‘Malasya’ La novela que no existe en la lengua que sí
Al borde de la vanguardia, o saltando esa zanja perimida, Malasya aparece como una iluminación lenguaraz en la literatura argentina. O le da un aire a esa lengua que implica lo argentino. Publicada por Editorial Nudista, con edición de Matías Raia y Martín Maigua, el fantástico territorio de Marmat busca un lugar en el mapa raído del presente, un lugar en la noche de los lectores. A modo de adelanto, reproducimos pasajes de la novela.
“La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa”. Estas frases se encuentran hacia el final del ensayo titulado El idioma de los argentinos, publicado por Jorge Luis Borges hace casi cien años.
El pecho, el plexo, la caja de resonancia de la respiración pero (siempre hay peros, uno, dos, infinitos), pero también esa forma de la oralidad que resuena mientras leemos y releemos. Con el cantar se consuela Marmat, así en su prosa canta las cuarenta en ochenta y ocho capítulos inenarrables –porque ya están narrados– de su novela Malasya, acaso Malaisya, tal vez Mala CIA (juira, cucha, naides nos puede enseñar a escribir desde Iowa con otra lengua). Aunque, para cantar el truco, aquí hay un viejo dúo dinámico. El Escribiente lidia con las aventuras de Personaje Descolocado y Celebrante Retirado. Cimarrones: Quijote y Panza, Mason & Dixon, Bouvard y Pécuchet, no importa el orden, todos geógrafos perdidos en la fantasía, en la carcajada nocturna al escribir de James Joyce.
Qué deja a la recomendación este texto –sagrado con sargazos– más que pegar la frente a la puerta de la propia imaginación. Abran rápido, porque esta nota derivará en la cita de fragmentos como si quien enuncia no fuera más que un mero DJ en una ordalía de la lengua argentina, otra, renovada, nada paqueta: que viene a espetar una lengua política y dice en su consuelo –porque trae una política de la lengua–: todos somos culpables de esta aventura con desenfreno múltiple. Exacto: Marmat (Marcelo Padilla), sanjuanino, o más bien, cordillerano, vuela como el mejor cóndor, ve todo desde lejos, en su verdadera dimensión. De cielo.
Escribió Agustín Conde de Boeck en la revista Boca de Sapo: “Instanciando las trapisondas de Personaje Descolocado y su eterno consejero, Celebrante Retirado, así como las esporádicas intervenciones del propio Escribiente de la crónica y las puestas en abismo de los relatos que se cruzan de uno a otro, la escritura de Malasya se torna desmesuradamente hipergráfica. Sus quinientas páginas se multiplican hacia adentro, como en la geometría hiperbólica de un objeto capaz de detentar una extensión interna “desbordante” con respecto a la intuición euclidiana. Y en el hipervolumen encajonado de esta obra, donde el volumen es mayor del que la envolvente sugiere, se produce la expansión paradójica de una región de lenguaje que crece, no ya por linealidad narrativa, sino por acumulación de imágenes, formulación de consignas y escanciado de episodios cuyos vínculos no evidentes van, sin embargo, tejiendo un mundo tugurizado…”.
Para Ana Regina (revista Bache): “La escritura marmática, como la han llamado, es barroca porque encarna lo desmesurado, lo frondoso, lo recargado, lo excesivo al nivel de la frase. Pero también es barroca por su estructura y la afición al juego de plegar o mezclar distintos planos de la realidad. En Malasya el narrador, conocido como El Escribiente, intenta contar la historia de ese mundo, pero los personajes se le rebelan. Esclavos del caos, desordenan el relato, lo toman. Así, todo el texto parece estar a punto de desmoronarse: ‘Una vez más, mientras el Escribiente torraba como un oso invernador, Personaje Descolocado había tomado el texto, la escritura del informe sobre Malasya que el Escribiente estaba terminando de una buena vez’. A veces siento que Malasya es un territorio literario consciente de su artificialidad, que se vuelve en contra de nuestra realidad. A veces me pierdo tanto en sus hojas que siento que avanzan sobre el mundo. A veces creo que Malasya es Tlön”.
Por último, tengan cuidado. Esta lectura es propicia por esa política de la lengua que contiene: desconfíen del tirano que disfraza sus palabas como si fueran las de un amigo bonachón, acaso diler de substancias apócrifas…
De cómo los mosquitos llevan y traen la novela usurpada
(…) No hay parrillas en la feria. Solo carros grandes como aquellos de los gitanos en el descampado. En una posta de nómades, han parado desde el viaje que encararon desde Noruega, una sola vez: donde no hay parrillas. Ni fuego, ni cielo. Es la grisácea. La novela grisácea de la confusión entre la palabra y el yecto, que por estar en un sitio circular, se pierde, da vueltas por entre la gente y se descompone. Cae una tormenta producida por las máquinas que controlan la temperatura. Son jáquers, sí. Ya se la veía venir. Pero en Noruega, así como te largan una tormenta desde la máquina, te secan con los vientos arenosos que salen de las carpas gitanas. Aquí han parado unos días, abriéndose camino entre el zonda y las protestas de las calles buscando el antiser. Los gitanos, a ellos me refiero. Las calles protestan, pero solas, las calles sin nadie, protestan, son calles de protesta. Y una sola es de probeta. La calle de probeta es, como no podría (ser) de otra guisa, un experimento que le quedó pendiente a un neonazi en la sala de máquinas, donde el señor neo sirve licuados por la calor, ¿vio? Es un nazismo mágico e inconsulto, de arremetimiento. Al fin, piedras, escritas en un idioma que dicen se llama “castellano”. En la calle de probeta. La calle de los lamentos de procreaciones truncas. Llantos, gritos, probetas. Tubitos de suave vidrio y liviano mezcal infundado. El gusano máximo de la vida, preparado por el viejo Lai. ¿Qué más querés?
Hay polizontes por todos lados y no se sabe si la gente es polizonte o qué. Por las miradas, parecen aliados de las mosquitas, pero dejan que ellas hagan el trabajo de gimotear cuando llegan con el reporte de los cuchicheos. Un balbuceo muy poco claro por el alto volumen de la música se queda ahí, sin poder ser escuchado con claridad. Esa novelita vertida, de escaparate acicalado de telarañas, sin tapa ni contra, arremete en orgiástico túnel donde los próceres miran y te dicen cosas. Es como un tren fantasma donde los próceres te putean al pasar. San Martín es el peor, el más mal educado de todos. Pero lo dejan, y el prócer se embola y escupe. Escupe a la gente que pasa. Sí, San Martín te putea cuando pasas el túnel, no le gusta su (rock and) roll. Es un vándalo. Pero de eso no se habla, porque arriba es un prócer venerado por la liga de los oscuros. Son oscuros porque los han pintado de tizne. Representan a los 60 granaderos en mulas como futres. Sesenta futres en mula rastrillando. El viento fresco se mete por el túnel de los próceres y embolsa, embute, y yecta –como astronautas ingrávidos– a los paseadores de virulanas, que al ladrar en masa aturden por la acústica rota del túnel. Nadie se entera de nada con la música fuerte. Como en los interrogatorios amenazantes de tortura, pegado al D2.
La proliferación de la palabra amor. La consigna. La ciudad es un monumento desde arriba, la palabra amor es la que más se usa, en los carteles, en las charlas, en las postrimerías del grimorio. Se usa tanto que nadie cree en la palabra. Ha caído decapitada otra escultura. Ya son cuatro. Pero solo imaginariamente, porque no pasa nada de nada en las Carpas de Salta. La consigna siempre debe llevar la palabra amor, saturando a la audiencia y a los ciegos. Es un artefacto. Cómo debe estar la cosa, que hay que nombrar la palabra amor hasta defenestrarla. Vaciarla. Hasta que alguien grita “el amor no existe” y todos aplauden. Uno de los ausentes se sube al escenario. Grita: “vivan los novios”, y se lo llevan preso, por decir eso y, como antecedente: por tirar una lata de Paso de los Toros Pomelo al piso. Plogging, que significa: paredón en inglés. Plog viene del escandinavo antiguo y ging del chino antes de los ideogramas en mandarín. Se entiende todo, para qué más. Amor y plogging, música al palo y mosquitas vigilantes que llevan y traen. Amén se dice, no amor, amén.
Los Santos de La Merca
Con dos o tres corridas de ladrillos menos, estaba parado en la puerta del restaurant el mozo con el trapito en la mano, chicoteándolo sobre sus piernas, oteando a la clientela que se metía con los dedos papas fritas y queso derretido a la boca, sobre todo los niños y las niñas, que luego le chuntaron helado de crema americana sobre el maíz del firmamento de los platos. La moza era la única que trabajaba, y de vez en cuando te aguaitaba el mozo ese, el del trapito, haciéndose el pelotudo cuando alguno le quería pedir completar los cubiertos de la mesa. No, no, eso lo hace la chica, ya les va a completar ella la mesa, decía el vago, mientras la chica correteaba con platos y licuados de un litro en una bandeja del tamaño de un sombrero mexicano posta, original, de los que hacen sombra a 180 grados bajo el sol, especialmente en el desierto de Sonora.
Malasya tenía nuevo gobierno. Unos niños, aviesos en temas bélicos, treparon la Legislatura por la cúpula y otras niñas con sogas y telas volaban por los aires enfundadas con trajes negros y pasamontañas. A la institución la tomaron por arriba primero, para luego bajar por el buraco que dejó la última tormenta eléctrica. Bajaban como Batman y Robin por un caño esmerilado y al caer, en plena sesión, las bombas explotaban a la altura del Parque de Diversiones, donde están las burbujas de aire con niños adentro flotando en el agua de la gran pileta. El trencito quedó a deriva, porque degollaron al maquinista y la formación dio contra la Iglesia Romana primero y luego, de rebote, contra el Taj Mahal, que imponentes sobresalían sus cúpulas rodeadas de mosquitos del tamaño de un caza bombardero, pero más chicos, como Harriors ingleses, pero hechos en Corrientes con cuero de lagarto, a mano, artesanales como las champas de verano que ponen en las canchas. Reitero: las carretas detuvieron su marcha a la altura de la canchas del Depo, mientras entrenaban, corriendo de un lado a otro los jugadores, subían a las tribunas para fortalecer sus gemelos. En la transpiroteada general el agua escaseaba y las lluvias de kilómetros desvanecían desde el cielo, por eso los jugadores corrían con la boca abierta mirando al sol por las dudas les cayeran gotas, y así hidratarse en la tarde moreteada por la punga que se hizo plaga desde el verano anterior, por el cambio climático, según los pronosticadores del tiempo, o por el hechizo de unas lloronas del Parque de los Patricios que vinieron a estas tierras a despedir en rituales a sus muertos por nacer.
No se habla con la comida llena de boca, le dijo el mozo vago del trapito a una clienta que le pedía un vaso de más, porque el que tenía estaba trizado y perdía gotas y gases, burbujitas doradas con forma de pepitas chiquitas de oro que relucían en la tarde particular. Tanto llegó el cántaro a la fuente que los bomberos tuvieron que activar al sentir un sonajero de un bebé tirado en la puerta de la Central de Emergencias. Dormidos, los bomberos llegaron con las gomas y las mangueras, en moto y en bici, corriendo a todo lo que da para ver si podían determinar qué es eso de con la comida llena de boca no se habla. Unos imbéciles los bomberos. Porque el problema de las tomas de gobierno estaba en otro lado, como a doscientos kilómetros de donde fueron los bomberos. La tenían con el mozo los bomberos, porque a ellos les pasó una vez que fueron al mismo sitio a festejar el aniversario de la muerte del Manguera, un bomber man de la más fina especie, de los que no abundan.
El Manguera falleció una mañana que se levantó con resaca y se metió una goma en la boca y, al largar el agua, por la fuerza que comprimía dentro de la goma, se ahogó. Llegó a tomarse cien litros de agua sin querer el Manguera porque se le había atorado la goma en la tráquea y no se la podían sacar. El primer bombero ahogado por su manguera en situación de calle fue homenajeado por el intendente, que se subió al carro a dar un discurso atonal para el pueblo que se reunió en la Plaza Mayor. Si bien el discurso era aburridísimo hasta el bostezo de los propios familiares y amigos, hubo una parte del mismo que dejó helados a los participantes, fue cuando el intendente dijo:
“A los bomberos se los despide con fuego y 55 cañonazos, luego llegarán las viandas con el protocolo y de ahí cortamos las cintas para que las sedas se desvanezcan y dejen a cielo abierto la pelambre de nuestro querido Manguera, quien dio la vida por todos nosotros como Jesús en la cruz en la película de Stephen King, donde el mesías se queda encerrado en una cabaña con una groupie y lo invita a practicarle sexo oral. ‘Total, ya estás en el horno, Jesús, y bastante turrito fuiste con la feligresía, no te hagas el santo’, le dijo la groupie. Y prosiguió bullyniándolo: ‘Vení, personal yésus, chupámela toda con esa barba carmel. Sacate el sudario, viejo, ponete en pelotas y bailemos un minué’”.
El intendente estaba bastante borracho, mire vea, porque venía de la Vieja Esquina de chupar con el viejo merquero de la daga en la malla. Y cuando entrás en la Vieja Esquina… difícil salgas sano y salvo. Digo, por los duelos de cuchillos los domingos a la hora del vermú. Bueno, entonces el intendente subido al carro y en pedo decía esas cosas y la gente respetaba, no como antes, que no se respetaba a nadie cuando se subía a un carro de bomberos en tiempos de la taifa árabe castellana.
De cuando Personaje Descolocado se va a vivir a la zona medieval de Malasya
Personaje Descolocado, en su sexsuaejemónico disfraz de miserabilidad, quedó atrapado por boludo en un patiecito interno de un departamento: planta baja, zona cool de Malasya, la Alburquerque de los laberintos de frondosos sucundunes, construida en los desiertos circulares.
El sucundún es árbol nativo que supieron cultivar los chivas en el siglo XII, antes del Fiurer del campo, cuando gobernaban la zona alta en las hondonadas que se trifurcan por las mesetas de lechugas a las 3 de la tarde; luego, el sol en lenta caída, las yungas imponen su clima boscoso, híbrido de naturaleza ciborg, cuarzos rosados y azules electrifican el punto central del barrio, donde está montada la esfinge de La Dama del Agua, ahí, esculpida por sus esclavos, como dos mil quinientos fueron, todos musculosos de fibra malasyana pura, guerreros y leales, porque la lealtad es, o sabe ser, medieval, en el buen sentido de saber ser medieval, muy beneficioso en este caso para La Dama del Agua, que domó, literalmente hablando, a sus dos mil quinientos esclavos que luego esculpieron su esfinge.
En fin, como le contaba, justamente el tipo, Personaje Descolocado, fue y se compró un departamento en ese barrio de laberintos circulares pleno de sucundunes en los desiertos, el Alburquerque. El tema es que perdió la llave de la reja del patiecito interno donde quedó encerreitor, sufriendo, como sufren los depositados en un calabozo de noche y sin cordones, en ojotas. El cielo estrellado le daba luz natural, especialmente cuando la luna posaba equidistante a la Basílica de Saint Aberastáin, el de la familia que vino de un lugar desconocido. Según el propio Aberastáin: descolocado. Así decía lugar descolocado en las sagradas escrituras de puño y letra del beato, encontradas en los cofres de La Dama del Agua, muchísimos años después de que construyeran El Laberinto de los Deseos en homenaje a ella. Entrabas en x circuito por estriming, después por no sé qué carajo ya entrabas en Malasya digital hecha película, participaban los personajes a gusto del jugador, modificaban trama y tiraban los dados, lo que también constituyó, pienso ahora, no sé, tal vez solo subrepticiamente, sin querer entrar en conspiraciones, un mansísimo homenaje (aunque encubierto, claro o tapado), a través de otro homenaje, al propio Personaje Descolocado. Por el tipo de juego de modificaciones de personajes, digo, porque justamente fue lo que pasó cuando se metió a reescribir la saga este haragán, no sé, digo.
En fin, para que quede claro, mire vea, a Don Aberastáin, el santo, lo llamaban Vacuibá por el vacío que producen Los Profesantes de los Círculos. Vacuibá es una deformación del castellano que transicionaron los gauchos profundos, unos orientalistas, quizá los primeros de Malasya, hombres y mujeres sensibles a la electricidad artificial. Veían estrellas por las noches los pioneros del cosmos, según Carl Sagan, porque lo dijo en uno de sus documentales, donde a Malasya se la nombra como Tierra del Fuego Alto.
Vaya uno a saber dijo una voz de penumbra, escondida en unos anaqueles medievales de una biblioteca bajo suelo de un edificio brutalista, fugada en páginas abiertas, supongo, que yo sepa.
En fin, La llave, la llave, la llave, meditaba en repetición paj suj adentroj Personaje Descolocado, absolutamente in puribus, y tiritando de los nervios, mire vea. Habrán pasado cinco minutos hasta que encontró las llaves, encorvado de tanto hurgueteo, pero a Personaje Descolocado le pareció un lustro, o más. Revisó los bolsicones del atavío a la que te criaste y no encontró más que el kejel para sus ojos. Como no tenía espejo lo dejó en su lugar, en el bolsicón del dantuá, para ser más preciso, luego hurgueteó en el bolsicón de la chambergá, que es de tul, y tiene un conteiner de hilo extrafino para depositar un pañuelo de seda, o una pluma, nunca una llave, que yo sepa (plumas envenenadas se usaban en esa época en Malasya, las inventaron los del Gremio de los Escribientes para envenenar personajes, en fin, época dorada, como la de Molière). Cuestión que la maldita llave no estaba en sus ropajes, a decir verdad, no debería haber salido así, tan aputosado y corajudo Personaje Descolocado, después de tomarse varias copas de grapa, y con esa peluca, porque en el barrio lo joden (ya le ha pasado). Eso me dijo el primer sábbat al oído, en la esquina del Bataraz hecho cenizas:
—La otra nuuuche… me quisieron manosear en la esquina de la panadería Las 24 hs.
—¿Las 24 hs. te quisieron manosear? –pregunté, a mí me sonó confuso.
—Nuuuuu, la otra noche 24 hs. en la panadería –dijo, medio borracho Personaje Descolocado, confundiendo aún más la cosa.
—Masí, ¿se entiende o no se entiende? –le dije, en trance.
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