la casa para ver qué pasaba con esa persona. Se decía que lo fusilarían. Me acerqué adonde estaban los adultos y escuché que la gente había ido a Plaza de Mayo y consiguió que trajeran a ese señor. Se salvó y lo vitoreaban. Me fui a dormir feliz porque Juan Perón había salvado la vida sin saber quién era. No te voy a decir que me hice peronista en ese momento. Pero me impactó mucho escuchar que la gente iba a pedir por ese señor. Luego fui muy católica y empecé a no quererlo nada. No sabía nada de política, pero quería más a la Iglesia. Cuando entré a la Universidad de Buenos Aires estaba totalmente tomada por los radicales, como ahora. Si bien no tenía ningún prejuicio contra los radicales, tampoco quería decir mucho que era peronista. Traté de mantenerme al margen, pero siempre votando peronistas. Voté a Menem sin saber que después iba a salir siendo un neoliberal. Recién pude hablar más de estas cosas cuando me jubilé. Estudié mucho a Georg Hegel. Mi primer doctorado fue sobre Hegel, finalmente no lo defendí. Estudiaba con Andrés Mercado Vera, la persona que más supo sobre Hegel en la Argentina. A Mercado Vera lo echaron de todas las universidades nacionales en las que estuvo, Buenos Aires, Rosario y La Plata, porque era peronista. No era militante, pero no negaba su identidad. Cuando lo echaron, pregunté a un grupo de compañeros si no hacíamos entre todos un grupo para ayudarlo a vivir y nosotros seguir formándonos. En siete años leímos la Fenomenología del espíritu enterita. Para él, el espíritu del pueblo era peronista. El pueblo es peronista. Para él, lo que terminó en la guerrilla y en el desastre que ya sabemos no era el pueblo. El pueblo que quería Perón era ese ser extraño que no era ni de derecha ni de izquierda y era las dos cosas, pero fue el primero que se ocupó de los desarraigados en la Argentina.

—¿Hay una filosofía peronista? Perón parece haber tenido una preocupación en este sentido.

—No. No creo que haya una filosofía peronista. Nunca estuve afiliada a ningún partido, tampoco al peronismo. Me siento más cómoda cuando soy oposición que cuando soy oficialista.

—A todos nos pasa. Por eso el periodismo siempre es crítico, que no es fácil...

—Siendo periodista debe ser más fuerte todavía. Si uno es más o menos del palo, no va a lavar sus propios trapos sucios. Fuera del marxismo, ninguna otra posición política tiene una filosofía, aunque sí se la podríamos dar al neoliberalismo. Pienso en el nacimiento de la biopolítica de Foucault. Los neoliberales, aunque en general no se asumen a sí mismos con ese nombre, fueron los que empezaron con la biopolítica. Ahí veo una filosofía. Uno de los grandes ideales del neoliberalismo es achicar el Estado. Con la Revolución Industrial se dieron cuenta de que si administraban la vida de la población podían encontrar gente mucho más útil como mano de obra para las líneas de montaje. Es el germen de la biopolítica. La administración de la población, de los cuerpos y la vida. Primero es anatomopolítica, cómo sentarse, como escribir, pero luego es la vida misma. Es lo que pasó en China durante muchos años, que no podían tener más de un hijo. Hay un background teórico filosófico, aunque no lo asuman. Uno escucha hablar a Mauricio Macri y no encuentra filosofía. Pero debajo de eso hay otros que pensaron lo que le convenía al neoliberalismo y siguen pensando. Por lo general los que ponen la cara no son los que tienen el poder. Los que tienen el poder están escondidos.

Esther Díaz, en la entrevista con Jorge Fontevecchia.
SEXO Y FILOSOFÍA. “Con Friedrich Nietzsche recién se rompe esa cosa tremenda de que el sexo no era algo de la filosofía. Michel Foucault lo llevó al terreno de las ciencias sociales”. (Foto: Marcelo Dubini)

—El presidente Alberto Fernández dijo en esta serie de reportajes que era deudor de la cultura hippie. ¿Hay algo hippie en Fernández o algo punk en el peronismo?

—En el peronismo hay mucho de punk. No específicamente en Fernández, pero sí en otros personajes.

—¿Y algo hippie en Fernández?

—Sería más hippie que punk. Tiene facetas muy interesantes. Es uno de los gobiernos que más derechos les dio a las minorías sexuales.

—¿Hay contradicción entre el hippismo de Alberto y el punk del peronismo?

—No. Esa es la maravilla del peronismo. Abarca todo. La maravilla y el problema. En la época de la dictadura estudiábamos con Mercado Vera en su casa. Vivía cerca de Callao y Corrientes. Había una chica uruguaya en el grupo que sabía poco de política argentina. Cierto día nos preguntó si el peronismo era de derecha o de izquierda. ¡Al mismo tiempo uno de los compañeros dijo “de derecha” y otro “de izquierda”! Nos reímos a carcajadas.

“Voté a Menem sin saber que después iba a ser un neoliberal.”

—¿El pueblo argentino también es de derecha y de izquierda simultánea y hegelianamente?

—En cierto modo sí. Quien vive en Buenos Aires, diría que es de derecha. Difícilmente alguien de izquierda o un peronismo gane en CABA. Pero hay que recorrer el país. Como profesora lo hice. Si vos entrás a cualquier bar de Recoleta, de Barrio Norte, de cualquier lugar así de CABA encontrás La Nación o Clarín. Lamentablemente se ve muy poco PERFIL. Jamás Página/12. Pero salís del cordón que nos ata al neoliberalismo y entrás a un boliche y ves Página/12 o PERFIL. la Argentina no es Buenos Aires. Nos confundimos si pensamos solo desde acá.

—¿Qué pensás del cruce de las ideas de Jacques Lacan y el populismo que realiza Ernesto Laclau?

—Me identifico con su definición de populismo. Hizo un gran esfuerzo por quitarle esa cosa negativa que se le da en Estados Unidos. Sobre el gobierno actual o el de Cristina Kirchner se dice que es progresista porque populista es despectivo. Pero siguiendo a Laclau me siento más cómoda llamándolos populistas. Fueron los primeros que se ocuparon realmente de los desprotegidos. El primer radicalismo, que por supuesto no era de derecha como ahora, era mucho más populista, entre comillas. A Hipólito Yrigoyen no lo dejaron ir en carroza hasta la Casa Rosada. Lo llevaron en andas. Yrigoyen no se ocupaba de los pobres, sino de las clases medias.

—¿Si el peronismo no hubiera tenido al kirchnerismo hubiera girado también a la derecha?

—No. Nunca el radicalismo se jugó tanto como el primer peronismo. El de Juan Perón y Evita. Al lado de lo que es hoy, aquello era el Che Guevara. Pero también es cierto que ocurrieron la Patagonia rebelde y la Semana Trágica. Fueron represores.

—¿Carlos Menem representaría una anomalía?

—Sí, porque le quedaba un resto de peronismo. Ese resto lo hacía ser político. Cuando quisieron hacerle un golpe los hizo desnudar. Que los dejen en calzoncillos y que el periodismo les saque fotos. Como presidente tomó dos decisiones importantes: la intervención de Catamarca luego del caso de María Soledad y terminó el servicio militar, luego del caso de Carrasco. No me imagino a Macri tomando esas medidas. Le quedaba una veta peronista.

—¿Cómo nació la película “Mujer nómade”?

—Qué linda pregunta. Fue maravilloso. Realmente fue un milagro que pasó en mi vida. Tenía a mi hija muy enferma, con una enfermedad terminal, que luego falleció, pero aún vivía. Yo tenía 75 años en ese momento y en la Universidad de Lanús me obligaron a jubilarme. Ya lo había hecho la UBA. Comienza mi vida sin universidad luego de 45 años. Mi prioridad era ocuparme de mi hija. Ella no aceptaba que nadie la cuidara. Me rechazaba a mí, al hermano, no tenía amigos, no quería a nadie. Pensaba que se moriría sola. Conseguí acercarme antes de que muriera. Estaba en ese pozo, solamente salía para ir al psicoanalista y una vez por semana al cine, nada más. En ese contexto un día me invita un amigo a ir a una radio que tenía. Acepté. Ahí había un muchacho, Martín Farina, al que conocía de vista. Un año antes me había dado una película para ver y cuando yo quise verla había cambiado la clave y no pude. Cuando lo vi, le pedí perdón. Se emocionó de que una persona como yo y con todo lo que estaba pasando me tomara el trabajo de pedirle perdón por no haber podido ver su película. Me empezó a mandar sus películas, yo le daba devoluciones. Entonces se atrevió a decirme que quería hacer un documental sobre mi vida. Pensé que no tenía sentido en ese momento. Antes sí: mis clases muchas veces terminaban con aplausos.

—Puedo certificarlo.

—Me pregunté: “¿Qué sentido tiene hacer un documental con una mujer que se la pasa leyendo y escribiendo?”. Su respuesta fue que no le interesaba mi vida pública. “A mí me interesa que mi cámara capte cómo la filosofía atraviesa un cuerpo, porque vos estás atravesada por la filosofía”, me dijo. Con eso me metió en el bolsillo. Lo tomamos como una investigación. Y así fue. A veces le pedía días de descanso. Él tenía 34 años y yo casi 80. Cuando tuvo tanto reconocimiento me di cuenta de que no hay techo. Creí que había tocado mi techo, me había jubilado y se habían muerto mis hijos. ¿Qué más podía esperar de la vida? Me abrió la puerta al mundo maravilloso del cine, y además con libertad. Ahora, si me preguntás cosas de filosofía, temo un poco equivocarme, pero si me decís “hacé una escena”, no tengo ningún problema. La película en sí me cambió la vida. Cuando se estrenó cobré conciencia de algo que ni Farina ni yo hicimos conscientemente, de que la película es militante. Fuimos a festivales queer, feministas, sexualidades diferentes. Con el cuerpo y con la actitud fui mucho más militante que si hubiera hecho una película panfletaria. Entonces me empezaron a llamar para hacer performances, fui disc-jockey en una fiesta. El mejor mensaje es que no había techo.

—¿Seguís fumando marihuana todos los días?

—Todos. Para escribir de cero, no. Tengo que hacerlo lúcida. Cuando me piden una columna en Página/12, dedico ese día y el siguiente a investigar. Después, tres días a escribir. Cuando ya está escrito, la marihuana me sirve para sacarme el superyó de encima.

—Y darle otra lectura.

—Las ideas están, pero algún chiste o alguna cosa subida de tono salen de ahí. Lo mismo que con el sexo. Es mucho mejor después de un poquito de marihuana, porque te sacás de encima el superyó. Sos yo puro.

—Dijiste: “Derribo al menos dos mitos. Uno es que las viejas no cogemos y el otro es que es más digno envejecer con arrugas”.

—Hay un discurso que también es el de muchos feminismos sobre que hay que envejecer con dignidad. No sé por qué esa dignidad es tener arrugas y canas. Es como decirte a vos que serías mucho más digno si te dejaras la barba. No sos más digno ni menos digno porque te afeites la barba. Y esto es lo mismo. Nunca miento sobre mi edad. Soy una persona en edad de ser abuela. Pero no me gustan las muchísimas arrugas. Las tengo porque tengo tantos años que por más que me haga cosas, están. Me siento más cómoda con el cabello teñido, con mis lolas hechas, aunque sé que posiblemente no voy a tener más un hombre en mi vida. Las quiero para mí. Si me las tuviera que hacer de nuevo, lo haría. La pilcha cae mejor si uno tiene un cuerpo arreglado. No es por la edad, simplemente es por cuestiones estéticas.

Esther Díaz, en la entrevista con Jorge Fontevecchia.
POLÍTICAS E IDEAS. “Fuera del marxismo, ninguna otra posición política tiene una filosofía; quizás el neoliberalismo si se profundiza un poco más”. (Foto: Marcelo Dubini)

—¿Qué somos los contemporáneos? ¿Modernos, posmodernos, hipermodernos, posmodernos?

—Somos póstumos. Estudié bastante la posmodernidad, tengo libros publicados. La posmodernidad comienza más o menos a mitad del siglo XX y todavía estaríamos en ella. Por supuesto, Jürgen Habermas dice que no, que esto es la modernidad, tardía como la llama. Empezó con la arquitectura. El término “posmodernidad” viene del arte. El proyecto moderno se construyó en la época de Immanuel Kant. Las críticas de Kant son fundamentadas. El proyecto moderno se vino abajo con la primera bomba atómica. Ahí comienza esto que los arquitectos llamaron “posmodernidad”. La fecha tope sería la de la caída de las Torres Gemelas. Antes de ese momento las guerras empezaban y terminaban. Pero después de la caída de las Torres todo es muy borroso. Mandaban a bombardear Afganistán, y detrás venían aviones sanitarios que tiraban comida y remedios. Ya no es la guerra. Esto es otra cosa. La virtualidad hoy es nuestra vida. Ni siquiera te puedo decir que es nuestra segunda vida. Tenemos cosas que todavía son modernas y cosas posmodernas. También cosas medievales.

—Son capas geológicas que se van manteniendo y quedan.

—Y surge algo nuevo. Lo llamo póstumo en el sentido de Friedrich Nietzsche, que decía “soy un póstumo”. Lo decía estando vivo. Soy póstumo porque recibo cosas de toda una tradición y además me estoy adelantando a otra época. Decía que escribía para el siglo que viene. Se quedó corto. Somos póstumos en el sentido de que estamos sufriendo y gozando los beneficios y perjuicios del proyecto moderno. Pero ya no somos modernos.

—Escribiste sobre la moda. ¿Cuál es el rol de la belleza en las empresas capitalistas y cuál es el rol de los medios en la construcción de esos paradigmas?

—La palabra más técnica es “estética”. Hay una tendencia hacia lo estético que no había antes. Una cosa totalmente banal como el frasco de un perfume puede impactarte tanto como cuando entrás a un museo de arte moderno. Nadie fabrica nada que no esté diseñado. La estética está atravesando todos los estadios, incluso la empresa. Recuerdo el gran escándalo de los escritorios transparentes de Fox, por ejemplo. Fue una empresa que apoyó mucho a Donald Trump, sin embargo estaba en la cosa estética, en este caso sexual. Otro ejemplo es el de la cheta de Nordelta y sus metáforas visuales.

“Nadie quiere morirse, pero tampoco nadie quiere llegar a viejo.”

—¿Hay un amor capitalista y un amor anticapitalista? Antes de la pandemia se discutía el vínculo entre el poliamor y el neoliberalismo.

—Nunca me lo había preguntado. Sería coherente que el neoliberalismo, que lleva adelante la bandera de las libertades individuales, también esgrimiera eso. Por ejemplo, los jóvenes libertarios que pusieron esas bolsas con aparentes muertos, cuando se defienden dicen que son libres. Defienden así sus derechos. El neoliberalismo puede tener la idea de que también en estética cada cual es libre de hacer lo que quiera. Es una linda punta para investigar.

—Escribiste: “Mi vida fue una lucha contra el amor romántico que me habían inculcado. Estuve sometida a un control materno microfascista”. ¿El amor romántico tiene algún componente microfascista?

—¡Tiene muchos! Es microfascista. Y no sé si micro. Directamente fascista. Nace en el amor cortés, en el siglo XII, cuando los varones iban a conquistar tierras con la excusa del Santo Sepulcro. Las mujeres quedaban solas. Las dejaban con su cinturón de castidad. Hoy se pueden ver por internet, pero la primera vez que los vi en un museo de Europa no lo podía creer. Me pareció ingenuo y terrorífico desde el punto de vista higiénico. Además, se puede tener sexo de muchas maneras. El tema era que no tuviera hijos ilegítimos. Son elementos para una investigación.

—¿La pandemia cambió la mirada sobre los vínculos?

—Cambió, pero no sé si va a ser para siempre. Los extraño, y la gente con la que hablo, los extraña. Extraño abrazar a la gente querida. Hacía mucho que no me veía con mi nieta y la abracé, aunque sabía que no podía. Teníamos las dos el barbijo puesto. Los chicos se están acostumbrando a que no tienen que tocar, abrazar o besar. Hay mucha angustia. Sabemos que a pesar de que sigue la pandemia se tienen muchas relaciones sexuales. En Estados Unidos se venden muchísimos más preservativos y juguetes sexuales desde que empezó la pandemia.

—Dijiste hace unos meses: “Las afinidades intelectuales o corporales pueden estimularse por igual, creo, incluso que el sexo, y ese nivel de excitación en lo virtual, superando la presencialidad”. ¿No se llega a un momento en que los cuerpos son absolutamente necesarios?

—Hay una necesidad imperiosa de presencialidad. Previo a la pandemia ni se nos ocurría pensar que podíamos prescindir del cuerpo del otro. Había relaciones sexuales virtuales, por supuesto que sí.

—La voz te toca, lo demuestra la semiótica. Es el único de los medios que lo consigue. La radio tiene además lo que se llama el síndrome del flautista de Hamelin.

—Cada cuerpo humano tiene por lo menos cinco ventanas para comunicarse con el exterior, que son los sentidos. Cuando pasamos a la virtualidad perdemos tres seguro. Nos convertimos en voz y en oídos, si es teléfono o radio.

—Lo visual y lo auditivo.

—Esa reducción es tremenda. No son solamente los cinco sentidos reconocidos por la biología sino también el hecho de tocar volumen. Apretar, sentir. A veces sin siquiera tocar: estás muy cerca de una persona y sentís que se te erizan los bellos. No es un tema de sexo únicamente. Lo digo también como profesora. Di más de veinte conferencias virtuales el año pasado. Este año me dispuse no dar ninguna. Me di cuenta de que no precisaba el aplauso para seguir. Cuando veo las caras de mis alumnos, me doy cuenta de si me entienden. Si no, cambio el discurso. Luego de una clase por zoom me quedo con la pantalla vacía. Y me produce angustia. Prefiero no ser profesora así. Es un tema que no me produce dudas.

—Otro efecto que produce la virtualidad es el control. Las redes sociales y los proveedores de conectividad tienen un efecto similar al panóptico al que se refería Foucault en “Vigilar y castigar”.

—Trato de no entrar en pánico. Estuve comprándome un celular nuevo. Te puedo asegurar que cualquier contacto mío con el exterior está lleno de propaganda de teléfonos. Ahora sé que mientras hablo hay cámaras que me están mirando.

—¿Hay una relación entre el panóptico y el algoritmo?

—Sí, claro. El algoritmo es el amor deseado del panóptico. Se le cumplió. Ese amor es perfecto.

 

Producción: Pablo Helman, Debora Waizbrot y Adriana Lobalzo.