La batalla biopolítica
Los asesinos seriales están ausentes en la literatura argentina, que está plagada de violencia y violaciones.
El amarillo es uno de los colores primarios, aunque el ojo humano perciba la mezcla del rojo y el verde como amarillo. Derivado del latín amarus, para los griegos era el color amargo y triste, el de la enfermedad, pero además era el color masculino por excelencia. El psicópata narrador de Yo soy como el rey de un país lluvioso, de Edgardo Scott, prefiere este color en una caja de pinturas de la niñez. Y se transformará en el rey amarillo de una ola de crímenes entre Buenos Aires y Frankfurt que devuelve en un género gastado el olfato social.
Los asesinos seriales están ausentes en la literatura argentina, que está plagada de violencia y violaciones. Quizás porque requieren aplicar en sus crímenes una mentalidad protestante y ortodoxa, más habitual en el hemisferio norte, huelga en nuestra vida cotidiana, tanto es así que en Wikipedia los ejemplos del algoritmo nada tienen que ver con las definiciones científicas, salvo con reservas en los famosos Petiso Orejudo, Cayetano Santos Godino, o el Ángel de la Muerte, Carlos Robledo Puch. Uno podrá pensar en que el más merodeó la escena fue Roberto Arlt con Los siete locos. Porque si bien en la literatura descartable contemporánea nacional de series y plataformas suelen ser convocados, Scott elige el poco transitado camino de Arlt de utilizarlos para escarbar una nueva sociedad de asociales: “Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes”, en la novela de 1929.
Edgardo Scott escribe así una novela política reutilizando los elementos de los clásicos de la literatura serial killer, Thomas Harris o Bret Easton Ellis, el hombre solitario, el varón incel, el niño roto, en un contexto reconocible de colectivos suburbanos y aeroparques costeros. En los mejores capítulos del nuevo libro del escritor de Imaginario, dividido entre anotaciones y perspectivas, emerge “ese rey de aquel país lluvioso, rico, pero impotente, joven, aunque achacoso” de Baudelaire, “Mi bestia, por ejemplo, recorre mis manos. Todos los días –sin que me dé cuenta o a veces con plena conciencia– hurga y se come las uñas –mis uñas–, y se lastiman los dedos. No se trata sólo de que, muy seguido, las recorte con los dientes. O que se arranque una piel muerta o reseca. No es solo eso. Es el pasado más remoto el que reaparece en la impaciencia cruel de mis manos.”
La muerte, como en Baudelaire, como en Arlt, acompaña estas crónicas de una sociedad de spleen cibernético y pornografía mercantilizada. El paroxismo de cosificación del otro que hace que algunos, como confesó con torturas el Petiso Orejudo, no se puedan “asujetar”. La grotesca balada que la doctora Claudia Brücken, la Clarice Starling de Scott, reconoce en la declaración final, que también la transforma como a la protagonista de El silencio de los inocentes, “siempre despreciaré el poder y a quienes lo ejerzan, me da lo mismo el género”. La batalla biopolítica continúa.
Yo soy como el rey de un país lluvioso
Autor: Edgardo Scott
Género: novela
Otras obras del autor: Cassette virgen; El exceso; Imaginario; Luto; Escritor profesional; Contacto; Caminantes; Por qué escuchamos a Stevie Wonder
Editorial: Interzona, $ 24.900
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