Mañana el Gobierno instalará una estatua de Néstor Kirchner frente al centro cultural que lleva su nombre. El hecho tiene sentidos múltiples, es en primer término una reivindicación por partida doble, ya que la estatua había sido removida de la sede de la UNASUR en Quito, porque la Asamblea Nacional ecuatoriana la consideraba un símbolo de la corrupción. Pero además será instalada frente al edificio cuyo nombre había sido objeto de intensas polémicas durante el Gobierno de Mauricio Macri.
Es también parte de una operación política destinada a producir el rostro nuevo de un animal metamórfico, cuyas formas han variado a lo largo de la historia argentina, pero cuyo contenido es, o más bien sus impulsores así lo quieren, siempre el mismo. La tradición nacional y popular que ha sido llamada rosismo, yrigoyenismo, peronismo y ahora, según esta pretensión, kirchnerismo.
Néstor Kirchner ya no sería una modulación de la larga historia peronista, sino un hito más, un nuevo mojón de la saga nacional popular. Hay, por fin, como parte de este último movimiento, una voluntad de construir una identidad política.
Nada de todo esto se trata, evidentemente, del pasado, sino sobre todo del futuro, del modo en el que el kirchnerismo al disputar el espacio de memoria el peronismo quiere en verdad disputar espacios de poder. Sabedores de que, como dijo Juan Carlos Torre: "Perón no creó un partido político, sino una religión". Los kirchneristas tienen que producir también ellos, además de una narrativa, una iconografía en la que se sostenga la emoción que da origen a la creencia.
Interrumpido por el intervalo macrista, al que se considera un período de herético y por ello nunca una visión alternativa de la sociedad y de la política, sino algo portador de impulsos demoníacos, el proceso de beatificación y canonización y santificación de Néstor Kirchner, es una parte esencial de la estrategia que tiene por objeto la construcción de una nueva hegemonía política, que hacia adentro debe desplazar al primero los antiguos caudillos peronistas y hacia afuera tornarse dominante en el conjunto de la sociedad.
La naturaleza del poder queda siempre establecida por los mecanismos con los que se produce. El que se construye de este modo no es un poder basado en el diálogo y la deliberación pública. No es el poder de la palabra, sino el de las imágenes, no el de las ideas, sino el de las emociones. Un poder que resulta, en definitiva, más útil a quienes lo detentan que a la sociedad sobre la que enojarse.
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