“Dale una máscara y el hombre te dirá la verdad” sentenció Oscar Wilde que sabía bastante de la especie humana. Otro que comparte la irremediable relación entre la cara cubierta y volverse otro con algo del impulso por lo auténtico y veraz fue Saul Steinberg, el magnífico ilustrador muy conocido por sus 60 años de colaborador en The New Yorker. En el proyecto que realizó dibujando caras en bolsas de papel marrón para cubrir los rostros, el suyo y el de sus amigos, es evidente la idea del disfraz, pero también esa voluntad de pensamiento que expresaba por medio de líneas y trazos.
Steinberg que era rumano y había nacido en 1914 vivió los avatares del comienzo de siglo en su propia piel. Fue a estudiar a Italia filosofía en 1933. Se graduó en 1940 y al año siguiente se tuvo que ir de ese país por la ley antisemita del fascismo. Llegó a Santo Domingo a esperar la visa para entrar a Estados Unidos, donde murió en 1999. Entendía el dibujo, en todas las formas que lo ejecutó, como una forma de razonamiento sobre el papel. Con ironía y sin ella, con una afectividad expresiva en sus figuras humanas, el trabajo de Steinberg no es sólo el de un dibujante, ya que fueron hombres, en su mayoría, enfrentados con un mundo un poco confundidos.
La reflexión llevada al límite, como si no bastaran los signos, números y letras, para comprender la realidad. Como si no le bastara con el espacio del papel, se extendió hacia los objetos. Gatos con cuerpos de bancos y la célebre mujer pintada en una bañera. El mundo era imperfecto. Steinberg lo sabía. Sólo intentó corregirlo un poco.