—Usted dijo que llegó a la idea de “decrecimiento” por azar y por necesidad. Que fue un eslogan para reemplazar otro: el desarrollo sostenible. ¿Por qué no sirve hablar de un desarrollo sostenible?
—El decrecimiento es un término que está en todas las lenguas latinas. Usamos ese eslogan en 2002, porque en ese momento se incluía todo dentro del concepto de desarrollo sostenible, que es otro eslogan. Pero de alguna manera ese desarrollo no es sostenible.
—También dijo que “el desarrollo sostenible” es una forma de neoliberalismo. ¿No hay alternativas?
—Precisamente, la alternativa es el decrecimiento, diferente a la alternativa histórica que constituyó el socialismo, un proyecto que fracasó con la caída de ese mundo. Así se constituyó como alternativa el proyecto del decrecimiento.
—¿Puede haber un desarrollo que no incluya el crecimiento?
—La economía explica que es imposible concebir un desarrollo sin crecimiento. Desarrollo no es lo mismo que crecimiento. El desarrollo es la transformación cualitativa de un proceso cuantitativo que es el crecimiento.
—En Laos descubrió que la “economía es una forma de religión y que el desarrollo es una forma de occidentalización del mundo que toma el relevo de la colonización por otros medios”. La pregunta sería: ¿se puede generar un conocimiento, un conocimiento eficaz, que utilice otros paradigmas, otras formas de pensar?
—Sí, hay miles y miles de culturas fuera de la economía tal como la conceptualiza Occidente. Civilizaciones como la china o la tradicional de India son ejemplos de cómo se puede establecer un tipo de desarrollo distinto.
“El dios dinero tomó el lugar de los dioses tradicionales.”
—También en Laos rompió con el Partido Comunista. ¿Se sigue considerando de izquierda? ¿Es la izquierda y, en tal caso, qué forma de izquierda, la que puede producir la transformación que usted propone?
—Sí, me considero desde siempre de izquierda. Y debo decir que el proyecto del decrecimiento bien se puede llamar ecosocialismo. Un término que fue usado por el gran anarquista Murray Bookchin y desarrollado especialmente por el brasileño Michael Löwy.
—Usted dijo que “optar por el decrecimiento no es lo mismo que sufrir un decrecimiento”. ¿Cuál sería la diferencia?
—La diferencia está entre optar por una curva para disminuir y una disminución que lleva al hambre, especialmente vinculada a las situaciones de pobreza.
—“Donde yo tengo más experiencia de campo es en África y allí he observado que no es la pobreza y la miseria material lo que provocan las migraciones, es la miseria psíquica”. ¿Cómo definiría esa miseria psíquica?
—La miseria psíquica es el resultado de la colonización del imaginario. Eso es el proceso de devaluación que propone el imperialismo. Nace un proceso del imperialismo cultural que destruye la autonomía. Hay un proceso de imperialismo cultural que produce una destrucción no solo de la economía, sino de la capacidad de la gente de resolver sus problemas, de hacerse cargo de ellos. Y eso es la cosa más terrible que se produce en África. Es algo que percibí en los años en los que estuve, entre 1964 y 1966. Hoy aumenta con la globalización y especialmente con la incidencia de los medios, que tienen una enorme influencia en el aspecto cultural, y especialmente en lo vinculado a la posibilidad de apropiarse de sus propios problemas y resolverlos. Y esto es precisamente una tragedia.
—También describió la situación en África y el vínculo entre creatividad e informalidad: “Lo interesante de la experiencia africana consiste en ver que hay personas que pueden sobrevivir fuera del sistema económico, como en los pueblos que conocí en Laos. He observado, en los suburbios africanos, todo un vivero de “buscavidas” llenos de creatividad, capaces de autoorganizarse en todos los niveles: social, imaginario y técnico. Se trata, más o menos, de la nebulosa de lo informal”. En la Argentina, se habla del rol de las llamadas “changas” como un sistema que le permite a una clase media vulnerable no caer en la pobreza. Sin embargo, en la crisis sanitaria actual, los que hacen changas son los que más padecieron la crisis. ¿Decrecer sirve también en los momentos extremos?
—Hay una gran diferencia entre los llamados informales africanos y los latinoamericanos. Durante algunos años fui profesor del Instituto para el Desarrollo Económico y Social, en algún momento dirigido por un compatriota suyo, que luego fue ministro del Interior y de Relaciones Exteriores, Moisés Ikonicoff. En ese instituto había dos tribus: la de los africanistas, de la que yo era parte en ese momento, y la de los latinoamericanistas. Lo que pudo encontrarse es una gran diferencia entre ambas. Porque la África subsahariana no es América del Sur. Es algo muy diferente. La informalidad en África es un sistema de autoorganización fuera de la economía global, con una autonomía muy grande. El informal latinoamericano, en cambio, vive en extrema dependencia del sistema económico normal. Esto explica de por sí el problema. Con la pandemia en África no aparecieron los problemas que usted narra sobre los informales de Latinoamérica y de la Argentina en particular.
“La miseria psíquica es la gran tragedia de la colonización económica.”
—Usted dijo que “tanto Brasil como China se preguntan cómo retomar el crecimiento, se han convertido en toxicodependientes, drogados por el crecimiento”. ¿Hay una dopamina del consumo? ¿Esa dopamina es la misma con la que trabajan las redes sociales?
—Sí. Probablemente se trate de eso. Lo que debemos hacer es encontrar la cura para esta drogadependencia.
—¿Se puede decrecer en un mundo hiperglobalizado, regido por las redes sociales?
—Se debe hacerlo. Si no, sucederá por fuerza. Esto sucederá necesariamente por el proceso de descolonización del imaginario. Se dará por necesidad, porque el consumismo del que hablamos constituye una verdadera patología. Para todo esto, lo que contribuirá es lo que llamo la pedagogía de la catástrofe, que es una manera de liberarse, sobre todo, de la dependencia creada por la publicidad.
—Ivan Illich, uno de sus referentes teóricos, dijo: “Es inevitable que la sociedad de consumo determine dos tipos de esclavos. Los intoxicados y los que aspiran a serlo, es decir los iniciados o neófitos. Es muy probable que sea porque no se les da otra alternativa: fuera del círculo de desarrollo, existe solo privación y miseria”. ¿Se puede salir de ello?
—Sí. No es fácil. Pero es posible. Será precisamente el resultado del proceso de desconolonización del imaginario porque, de todas maneras, esta dependencia nunca nos hace felices. Esta salida del consumismo es parte esencial del proyecto del decrecimiento.
—Cuando uno viaja a los países africanos, es habitual encontrarse por la calle con niños con camisetas de fútbol de países europeos, con nombres de futbolistas como Lionel Messi o, como hace unos años, Diego Maradona. ¿Cuánto funciona lo aspiracional en esas sociedades? ¿Pueden trascender el modelo consumista?
—No son distintos de nosotros, aunque no nos percibamos como parte de esa sociedad de consumo de la que todos participamos. También somos colonizados. La dificultad para salir de eso no es ni más ni menos fácil. Pero esta dependencia es una catástrofe. Hay que encontrar las razones para salir de esta colonización del imaginario. Es algo esencial, precisamente, en los tiempos de crisis como el actual.
—En algún momento usted propuso “trabajar menos, para que trabajemos todos”. ¿Quién y cómo puede tomar esa decisión? ¿Un empresario, un Ministerio de Trabajo?
—Tenemos en Francia una experiencia interesante. Sucedió cuando los socialistas llegaron al poder, en 1931. Quisieron reducir el horario de trabajo, precisamente con la idea central de llevar a la realidad aquello de trabajar menos para que trabajen todos. Fue una experiencia con resultados controversiales. Es muy interesante la discusión que suscitó. Pero lo que se ve es que sería imposible hacerlo en un mundo globalizado. No es posible hacerlo en un país solo. Para lograrlo se necesita un gran consenso de la sociedad civil. Los gobiernos deben tener el coraje de salir hasta cierto punto de la globalización y poder crear una cierta autonomía. Si no, en un contexto de interdependencia y de la competencia a nivel global, resulta completamente imposible. Ahora vemos que una empresa del norte de Francia, Bridgestone, de gomas de autos, japonesa, cierra su fábrica porque el costo laboral y los horarios de trabajo de los trabajadores no son como los de España o Italia, donde también tienen plantas. Los italianos y los españoles aceptaron trabajar más y ganar menos. Por eso, los empresarios japoneses decidieron que la empresa de Francia no era rentable y debía cerrar. Vale como ejemplo: si rompemos con esta concurrencia de la producción, es posible ir en el buen sentido. Estamos en un mundo completamente loco en el que hay millones de trabajadores desocupados y millones de personas que trabajan de más. Entonces, disminuir el horario para que trabajen todos es ir en buen sentido.
—¿Una sociedad que optó por el decrecimiento puede evitar padecer el coronavirus?
—Es natural que no se puedan evitar todas las enfermedades. Es imposible que existan sociedades perfectas. Pero sí se puede decir que, a corto plazo, una sociedad de decrecimiento podrá afrontar de mejor manera una pandemia como la del coronavirus, precisamente tomando cierta distancia de la organización del mundo tal como está. Saliendo de la globalización. Seguramente, en un plazo más largo, si sigue así, aumenten las pandemias, sobre todo por consecuencia de la deforestación y la propagación de la agricultura productivista, pensada con fines industriales. Si se establece un control de la deforestación, si se reduce este proceso y se controla todo el proceso de emisiones de gases y el daño que se hace sobre el clima y la naturaleza, y se pasa de una agricultura productivista a una mucho más biológica, se reducirán ostensiblemente los riesgos de una pandemia.
“Hay miles y miles de culturas fuera de la economía tal como la conceptualiza Occidente.”
—Usted señala que debe cambiarse el paradigma: el altruismo debería sustituir al egoísmo, el placer del ocio a la obsesión por el trabajo, la importancia de la vida social al consumo desenfrenado y lo razonable a lo racional. ¿La economía, o más aún la política económica, es el sistema para lograrlo?
—No solo la economía. Devendría de un consenso de la sociedad. Es una elección. No se puede decidir de arriba hacia abajo. Se debe producir un gran acuerdo a nivel popular para llegar a una sociedad en decrecimiento.
—¿Cuál es el vínculo entre ética y economía? ¿Se puede ser riguroso en el mundo de lo “razonable”?
—Se podría hablar mucho sobre esto. Se necesita un largo discurso para contestarlo. La economía, la economía capitalista, la moderna, al mismo tiempo que la economía política, la teoría económica, nacen en los siglos XVII y XVIII, lo que produce una variación en la ética verdaderamente increíble. Sobre todo con este personaje fantástico que fue Bernardo de Mandeville. Con la fábula de las abejas, que nos explica que nos están robando y debemos cambiar todo. Finalmente, lo que prima es lo moral, cambiar los vicios y darle un lugar predominante a la virtud. La lección de la fábula de las abejas es que los vicios privados, lo que antes se llamaban “los vicios”, van en contra de la riqueza pública. Lo que hoy se enseña en las escuelas de negocios es otra cosa. La economía se desarrolló sin incluir la ética. Eso se explica porque en las escuelas de negocios se brinda una ética equivocada, cuya base es el provecho, cueste lo que cueste. En lo referido a la razonabilidad, digamos que la razón no es un monopolio de la matemática. Se puede ser razonables e incluso rigurosos también en una sociedad que no sea dominada por el imperialismo de la economía.
—¿Qué opinión le merecen los desarrollos de Thomas Piketty y Branko Milanovic en materia de desigualdad?
—No conozco la obra de Milanovic. Pero a Thomas Piketty lo encuentro muy interesante. Sobre todo porque es un experto en la fiscalidad que propone ideas que me parecen justas. Está claro que Piketty no es un partisano del decrecimiento. Pero la reducción de la desigualdad es una necesidad y esto sí se encuentra totalmente en línea con el proyecto del decrecimiento.
—¿Cuál es el rol de la educación en el cambio? Usted destacó la experiencia de algunas universidades populares que “tienen ese objetivo: promover la resistencia y descolonizar el imaginario. Forman parte de la democracia creativa de John Dewey, que pretende incorporar la educación a la práctica democrática”. ¿Es posible una democracia creativa?
—No solo es posible. Es necesaria. La democracia debe ser creativa. Me hace acordar al pensamiento de uno de mis maestros, el filósofo grecofrancés Cornelius Castoriadis, que decía que no nacemos naturalmente democráticos. Que se deviene democrático. ¿Cómo se logra eso? A través de lo que los griegos, precisamente, denominaban paideia. La filosofía enseña que paideia no solo es educación. No: es la educación para devenir ciudadano. Un ciudadano que se mueve en una ciudad, a cargo del funcionamiento de la ciudad, tal como se la pensaba en el mundo clásico, en la Atenas del siglo V a.C. Una ciudad democrática, que funciona como un horizonte de sentido de todas las democracias.
—¿Por qué no crecen propuestas como las suya a nivel político en Latinoamérica? Las izquierdas parecen ir del populismo al trotskismo.
—Hay una fuerza que tuvo durante muchos años la ideología del tercermundismo, cuyo gran representante es, con toda seguridad, Eduardo Galeano. Pero hacer un cambio es verdaderamente difícil. Poco a poco, el proyecto del decrecimiento va creciendo. Estuve en Brasil, estuve en México, también en Chile. Además, rescato mucho de las experiencias boliviana y ecuatoriana y sus ideas del buen vivir. Hace algunos años, amigos vascos habían organizado un convenio para pensar el vínculo entre decrecimiento y buen vivir. La organizadora por el lado amerindio inmediatamente nos reconoció como hermanos. Ella me dijo: “Lo que vos llamás decrecimiento nosotros lo llamamos buen vivir”. El proyecto es igual. Es lo que pasó en algún momento en Ecuador y en la Bolivia de Evo Morales. Y fueron procesos exitosos, más allá que se dieron en un contexto de grandes dificultades. Otra experiencia que puede considerarse parte de nuestro proyecto es lo sucedido en Chiapas con el movimiento neozapatista y la política del caracol. Son experiencias que se corresponden exactamente con la idea del decrecimiento y su proyecto. No es del todo el caso. En San Cristóbal, en Chiapas, crearon la Universidad Ivan Illich de la Tierra (Uniterra). Me parece que la propuesta del decrecimiento tiene futuro en América Latina.
—En algún momento usted describió la eficacia de la “pedagogía de las catástrofes”. Agregó que “la gente que se ve afectada por alguna catástrofe comienza a tener dudas sobre la propaganda que difunden la televisión o los partidos políticos, sean de izquierda o de derecha, y ante las dudas pueden ir en busca de alternativas y aproximarse al decrecimiento”. Una pandemia lo es. ¿Aprendimos del coronavirus? ¿Estamos a tiempo de producir una transformación para mejor?
—Sí y no. Algunos aprendieron y otros volvieron a hacer las cosas como antes, tal como demuestran los Estados Unidos. La idea de la pedagogía de las catástrofes la tomé del creador del movimiento ecológico en Suiza, Denis de Rougemont, y de otro filósofo alemán, Günther Anders. Es más que seguro que todavía estamos a tiempo. Aún no es tarde para aprender. Para encontrar el camino justo.
—Luego de abandonar las ideas de Marx, empezó un recorrido que lo llevó a la crítica al “homo economicus” en nombre de una antropología más concreta, que se apoyaba en Karl Polanyi, Marshall Sahlins y Marcel Mauss. ¿Cuánto incide la Teoría del Don en las sociedades arcaicas y la idea de Potlatch en una teoría económica del decrecimiento?
—Lo primero que debo decir es que decrecimiento no constituye una teoría económica. Es precisamente una teoría para salir de la economía. El objetivo central es que debemos huir de la economía. Como dice Luigi Campolonghi, lo que hay que hacer es reencastrar la economía en la cuestión social y política. Dentro de eso, es clave salir del imaginario del mercado, de todo el mercado. Ese es nuestro camino. Y para eso es necesario crear una sociedad de la convivencia. Recuperar la convivencialidad, tal como planteaba Ivan Illich. Y también el espíritu del don de las sociedades antiguas en una sociedad moderna.
—Usted habla de “sociedad del desperdicio”. Una idea vecina a la de desperdicio es la de “descarte”, que es usada habitualmente por el papa Francisco. ¿Hay puntos de contacto entre su pensamiento y la doctrina que expresa el Papa?
—Siento una gran simpatía por la encíclica Laudato Si’. Escribí un artículo y lo expresé en algunos de mis libros. En la misma encíclica, el Papa usa la palabra decrecimiento. Naturalmente, la usa en un sentido un poco diferente al mío. Pero aun más importante que el vínculo con el Papa es la relación de mi amigo Carlo Petrini. Recientemente salió un libro en el que debate con el Papa, TerraFutura, y además hizo la Introducción en una de las ediciones de la encíclica.
—¿Qué opinión le mereció la encíclica Fratelli Tutti del papa Francisco?
—Lo primero que debo decir es que soy francés y no italiano. Soy ciudadano de un país laico. En un país laico no suelen leerse las encíclicas papales. Leí Laudato Si’ porque llegué a ella por mis amigos italianos. No leí aún Fratelli Tutti. La encíclica anterior me resultó muy interesante. Pero mi pensamiento no es el del Papa. De ninguna manera su obra está entre mis libros preferidos.
—¿Sirve lo que se pueda hacer en cada hogar para disminuir los desperdicios? ¿Se puede ser más frugal en casa? ¿Y cómo se logra que esa frugalidad sea placentera?
—La respuesta a su pregunta está en ella. Nunca es mala la frugalidad. No hace mal. De todos modos, reducir los desperdicios es algo de sentido común. Reduciendo los desperdicios y practicando la frugalidad, se puede hacer un cambio positivo. No se trata necesariamente de consumir menos, sino de consumir mejor. Se trata de dedicar una mayor cantidad de tiempo a un consumo mejor, elegir cosas de mejor calidad. Y finalmente, el resultado será una nueva felicidad, producto del cambio en las costumbres.
—¿Cómo se conjuga su idea de frugalidad con el movimiento Slow Food que se inició en Italia con Carlo Petrini que, a mediados de los años 80, tuvo el lema “Bueno, sano y justo”?
—“Bueno, sano y justo” es perfectamente un eslogan del movimiento del decrecimiento. Rápidamente me sentí en sintonía con mi amigo Carlo Petrini. Los conceptos de l os movimientos Slow Food y Terra Madre corresponden a la idea agrícola y gastronómica del decrecimiento. Participé de la traducción de su libro Comida y libertad al francés. También hice la introducción. Y lo hice venir a París para presentarlo. Organicé un debate en el que compartimos algunas ideas con otros intelectuales. Tengo una larga relación con él.
—¿La “obsolescencia programada” es una condición de posibilidad de la economía moderna?
—Sí. La economía moderna se basa en tres ilimitaciones. La primera es no poner límites a la producción, aun a costa de los recursos renovables y no renovables. Falta de límites al consumo, porque la idea es que se debe consumir hasta el infinito. Como nuestro estómago es limitado, se debe crear necesidades artificiales. Cuanto más artificiales, mejor. Y finalmente, la ilimitación de las contaminaciones. Aun a costa del cambio climático, de un aire cada vez más irrespirable, del nacimiento de enfermedades nuevas. No hay límites por ejemplo al uso del agua, que es cada vez menos potable. El agua es cada vez más imbebible. Es cada vez más un producto industrial. Esa es la ilimitación de lo contaminante. Si pensamos en la segunda ilimitación, la del consumo, sirve a la publicidad. Le sirve también al crédito. Hay un rédito en aquella idea de llevarnos a consumir hasta el infinito. Y para eso, debemos endeudarnos. Para ello existen “organismos filantrópicos”, que son precisamente los bancos. Finalmente, aunque algunos son alérgicos a la publicidad, casi somos obligados a consumir. Porque, por ejemplo, esta computadora desde la que le hablo está programada para durar tres o cuatro años. Ese es el tiempo en el que servirá para consumir. Cuando la lleve a arreglar, el discurso de quien la vende será que se puede cambiar lo que se rompe, pero tendrá un costo aun superior a comprar una nueva. Y, como ya tiene tres años, dentro de poco se romperán también otras cosas, también costosas. Nos dirá que es mejor cambiarla, que en los tres años que pasaron hay computadoras nuevas, más potentes y más baratas, porque llegaron desde China. Todo esto es el resultado de la obsolescencia programada, que toca a muchos otros productos, como el celular: de Apple nos dicen que hay que cambiarlo cada uno o dos años, por ejemplo. Y todo esto es un mecanismo que nos lleva a consumir cada vez más.
—La crisis de los chalecos amarillos se desató en el momento en que Emmanuel Macron quiso gravar el precio de los combustibles, una medida “verde” en algún sentido, que fue repudiada por sectores vulnerables y de clase media. ¿Se puede decrecer sin afectar a los pobres? ¿De qué manera?
—La protesta se inició no por el carácter verde del impuesto al carbono. La gente de los chalecos amarillos padecía muchas desigualdades. Para implantar impuestos “verdes”, lo que se debe hacer precedentemente es reducir todas las desigualdades. Hay que hacer un trabajo pedagógico previo. Que ayude a comprender. Y que las tasas no vayan contra la gente pobre. Algo que naturalmente no es lo que hizo el gobierno. Lo que demostró la supuesta fiscalidad ecológica es que golpeaba a la gente con menos recursos.
—¿Qué opinión le merece la excelente performance de los partidos ecologistas en las elecciones municipales de Francia y el tono de la campaña de Anne Hidalgo en París con propuestas ecologistas?
—Es algo que nos pone contentos, sin dudas. Porque va en la buena dirección, pese a que todas estas nuevas representaciones no pueden hacer demasiado. Los nuevos intendentes pueden hacer ya algunas cosas, como por ejemplo el desarrollo de la bicicleta, que implementaron en las ciudades con gobiernos verdes, y no beneficiar el uso de los autos en las ciudades, lo cual ayuda a un mejor manejo de la energía en los ámbitos urbanos. Es una cosa buena, aunque hay otras que no se pueden hacer. Deberían también reducir, por ejemplo, el espacio urbano dedicado a las publicidades. Pero de todos modos, me gusta mucho todo este movimiento de municipios verdes que cada vez crece más.
—Greta Thunberg, la líder de los movimientos ecologistas jóvenes europeos, ¿es de alguna manera “decrecionista”?
—De alguna manera lo es. Lo es a su manera. No conozco muchas de sus ideas. Ella es muy joven. Y sin dudas hizo un movimiento con mucho suceso, con mucho éxito. Pero realmente creo que no se ataca hasta el fondo el funcionamiento de la sociedad. Me refiero a aquellos fundamentos de los que hablé al principio. Ataca más los síntomas, que tienen que ver con las regulaciones sobre el clima y otras regulaciones que se aplican sobre la sociedad y sus consecuencias que a las verdaderas causas que los provocan. No van hacia la desmesura, que es la causa que termina produciendo todo.
—¿El progreso lleva inevitablemente al desastre, siguiendo la lógica de las leyes de la termodinámica, tal como se preguntaron los teóricos del Club de Roma?
—El primer escrito del Club de Roma no concluye abiertamente en contra del progreso. No se manifiesta directamente en contra del progreso en tanto tal. De hecho, se manifestó a favor de un tipo de progreso que beneficiaría a las grandes mayorías. Es una de las ideas de quienes sostienen los beneficios del decrecimiento. Se podría sintetizar de la siguiente manera: progreso, sí; pero el progreso contra las grandes mayorías, no.
—Al describir la opción “decrecimiento o barbarie”, dijo que “la economía capitalista podría seguir funcionando en una situación de enorme escasez de recursos naturales, de cambio climático y de hundimiento de la biodiversidad, etc. En esto tienen razón los defensores del desarrollo sostenible, del ‘crecimiento verde’ y del capitalismo inmaterial”. ¿Cómo sería ese mundo?
—Los autores de la fantaciencia han pensado bastante esta cuestión del mundo que seguiría a un colapso de este estilo. Hay una película de los años 70, Soylent Green (Cuando el destino nos alcance, de Richard Fleischer), que se plantea también una especie de continuidad del capitalismo. Allí se ve una dictadura que es funcional a un mundo degradado, siempre con la lógica del capitalismo. Es posible imaginar ese mundo. Se vio algo así en la situación de la pandemia. China demuestra cómo una sociedad pudo afrontar con la lógica capitalista una crisis gigantesca ecológica.
“Comprender que nuestro imaginario está colonizado es algo esencial, especialmente en las crisis.”
—La economía argentina padece una restricción externa complicada. A nivel macroeconómico, se precisan dólares: si uno analiza las alternativas reales de ingreso de dólares que normalicen la economía, se encontrará con el fracking para extraer petróleo, la soja transgénica, la minería extractivista. ¿Hay un camino alternativo? ¿Se puede prescindir de esas cuestiones para bajar los niveles de pobreza?
—Seguramente se puede hacer otras cosas. Lo que puedo decir es que el extractivismo siempre es desastroso. Hay que ver la experiencia del gobierno de Evo Morales en Bolivia, que tiene algunas cuestiones respecto a sus recursos que son parangonables con la Argentina. No es fácil salir de esa dependencia de la exportación de esos recursos naturales. Debe romperse esta dependencia. Pero no puede producirse de un día para otro. Hay que transitar un largo camino hasta recuperar realmente la autonomía. No digo que sea fácil. Porque precisamente existe dependencia económica. También está la dependencia psicológica de la que hablamos en su momento a propósito de África y la colonización del imaginario. La clave está en iniciar un largo trabajo de descolonización del imaginario, para poder liberarse de la dependencia que crea una falsa riqueza. Hay que avanzar hacia una nueva frugalidad feliz. Una sobriedad feliz.
—¿Qué efectos tienen las políticas negacionistas en cuanto al cambio climático, especialmente la de los populismos de derecha?
—La respuesta está implícita también en la pregunta. Realmente las consecuencias son desastrosas. Si uno quiere ver un ejemplo concreto, lo encontrará en los últimos incendios gigantescos de California. No se puede negar de ninguna manera el cambio climático ni sus consecuencias nefastas. Los populismos de derecha tienen una mirada paranoica, que niega la realidad.
—Al reemplazar lo sagrado por la razón y la ciencia, el ser humano perdió toda noción de límite. ¿Es el coronavirus lo que viene a restablecer parte del límite perdido?
—Sí. El coronavirus; pero también el calentamiento global, las sucesivas crisis financieras, la pérdida de la biodiversidad. Todas estas cosas constituyen una verdadera pedagogía de la catástrofe.
—¿El coronavirus desanda la globalización obligando a la reterritorialización y a la desmundialización o, por el contrario, potencia la “teleciudad mundial”?
—Hay un movimiento. Se ve en Europa una cierta voluntad de ser más autónomos. Causó gran impresión tener que importar las máscaras desde China. Que seamos totalmente dependientes también para comprar medicamentos fue un dato insoslayable. Crece la idea de que se debe reterritorializar y reubicar la economía. Al mismo tiempo se habla de hacer crecer el teletrabajo. Para generalizar el teletrabajo, debemos usar las nuevas tecnologías, que son totalmente globales. También existe la posibilidad de telecomprar. Se sabe que Amazon en todo este tiempo creció de manera indecente. Al tiempo que se ve crecer el tiempo de la virtualidad y la globalización, hay un retorno de la reterritorizalización.
—¿Son los dueños de las grandes corporaciones tecnológicas de Silicon Valley la nueva oligarquía plutocrática mundial?
—Al menos son una parte importantísima de esa oligarquía. Google, Amazon, Microsoft, Apple son parte de ese nuevo esquema de empresas transnascionales.
—¿Es posible una república mundial o el triunfo de omnimercantilización hace que el ámbito político sea inevitablemente fagocitado por el económico?
—Esta situación mundial ya la estamos viviendo. Estamos en una situación de guerra increíble. Una verdadera guerra de todos contra todos. Creo que no es posible organizar una república institucional. Es imposible pensar en una ciudad mundial de 7 mil millones de habitantes que participen de ella. Estamos en una situación que va hacia el caos y la catástrofe, cerca de un colapso, que puede restaurar una cierta forma de relocalización de una civilidad que incluya la política y la economía.
—¿Puede haber equilibrio sin límite?
—Hasta el final, seguramente, no. La sociedad del crecimiento encontró en el tiempo que se denomina de los treinta años gloriosos un nivel particular. Es como si fuera un ciclista que se mantiene siempre pedaleando. En algún momento se necesitará un crecimiento incesante, infinito, para manternerse. Ese crecimiento infinito es incompatible con un planeta que es finito. Por todo esto, el equilibrio ilimitado es imposible. Es una contradicción, basada en la desmesura. Esta es la contradicción central del capitalismo.
—¿La economía sustituyó a la religión?
—En gran parte, sí. Me golpeó mucho el hecho de que en Frankfurt, en la plaza donde está el Palacio Imperial donde estaba la Estatua de la Justicia, también estaba el poder de la Iglesia y la religión. Ahora, ese poderío fue reemplazado por el lugar del Banco Central Europeo. La banca tomó un nuevo lugar. El dios dinero tomó el lugar del dios tradicional. Pero no del todo. Se ve en Francia, donde los católicos y otros religiosos están pidiendo que se abran los templos y las ceremonias religiosas, que están prohibidas por el confinamiento. Probablemente les permitan abrir en las tardes. Pero el becerro de oro dominante no puede con ese deseo de trascendencia de lo humano. Es algo que intenté analizar en uno de mis libros.
—Vivimos en sociedades del crecimiento pero por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial experimentamos un decrecimiento mundial. ¿Cómo afectará la subjetividad del crecimiento la huella del coronavirus?
—Es una pregunta que yo también me hago. Pero no tengo la respuesta. Realmente se necesitaría ser un adivino para responderla. El futuro la responderá, sin dudas. Seguramente el mundo no será como antes. Antes de la entrevista leía que debemos estar preparados para nuevas pandemias, que habrá una aceleración de las pandemias si continuamos haciendo como Jair Bolsonaro, que elimina la foresta del Amazonas.