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Manteca al techo

La casualidad (¿pero acaso existe?) quiso que, mientras la moneda argentina estallaba por los aires y se esparcía por los cielos como un papel picado completamente festivo e inútil para cualquier otra cosa que una carnestolenda, yo estuviera embarcándome rumbo a Europa, donde mi marido y yo teníamos obligaciones laborales que atender.

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La casualidad (¿pero acaso existe?) quiso que, mientras la moneda argentina estallaba por los aires y se esparcía por los cielos como un papel picado completamente festivo e inútil para cualquier otra cosa que una carnestolenda, yo estuviera embarcándome rumbo a Europa, donde mi marido y yo teníamos obligaciones laborales que atender.

Lo primero que me sorprendió fue la rapidez con la que nuestro (de todos modos magro) poder adquisitivo se adelgazó. Nunca hemos sido de preocuparnos demasiado por los precios, pero esta vez directamente no era un desequilibrio futuro lo que podíamos poner en la balanza sino una escasez actual: contábamos (y seguimos contando) las monedas que nos quedan. Lo segundo, lo caro que todo se había vuelto desde nuestro último viaje al Viejo Mundo. Naturalmente, no en nuestra moneda casi inexistente, sino en euros. Entre el bolsillo argentino y Uniqlo, que supo abastecer de camperas de pluma a vastos sectores poblacionales, parecía haberse producido un divorcio definitivo, desde ya. Pero también entre los bolsillos de los demás turistas que, a diferencia de otros años, directamente no entraban a la tienda (ni siquiera en su sede berlinesa, que podría suponerse más barata).

De modo que entre el peso, el euro y el dólar la relación es mucho más compleja de lo que parece a simple vista, y el mundo entero parece estar ajustándose a estándares de consumo diferentes a los de hace dos años.

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Cuando comenté mis impresiones en los chats de los que participo, obtuve dos tipos de respuesta. La primera, “que se jodan, ya que votaron a Macri”, lo que presuponía que entre la práctica del viaje y la adhesión a un credo de derecha hay una relación lineal y necesaria y, por el contrario, la segunda: “ya todo se acabó, lo mejor es pasar lo mejor posible las últimas horas del Titanic”.

Aunque las dos posiciones me resultan igualmente simplistas, creo que la primera me convenció un poco más, pero no por el lado de la relación entre viaje y adhesión liberal, sino por el lado, tan cacareado por los diarios, de la confianza en la forma Estado, la moneda y los ciclos de la historia.

Puede sonar a pensamiento mágico, pero entre la posición apocalíptica y la integrada, la segunda parecía la más adecuada para definir la conciencia del paseante argentino en tiempos de devaluación irrefrenable: alguien pagará (probablemente los más pobres). Un poco por eso, los argentinos que viajan siguen, como en el estereotipo que indignó a Céline en el Viaje al fin de la noche, tirando manteca al techo. Quienes, como nosotros, no tenemos una confianza semejante en que alguien proveerá elegimos juntar esa manteca tirada, y guardar para después un sobrecito de edulcorante o una porción de Nutella para improvisar un desayuno callejero. Suena triste, y lo es. También, inevitable.