“Shakespeare es más que Cervantes”
Afincado en Buenos Aires desde hace más de una década, el narrador y ensayista chileno Gonzalo León publica un sugestivo ensayo sobre William Shakespeare, “El mal inglés”, en el que planta una singular hipótesis: que nuestro Shakespeare es un producto más bien reciente, resultado de lecturas del siglo XVIII y XIX. Erudito sin ser cansino e inteligente sin renunciar a la cordialidad, PERFIL dialogó con el autor a propósito de este sólido ejercicio de crítica literaria.
—Si bien eres un escritor conocido por un ejercer un acendrado eclecticismo, me veo compelido a preguntarte. ¿Por qué un ensayo sobre Shakespeare? ¿Por qué ahora?
—Es una pregunta que varios me han hecho. Tiene varios planos dicha respuesta, pero me inclinaría por el sistema literario. Entonces me interesó Shakespeare porque se trata de una figura que explica muy bien cómo funciona el canon. Fue un autor popular en su época, un empresario teatral. Para trasladarlo a la actualidad, hoy sería una mezcla entre Carlos Rottemberg y José María Muscari. Tras la muerte de Shakespeare, no hubo una valorización ni ascendió al canon; es más, con la Revolución Puritana fue prohibido, porque se cerraron los teatros y el autor canónico fue John Milton. Sólo a principios del siglo XVIII, con Alexander Pope, se empieza a conocer la obra de Shakespeare: Pope descubre, sin más, que había sido escrito en verso. Pero definitivamente es el romanticismo que lo coloca, a fines de ese siglo XVIII, en el centro del sistema literario.
—Al revisar el extenso corpus de las obras del bardo en nuestra lengua, por fuerza tuviste que comparar traducciones mexicanas y argentinas con chilenas y colombianas. ¿Cuáles son tus preferidas, y por qué?
—Yo diría que todas las traducciones a las que accedí tienen su particularidad: las escritas en verso y las no escritas en verso. Pero quizá en la que más me detuve, Cuento de Invierno, es una obra que ideológicamente me sirvió para desarrollar lo que quería señalar. En concreto, mi intención era cotejar un parlamento, aquel donde el padre de Florizel conversa con Perdita, la novia de su hijo. Todos en la obra se disfrazan, es decir, nadie es lo que parece; además, se trata de una historia de amor y no tiene ese componente trágico de Romeo y Julieta. Por si fuera poco, el padre de Florizel reflexiona sobre el arte y la naturaleza. Dice en un verso: “Hay un arte que es producto de la naturaleza”. Y hacia el final: “Pero el arte mismo es la naturaleza”.
La naturaleza fue fundamental para el romanticismo, de ahí sale el programa literario de William Wordsworth en Inglaterra a principios del siglo XIX. Pero además, un filósofo como Theodore Spencer, escribió a principios del siglo XX un libro muy iluminador, Shakespeare y la naturaleza del hombre; allí establece algo muy fuerte: cuando el bardo aún vivía los dominios de la naturaleza estaban en crisis. Entonces qué fue lo que pasó: Galileo cuestionó el dominio del cosmos, Montaigne el dominio de las cosas creadas en la tierra y Maquiavelo el mundo de los seres humanos. Faltaba Shakespeare, que cuestionó y cambió el mundo de la representación, del arte.
—¿Qué similitudes y diferencias distingues entre las traducciones de Shakespeare, digamos, de Nicanor Parra, Tomás Segovia, César Aira o Marcelo Cohen, por ejemplo?
—Debo decir que leí con mucho placer las traducciones de César Aira de Trabajos de amor perdidos y de Cimbelino, ésta última se puede leer de principio a fin como una novela, y Trabajos es un libro que Aira se debió haber sentido identificado. ¡Bah!, por ahí me equivoco y lo detesta.
—Tu ensayo es una obra sólida, pero se encuentra lejos de ser una obra de método. ¿Con qué herramientas técnicas te enfrentas a un corpus como el shakesperiano?
—Como te dije, yo quería saber por qué Shakespeare se había convertido en un autor canónico y eso me dio un sistema. Pensaba que un autor en esa época no llegaba a ocupar la centralidad de la literatura europea o mundial por dar entrevistas o salir hablando con una influencer. Entonces me encontré con cosas raras, como que los alemanes lo declararon a fines del siglo XVIII como poeta nacional, es decir la valorización de Shakespeare comenzó en Alemania, que como dijo Isaiah Berlin en Las raíces del romanticismo, si quería hacer una revolución solo la podía hacer en el plano filosófico-cultural, porque políticamente no existía y el idioma recién empezaba a existir. Berlin emparenta el romanticismo con la Revolución Francesa y con la Revolución Industrial y señala que fue el cambio más importante en nuestras conciencias. Y Shakespeare fue parte de eso.
—¿Cuáles son tus piezas preferidas de Shakespeare, tras la escritura de tu ensayo? ¿Cuáles recomiendas para un lector contemporáneo?
—Como buen vago, porque uno en tanto lector vaga en las lecturas, hice un ranking: Rey Lear, Sueño de una noche de verano, Como gustéis, La tempestad, Cuento de Invierno.
—Creo que el consenso es absoluto al respecto de la superioridad de Shakespeare sobre Cervantes, sin embargo, ¿con qué autor del siglo de oro lo compararías? ¿Y por qué Tirso, por qué Lope y por qué Quevedo?
—Coincido en que, para mí al menos, Shakespeare es más importante que Cervantes, por una sencilla razón: Cervantes tiene una gran enorme ultraexcelente obra y Shakespeare tiene al menos diez. Sí, es verdad que la calidad no se mide por cantidad, pero creo que aquí podría servir como criterio. Como lo veían los románticos, Shakespeare simbolizaba el genio. Y la definición de genio es alguien que no admite obstáculos para hacer su arte, que lo hace con absoluta libertad. Y de esos hay pocos.
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