Si viajáramos en el tiempo a la Gilded Age (Edad Dorada) de Estados Unidos, las últimas décadas del siglo XIX, ¿cómo se vería desde allí el futuro? La economía estaba en auge a medida que las ciudades se expandían y la industrialización se aceleraba. Los trenes se extendían por todo el país, impulsando la expansión hacia el oeste con la apertura del Primer Ferrocarril Transcontinental en 1869. Los inversionistas europeos inundaban este mercado en crecimiento mientras luchaban por sacar provecho de la prosperidad estadounidense, y los especuladores norteamericanos también hacían sus propias fortunas. Día tras día, Estados Unidos parecía acelerarse hacia el futuro prometido por la industria. Nikola Tesla, recordando en años posteriores su llegada a Nueva York en 1884, recordó haber pensado que Estados Unidos estaba “más de cien años POR DELANTE de Europa y nada ha sucedido hasta el día de hoy que cambie mi opinión”.
Ese nuevo mañana iba a surgir a través del poder de la innovación. En 1876, los estadounidenses celebraron un siglo de independencia con la Exposición del Centenario en Filadelfia. La enorme máquina de vapor Corliss que dominaba el edificio principal de exposiciones medía cuarenta y cinco pies de altura y, a través de un mecanismo de más de una milla de largo, impulsaba a casi todas las demás máquinas presentes. En ese mismo evento se exhibió por primera vez el teléfono de Alexander Graham Bell. Y el ingenio estadounidense no mostraba signos de disminuir. Casi veinte años después, al ver la Exposición Mundial Colombina de Chicago en 1893, los comentaristas creían que estaban viendo la materia de la que estaría hecho el futuro: era “una visión brillante, que esperaba serenamente la admiración del mundo”, según la describió Candace Wheeler en Harper’s Magazine. ¿Cómo aprovechó todo esto la élite privilegiada de la Edad Dorada, aquellos que a menudo financiaron y se beneficiaron más de esta visión? ¿Cómo imaginaban su propio lugar en el futuro que la ambición tecnológica y la innovación parecían ofrecer?
Por suerte, uno de ellos nos contó exactamente cómo se imaginaba el siglo XXI. En 1894, la casa editora neoyorquina D. Appleton and Company publicó “A Journey in Other Worlds: A Romance of the Future”, escrito por John Jacob Astor IV, uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. El clan Astor había hecho originalmente su fortuna en el comercio de pieles y aumentado sus millones a través de la inversión en tierras y propiedades. En 1897, John Jacob construiría el Hotel Astoria en Nueva York, al lado del Waldorf, propiedad de su primo William. El hotel era a la vez un símbolo de la riqueza de la familia Astor y un imán para la crema moderna de Nueva York (el mismo Tesla vivió allí hasta que lo echaron por no pagar sus cuentas). Es la autoría de Astor lo que hace que el libro sea una visión tan fascinante sobre las fantasías de la Gilded Age sobre su próspero futuro.
“A Journey in Other Worlds” (“Un viaje a otros mundos”) es un ejemplo de lo que alguna vez se llamó “novela científica” (“scientific romance”). El próspero género literario no solo se publicó en forma de libro, sino también en revistas populares dirigidas a lectores de clase media. Publicaciones como Cassell’s Magazine, Pearson’s Magazine o The Strand (donde aparecieron por primera vez las historias de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle) permitieron a los lectores descubrir relatos “científicos” sobre nuevos inventos extraños, máquinas que podían pensar y viajes al espacio. Algunos de los lectores de Astor podrían, por ejemplo, haber estado familiarizados con “The Coming Race”, de Edward Bulwer-Lytton, escrita un par de décadas antes y que presenta una raza sobrehumana de seres subterráneos que aprovechan la electricidad. Habrían leído los cuentos fantásticos de Julio Verne sobre aventureros que viajaban al centro de la tierra o descendían dos mil leguas bajo el mar. Es posible que hayan leído el cuento de Edward Page Mitchell, “El hombre más capaz del mundo”, en el New York Sun, sobre un hombre con un cerebro artificial. Y, en el mismo año en que se publicó el libro de Astor, los lectores podrían haber encontrado “Journey to Mars the Wonderful World”, de Gustavus W. Pope.
Es decir, la historia de Astor habría sido un territorio familiar para sus lectores, aunque el hecho de que su autor era uno de los hombres más ricos del mundo le daba un toque de interés adicional. Escrita a finales de un siglo, la historia estaba ambientada en el año 2000: el comienzo de un nuevo milenio. Describe un mundo transformado por la tecnología, inundado de energía libre. Los protagonistas de la novela ya están en camino a Júpiter en su capítulo inicial, relajándose después de la campaña triunfal para enderezar el eje de la Tierra, eliminando los inconvenientes de las estaciones. Los lectores disfrutan de una historia resumida del siglo pasado, incluida la forma en que se transformó la política mundial, antes de seguir a sus héroes en un viaje por el espacio.
El futuro presentado por Astor funcionaba con electricidad. No había nada novedoso en esto. Sus lectores habrían encontrado peculiar cualquier otra elección, por decir lo menos, porque todos sabían que el futuro sería eléctrico. Ya en la década de 1830, los expertos predijeron con entusiasmo el día en que “medio barril de vitriolo azul” (luego conocido como sulfato de cobre) y “uno o dos toneles de agua” (los componentes de una batería eléctrica) serían suficientes para alimentar un barco que cruzara el Atlántico. Cuando Astor estaba escribiendo en 1894, los cables de energía eléctrica ya estaban adornando las calles de muchas ciudades estadounidenses y europeas, y estaba en marcha un plan para generar electricidad a partir de las cataratas del Niágara, con Astor como uno de los directores. George Forbes, el ingeniero consultor del proyecto, se jactaba de que los visitantes “verían la creación de un mundo completamente nuevo”. Y Nikola Tesla estaba tratando de persuadir a los inversores, incluido el propio Astor, para que respaldaran sus grandiosos planes de distribuir energía eléctrica sin cables en todo el mundo. La electricidad era el combustible elegido por los novelistas científicos.
La historia de Astor era un territorio familiar para los lectores de ciencia ficción
Lo que es particularmente notable de la visión de Astor es el gran detalle. Todo fue muy cuidadosamente imaginado. Este es un futuro en el que la “electricidad en sus variadas formas hace todo el trabajo, habiendo reemplazado en todo al trabajo animal y manual, y el hombre solo tiene que dirigir”. En todas partes, la electricidad es generada por el poder del viento y el agua; la “energía eléctrica de cada tormenta eléctrica también se captura y condensa en nuestras baterías de almacenamiento de gran capacidad”; el “molino de viento y el dínamo utilizan así las cimas de las montañas desoladas que, hasta su descubrimiento, parecían ser éxitos indiferentes en el dominio de la Madre Naturaleza”. Motores portátiles calentaban “los cables tendidos a lo largo del fondo de nuestros canales para evitar que se congelen en invierno” y se usaban “para casi todos los propósitos imaginables”. Además, “todo el mundo tiene un molino de viento en su techo”.
Astor ofrecía a sus lectores un plan para el próximo siglo que establecía cómo pasarían de su presente al futuro eléctrico. Ese período, el año 2000, dice uno de sus personajes, “es con mucho el más maravilloso que el mundo haya visto hasta ahora”. La maravilla era el resultado de la ciencia y la tecnología, por supuesto, y toda esa abundante energía eléctrica. No es de extrañar que Tesla pensara (erróneamente, como se vio después) que Astor sería una fuente fácil de efectivo para financiar sus sueños de energía inalámbrica. La difusión de los ideales republicanos tras la Revolución Francesa más de dos siglos antes, y los grandes avances de la ciencia que la acompañaron, habían significado que “la educación se ha vuelto universal, tanto para las mujeres como para los varones, y esta es más que nunca una era mecánica”. El futuro creado por Astor en su novela era el punto final de la inexorable marcha del progreso. La ciencia había generado “esta perfección de la civilización”.
Sin embargo, la novela se publicó durante una civilización que era perfecta solamente para algunos. En el mismo año en que salió “A Journey in Other Worlds”, las mujeres sufragistas presentaron una petición fallida con casi 600.000 firmas en la Convención Constitucional del Estado de Nueva York, mientras que la Corte Suprema de Estados Unidos aprobaba la Civil Rights Repeal Act, que anulaba las protecciones del Congreso para los derechos de los votantes afroamericanos. Las desigualdades del presente de Astor permanecen en gran medida sin abordar en su visión del futuro y, en algunos aspectos, se amplifican horriblemente. Si bien las mujeres se benefician de la educación universal, no se menciona el sufragio femenino y los médicos del futuro son apenas “hombres serios y reflexivos” cuyas investigaciones ven “el físico, especialmente de las mujeres, maravillosamente mejorado”. El siglo XX de Astor está formado principalmente por anglófonos blancos que conquistan todas las regiones del planeta: la novela no podía imaginar un futuro que no estuviera construído desde la violencia colonial.
La novela de Astor describe cómo, tras la guerra franco-prusiana, la Europa continental había descendido a un estado perpetuo de antagonismo bélico entre las grandes potencias de Francia, Alemania y Rusia, mientras que Inglaterra “conservó una sabia y rentable neutralidad”. Uno de los resultados fue una carrera tecnológica bélica en la que las naciones rivales desarrollaban armamentos cada vez más grandes y mortíferos. La metalurgia había florecido en la búsqueda de armamento avanzado; los químicos desarrollaron mejores explosivos; y la invención de las máquinas voladoras las hizo demasiado peligrosas de usar. “Estos tremendos sacrificios en favor de los armamentos, tanto en tierra como en el agua, tuvieron resultados de largo alcance y, tal como lo vemos ahora, fue un mal con resultados positivos”, dice un historiador del futuro en el libro de Astor. En todo caso, la gran guerra nunca llegó y los rivales continentales se estancaron, en un punto muerto perpetuo.
El futuro en la novela es de los anglófonos blancos que conquistan otras tierras
El otro resultado fue la migración masiva, ya que los europeos cansados abandonaron el continente y sus antagonismos para vivir mejor en otros lugares. Al mismo tiempo, los “celos de las potencias continentales entre sí” pusieron fin a los sueños imperiales de esas naciones, dejando el mundo libre para la explotación por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos. El inglés estaba en camino de convertirse en un idioma universal, más por la erradicación de las lenguas locales que por la adquisición de la nueva. “Los elementos españoles y portugueses en México y América Central y del Sur muestran una tendencia constante a extinguirse”, informa el doctor Cortlandt con siniestra ambigüedad en la novela. Y los residentes fallecidos de esas regiones son reemplazados gradualmente por los supuestamente “anglosajones más progresistas”, haciendo que “el estudio de la etnología en el futuro sea muy simple”. A fines de ese siglo XX, Canadá se había unido a Estados Unidos, que ahora se extendía tanto por América del Norte como del Sur. Mientras tanto, Gran Bretaña tenía rienda suelta para asimilar gran parte de África y Asia en el Imperio Británico. Debido a las mejoras en las tecnologías de los condensadores, que permiten que el agua se haga a partir del aire, “milla tras milla de África se ha ganado para los usos de la civilización”, y “el antiguo ‘Continente Negro’ tiene una población blanca más grande ahora que la que tenía América del Norte hace cien años”.
La creencia de que existe vida en el sistema solar era muy común en el siglo XIX
Ese era el mundo “perfecto” desde el cual los personajes de Astor partirían en su excursión a los planetas, un futuro que reflejaba las fantasías de imperio y asentamiento colonial de la élite de la Gilded Age. Sus encuentros planetarios serían igualmente reveladores: los personajes de la novela estaban convencidos de que su mundo había alcanzado la perfección y era hora de embarcarse hacia las estrellas, la siguiente etapa en el destino manifiesto de la humanidad. La nave espacial construida por el coronel Bearwarden, presidente de la Terrestrial Axis Straightening Company, y sus compañeros se llama Callisto (el nombre de la segunda luna más grande de Júpiter). Fabricada completamente con berilio, un elemento conductor de electricidad, la nave funcionaba con “apergia”, un término que había sido inventado por el autor de novelas científicas Percy Greg en su historia de 1880 “Across the Zodiac” para describir una especie de fuerza antigravitacional. Astor es vago acerca de cómo funciona exactamente su versión de “apergia”, pero la implicación es que operaba a través de algún tipo de modificación de la electricidad.
Bearwarden elige a Júpiter y Saturno como el destino final de la expedición, planetas que, consideraba el coronel, ofrecían las mejores perspectivas para la colonización humana. “Estoy convencido”, dice, “de que encontraremos a Júpiter habitable para seres inteligentes” que se habían desarrollado en un ambiente “más avanzado” (la Tierra), aunque “no creo que (Júpiter) haya avanzado lo suficiente en su evolución para producirlos”. La creencia de que existía vida en otros planetas estuvo muy extendida durante todo el siglo XIX. Y la noción de que los diversos planetas del sistema solar podrían estar en diferentes etapas de evolución también era común en las novelas científicas (H. G. Wells lo usaría en su “Guerra de los mundos” solo unos años después, por ejemplo). En lo que concierne a los aventureros del Callisto, el primitivismo de Júpiter convertía al planeta en un espacio ideal para la conquista humana, casi como si hubiera sido hecho a medida para ellos.
”Ni siquiera Colón en la Santa María sintió este júbilo y este deleite”
A su debido tiempo, los exploradores parten, con gran pompa y circunstancia: banderas ondeando y un saludo de veintiún cañonazos resonando en sus oídos. El espacio a través del cual Astor los propulsó era un territorio cada vez más familiar en la década de 1890. Pasan zumbando junto a la Luna: “había algo impresionante en la gran antigüedad de esa superficie lunar”, lo “más antiguo que el ojo mortal puede ver”. Esa superficie lunar había sido fotografiada ya en la década de 1840 y fue mapeada exhaustivamente en la década de 1890. Pasan por Marte y sus dos satélites. Al igual que con la Luna, los lectores de Astor probablemente estarían bastante familiarizados con la superficie marciana. Dadas las observaciones de canales en Marte de Giovanni Schiaparelli y Percival Lowell, tal vez sea sorprendente que sus viajeros no detecten ninguno. Sin embargo, ven un cometa e incluso dan un paseo dentro de su cola. Y atraviesan el cinturón de asteroides, encontrando una atmósfera: “océanos y continentes, con montañas, bosques, ríos y campos verdes”.
Sobrevolando por fin la superficie de Júpiter, la tripulación del Callisto se maravilla ante las “montañas altísimas y macizas” y los “volcanes humeantes”. Hacia el oeste, ven “planicies suavemente onduladas y mesetas que habrían satisfecho a un poeta o tranquilizado a un agricultor”. Su respuesta a estas visiones es reveladora de para qué pensaba Astor que realmente servían los planetas: “¡Cómo me gustaría extraer cobre de esas colinas o drenar los pantanos del sur!”, exclamaba el coronel Bearwarden. Júpiter era un futuro África o el oeste americano, un espacio considerado maduro para la explotación. “Ni siquiera Colón, de pie en la proa de la Santa María, con el Nuevo Mundo ante él, sintió el júbilo y el deleite de estos exploradores de los últimos días del siglo XXI”.
Saturno, por otro lado, es una morada de los muertos. El espiritismo y la teosofía estaban de moda en la sociedad estadounidense de década de 1890, y Astor no fue el único que jugó con la idea de que los planetas podrían representar planos espirituales superiores. Unos años más tarde, Louis Pope Gratacap dedicaría una novela entera a la idea de que Marte estaba habitado por muertos, con los que se podía comunicar mediante telegrafía inalámbrica. En este caso, la presencia de espíritus no impide que la tripulación del Callisto continúe su safari interplanetario. Cuando eventualmente regresan a la Tierra, podían estar espiritualmente elevados, pero también muy conscientes de los nuevos mundos que aún debían conquistar: “Recuerde, no hemos estado en Urano, ni en Neptuno, ni en Casandra, lo que puede ser tan interesante como cualquier cosa que hayamos visto”, dice Bearwarden al despedirse de sus compañeros de expedición. “Si quieren hacer otro viaje, considérenme como su humilde servidor”.
“Un viaje a otros mundos” es una novela fascinante y reveladora, que nos dice mucho sobre la forma en que Astor y sus lectores veían su futuro. Esto es importante, porque aunque el futuro no coincidía por completo con sus fantasías, esas fantasías seguían siendo clave para hacer el mundo moderno. Es un futuro saturado de tecnología, y de tecnología eléctrica en particular. La electricidad es lo que hace que el mundo futuro de Astor gire, literalmente, de hecho, ya que era electricidad lo que Astor imaginó bombeando agua entre los polos para cumplir la peculiar ambición de enderezar el eje de la Tierra y eliminar las estaciones. Este fue el futuro proyectado también por inventores-empresarios como Tesla, y plasmado en las Ferias Mundiales. La historia de Astor ofrece una idea de cuán seductora fue esta visión del futuro para las élites privilegiadas de la Edad Dorada, el complejo período después de la guerra de Secesión, del 1870 a 1891, una combinación de expansión económica y crecientes desigualdades. Llama la atención que los protagonistas de la novela sean hombres claramente inspirados en el propio Astor. Son poderosos y ricos, jefes de corporaciones y comprometidos con el futurismo tecnológico.
Más sorprendente aún, sin embargo, es el tema del imperio. Bearwarden y su tripulación se dirigían a Júpiter para un tipo específico de aventura. Las exóticas criaturas “jurásicas o mesozoicas” de Júpiter, o los “dragones” de Saturno eran solo un gran juego, en lo que a ellos respecta. Este fue un viaje espacial como un safari. Pero al igual que los cazadores y exploradores victorianos de caza mayor en África, tanto reales como ficticios, incluso mientras recogían sus trofeos, también miraban con codicia el paisaje. Júpiter y Saturno (y presumiblemente los otros planetas a su debido tiempo) son lugares para ser colonizados. Eran lugares donde se podían establecer granjas, perforar minas y extraer recursos. Son diferentes en escala, pero no en especie, en cómo la novela de Astor imagina continentes como América del Sur y África en el siglo XX: lienzos en blanco, despojados de temas, en los que se podían pintar sueños de supremacía.
Astor nunca se acercó al futuro que imaginaba. Murió el 15 de abril de 1912, la víctima más rica del Titanic. Pero está claro que el futuro que imaginó, y sobre el que escribió, era un futuro hecho a medida para hombres como él.
Publicado originalmente en The Public Domain Review