crítica

El sueño termina en una mueca

Foto: cedoc

Ninguna infancia, ningún niño mostro, es feliz. En cada apertura luminosa de la edad de los cortos y los campos traviesas refracta el monstruo que incuba cualquier adulto pleno de sociedad. Seba Santamaría remueve el palito de los años felices de sandías robadas y salesianos ennegrecidos en Cuando sea niño quiero ser como fui, el diálogo sencillo a los niños mostros que ansían el ring raje. 

La casa natal es la morada sideral que centrifuga las memorias ficcionalizadas del también locutor y músico nacido en la provincia de Córdoba. “La casa nos permitirá evocar, en el curso de este ensayo, fulgores de ensoñación que iluminan la síntesis de lo inmemorial y del recuerdo. En esta región lejana, memoria e imaginación no permiten que se las disocie. Una y otra trabajan en su profundización mutua. Una y otra constituyen, en el orden de los valores, una comunidad del recuerdo y de la imagen. Así la casa no se vive solamente al día, al hilo de una historia, en el relato de nuestra historia. Por los sueños, las diversas moradas de nuestra vida se compenetran y guardan los tesoros de los días antiguos”, sostenía Gastón Bachelard en La poética del espacio, de 1957. El espacio gestacional no es el geométrico, sino el memorioso, recodos para una identidad en crecimiento, y son los puntos de fuga que Santamaría vuelve a andar de sus días saltados en un agreste oratorio de Don Bosco, incrustado en las sierras de Alta Gracia.

Son los “recuerdos gigantes” de un viejo Ford de los años 40, el vagabundo que cambió al mayor Santamaría, un gato vivo enterrado en una limonera seca pegada a una higuera ilimitada, o la de un perro fiel que retorna, danzan “en la casa donde nunca se sabía qué podía ocurrir. Todo podía estar transcurriendo en la más aburrida de las monotonías y ante cualquier chispa, la magia se encendía y dejaba ver sus fogonazos anaranjados, esos que consumían cualquier angustia”. Es el dasein heideggereano jugando en las campanas de un dios en retirada, que no es más que un recobrado niño, asombrado de las fuerzas vitales en aquel “espaciar es la libre donación de los lugares en los que aparece un dios, lugares en los que el aparecer de lo divino se demora mucho tiempo”. Y afana el cierre que nunca cesa. 

“¿Quién pasa?/ Un niño./ ¿A dónde va?/ Al cielo./ ¿Y por dónde sube?/ Por una escalera larga/ que está allá lejos,/ al final del pueblo” es uno de los poemas de Kodak, de María Teresa Andruetto, una comprovinciana de Santamaría. Indagaciones poéticas de una lengua inflada de perplejidad  que rastrea también en los episodios de la infancia, allí pesca el material, en un intento de comprenderse adulta en la ciudad.

En los últimos capítulos, varios que no superan la página, el niño llamado Seba Santamaría empieza a percibir que el sueño se terminó en la mueca de la abuela y el sendero que se desvanece, y “una pena, comprendí décadas después, se redujo al tamaño de un nuevo patio”.

 

Cuando sea niño quiero ser como fui

Autor: Seba Santamaría 

Género: novela

Editorial: Luminosa, $ 15.000