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Los paraísos perdidos

El ser humano sólo concibe una sola clase de paraíso: el perdido, el que no tiene, el que no existe, el que imagina, el que se le fue. En palabras de Borges: “No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”.

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Los paraísos perdidos | CEDOC

De alguna forma el hombre y la mujer se realizan en el mundo a costa de negar o, exagerando, destruir paraísos. Pero este afán humano contra los paraísos no es algo gratuito ni caprichoso. No es que “nos gusta estar mal”. La negación de un estado infinito de bienestar y, peor, ayuno de toda necesidad, donde ni la carencia ni la falta parecieran existir, se cifra eso que llamamos “ser humano”. Los paraísos solo pueden ser productos imaginados.

John Milton, en “Paradise Lost”, dice: “Cuál fue la causa que obligó a nuestros primeros padres, tan felices en su estado y tan favorecidos por el Cielo, a separarse de su Creador, a transgredir su única prohibición cuando eran soberanos del resto del mundo”. Lo tenían todo pero eso no les alcanzó. Porque para el ser humano ese Todo, ese mundo redondo sin fisuras, resultó en un hastío igual a la muerte. Porque lo que necesita el hombre no son cosas, lo que se necesita es desear deseos.

El paraíso no tiene mayor gracia sino tiene el riesgo de la pérdida. Porque vivir es desear, desear lo que no se posee y anhelar lo que se puede perder. El relato de Milton, de alguna forma, es una poética de la invención del deseo: “transgredir su única prohibición”. Casi no le dieron una alternativa a Adán y Eva. Para inventarse como humanos tenían que romper las reglas del creador. Permanecer en ese estado de plenitud que les ofrecía Dios los condenaba a ser una réplica, a vivir en el tedio y la indiferencia en un presente perpetuo. Vivir no tenía gracia.

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Pero hay algo más en el poema de Milton: se trasgrede la ley de Dios y en ese mismo acto se inventa el amor. Eva acaba de comer del fruto prohibido y se lo ofrece a Adán. Así lo describe Milton, porque si eso no es amor, no sé qué es:

“Nunca mi estado

se podrá separar del tuyo propio,

lo mismo si es feliz que doloroso”

Y concluye:

“Y sin recelo,

sin duda ni inquietud, con saber pleno,

rendido a la atracción que Eva le ejerce,

pues nadie lo engañó, come la fruta”.

Sabe que Eva hizo mal, fue contra el orden impuesto, pero Adán le dice: “yo te sigo a todas partes”. El amor puede más que un Dios. Pero hay una conclusión más interesante que se puede sacar de este hecho: el que da paso al amor no es Dios, sino el Diablo. El amor es una caída, es lo que hacemos a pesar de cualquier cosa, no es algo que obedezca al cálculo y a la precaución. Te picó el amor y fuiste. Se terminó la especulación racional. La opción para Adán es: no comés la manzana y te quedas en el paraíso por siempre, pero sin Eva. O te vas a hacer la vida (y la muerte y el trabajo y el cansancio de los hijos) pero con Eva.

Dios inventa un paraíso que nadie parece querer. La paradoja de un lugar perfecto es que hay de todo menos historia. Carecer de historia es no tener conflicto, es decir, no puede haber literatura en el paraíso (ni amor, como se vio). Como dice Dolina, un ser eterno no necesita del arte ni la literatura, porque al fin y al cabo vivirá todas las vidas. Es una vida infinita pero que no reconoce el riesgo ni la privación de las cosas. Tampoco la creación.

El paraíso perdido de Milton es también el elogio del tránsito de las cosas. Digámoslo así: es una forma de descubrir la diferencia en el mundo. Cómo saber si estamos bien si nunca estuvimos mal. Dios cometió el error de ofrecer demasiado, les daba una existencia redonda a los humanos sin recovecos ni esquinas. Y con el primer fruto prohibido agarraron viaje, cómo que no. Era la posibilidad de ser de diferentes maneras, de amar, de extrañar, de poder apreciar un atardecer o de ese mate a la mañana donde arrastramos un poco de sueño recortados a la inmensidad de la existencia. Porque los paraísos son de una palidez indiferente, tan parecida a la nada, donde no hay barrios ni amistades y no existe el tango, ni ninguna música, porque nadie está tan melancólico para tener una noche triste.

Publicado originalmente en la revista Panamá