Entrevista a Gustavo ferreyra

Siete conejos en la cabeza

Con cuarenta años de trayectoria, más de una docena de novelas publicadas –junto a un libro de relatos– y premios cosechados, Gustavo Ferreyra es todavía, para muchos, el secreto mejor guardado de la literatura argentina de los últimos años. Leído y admirado por sus pares, ostenta una ideología de la escritura que se afirma con rasgos propios, no siempre fáciles de digerir para los lectores. A treinta años de la publicación de su primer libro, Ediciones Godot ha dado inicio a la reedición de toda su obra (inhallable en muchos casos), junto con la publicación de otras novelas inéditas. Motivo propicio para entablar este diálogo en profundidad que a continuación presentamos.

Confesiones. “Yo siempre he tenido una especie de sensación de fracaso, por falta de público, de ventas. Hay algo siempre de orgullo herido, es cierto; mi literatura siempre estuvo en tensión entre los deseos de mi editora de publicarme, y los directivos de la empresa, que no querían porque veían que no vendía.” Foto: Alejandra López

Agazapado en la insondable oscuridad de la noche, el niño percibe el futuro inminente con la claridad y determinación de una hecatombe nuclear. Encerrado en la habitación, ovillado en aquel crescendo de zozobra etcétera, está metido en un túnel de huesos que lo aterra; tiene los pómulos húmedos e hinchados por el llanto. Acaso las aventuras que proponen los autores que incorpora ofrecen algo cercano a la dispersión. Pero para un escolar que amanece a las 6 am, la vigilia se transforma en una dilatada procesión de sopor. Hoy, como todas las noches, asiste con la misma extrañeza al espectáculo de la crueldad.

Al otro lado de la puerta, el padre repite el estribillo: discute con la esposa, fuerte, la maltrata; se oyen golpes, vasos estallan, otras puertas colisionan; se encienden luces en algunos rincones de la casa, se clausuran otras, los vecinos bajan las persianas. El alcohol florece como antídoto para exfoliar los espantos de la guerra, disipar los filtros, y entonces sí acaece la tormenta. Y más vale mantenerse al margen. Mientras el joven lector alterna su atención entre los renglones que deglute y el picaporte de la puerta que escudriña con una estabilidad incomprensible, descarga paladas de adrenalina. “La verdad es que tenía miedo de que mi viejo nos cagara a tiros”, dice ahora Gustavo Ferreyra en esta cálida tarde de mayo. Está sentado debajo del televisor que sintoniza uno de esos programas que escupen la angustia de vivir. Con cada intervención despliega una sonrisa estrecha que imprime en el rostro un gesto dócil, cándido, amable. Ostenta unos jeans azules clásicos, zapatillas negras de lona, remera blanca y chorros de electricidad contenida. Sin embargo no hay en su postura impulsos de voltaje súbito. Su aspecto no puede ser el de un duro, sino del que viene de una noche larga. Cada tanto campanea alrededor, hunde la mirada en el aire, flota en remolinos de estremecimiento. Pero basta que sonría, los ojos enrojecidos y soñolientos, para que la expresión se disuelva. Aprovecha un repentino cambio de aire para hablar: “Lo que empecé a hacer fue leer para no dormirme, para estar atento por cualquier cosa, pero como me dormía igual, decidí ponerme a escribir, sentado. Entonces leía hasta la medianoche más o menos y luego escribía poesía sentado. Cuando volvía del Industrial a las seis de la tarde, dormía una siesta porque estaba fusilado”.

Con el café llegan más conversaciones, enhebradas en la factoría Ferreyra, enraizadas a situaciones ordinariamente corrosivas. Cuando se lo escucha a Ferreyra uno tiene la impresión de que una máquina de narrar se ha echado a andar. No son sólo sus anécdotas personales las que le conceden este don. Es también, básicamente, la forma en que cuenta. En algún momento volverá sobre la historia del padre para abrigarlo con un manto de condescendencia: “Al final mi viejo no nos mató, tampoco se separó de mi mamá pese a que estaban en juicio por divorcio. Lo que hizo en realidad fue intentar matarse, padecía una depresión profunda. Una vez, siendo yo más grande, entré en su pieza y lo encontré con un revolver apuntándose a la cabeza y peleamos hasta que logré quitarle el arma, que estaba sin seguro”. Si vale la pena indagar en el lenguaje de Ferreyra es porque aquí su prosa, una ideología de la escritura, se afirma con rasgos propios, recortándose de la sombra inhibitoria de las lecturas que lo formaron. Conversar con él a propósito de sus libros, entre otros motivos, se debe al interés de tensar las relaciones siempre conflictivas entre la realidad y la ficción, entre literatura y política, y por qué no, en las estrategias del mercado y de los poderes dominantes. 

—¿Cuándo supiste que serías escritor?

—A los 15, 16 años, al terminar La educación sentimental. Cuando cerré ese libro, lleno de emoción, con la pretensión de generar en otras personas lo que Flaubert en esa traducción logró en mí... Hasta entonces yo pretendía ser ingeniero, o algo así. 

—¿Tus compañeros de escuela sabían que escribías poesía? 

—Lo supieron mucho más tarde, a los 18, cuando en un concurso seleccionaron tres poemas míos para ser publicados en una antología. Ahí lo blanqueé, cuando les dije que no podía salir con ellos porque tenía que ir al evento de presentación del libro. (Se detiene, piensa.) No les sorprendió tanto, ya me veían medio raro.

—¿Cómo recordás ese traspaso, del ejercicio nocturno como elemento de defensa a ser presentado como poeta en una publicación, con la carga de ser leído por gente que no te conoce?

—En realidad ese libro pasó totalmente desapercibido, yo tengo un ejemplar, pero creo que ni se distribuyó; el organizador del concurso era un tipo millonario que tenía una fundación e hizo la presentación en su mansión por las Barrancas de Belgrano. 

Para los que nadan desde hace tiempo en este estuario saben que Gustavo Ferreyra cultiva el bajo perfil con devoción militante. También sabrán que en la ejecución de ese dispositivo emergen posiciones que suelen chocar como bolas de acero imantadas. Es que más allá de la obra, el sistema necesita alimentarse, más y mejor, exprimir de algún modo ese artefacto de carga simbólica que conocemos como escritor: participar de algún premio, y ganar; concurrir a ferias, congresos; codearse con mecenas, presentar libros; ser venerado por la crítica, propiciar entrevistas… En definitiva: hacer lobby. Ferreyra atiende la reflexión con el cogote estirado levemente. Pronto se desliza como una esfera de intuición que cae a la geografía más escarpada de su existencia, a sus grises digamos. Mientras se rasca el mentón, hunde la mirada en el aire y dice a velocidad de parpadeo:

“En algún punto padecí el bajo perfil, pero siempre fue una elección intuitiva, o que se me imponía. Traté de forzarme a ir un poco al encuentro del mundillo literario, pero era un planteo abstracto que no me llevaba a nada concreto, y no hacía nada en función de eso. Y terminé eligiendo más bien para el lado de la reclusión… Mirá, cuando yo escribía en El Cronista Cultural, me invitaban mucho a presentaciones de libros y siempre desistía, porque prefería quedarme escribiendo la página del día. Sivia Hopenhayn, que dirigía el suplemento, me decía: “vos no sos antisocial, sos asocial”. Pero lo mío no era una postura, simplemente no sé, era tímido, estaba incómodo donde había tres, cuatro personas; ahora me pasa lo mismo: me asusto un poco. Aparte es como que mi inteligencia refluye. Una vez en una charla dije: cuando yo escribo tengo siete conejos que elaboran en mi cabeza y sale algo bueno; pero cuando estoy delante de otra gente, se van para atrás, solo queda uno que atiende la puerta, los otros se esconden en la cueva. Entonces siempre notaba que me costaba hablar delante de la gente, no ya decir algo inteligente, que era directamente imposible.”

—Un comportamiento en apariencia impropio para un docente; siempre tuviste que enfrentarte a un público.

—Sí, pero justamente no literario, es decir, el ámbito de lo sociológico, político, histórico, que también sufrí mucho, sobre todo al comienzo de mi docencia en el CBC; con 23 años tenía cien personas delante que me miraban. Pero la literatura siempre fue distinto. La gente en esas tertulias hablaban de autores que yo no conocía, entonces siempre parecía descolocado. Yo leía a los clásicos, Thomas Mann por caso, pero nadie hablaba de él; sin embargo, por ejemplo en los años 90, hablaban de Fogwill, de Saer, y yo nos los había leído, quedaba fuera de sintonía.

—¿Cómo te acercabas entonces a colegas, editores, o editoriales para que leyeran tu trabajo y así publicarlo? 

—Esa veta apareció siempre como de casualidad. A Luis Chitarroni le dejo El amparo y lo publica; El perdón sale porque me lo pide Sylvia Saítta, que estaba dirigiendo una colección en Simurg; después aparece Sudamericana porque yo tenía cierto vínculo con Guillermo Saavedra, que le había gustado mucho El amparo. Bueno, ¿ves? Algunas relaciones fui haciendo; además de los mencionados, Martín Kohan, Aníbal Jarkowski, Jorge Consiglio, ese sería mi grupete, pero por ahí nos vemos una, dos veces al año, no más que eso. También son tipos difíciles, se recluyen.

Detrás de la barra marmolada habita una repisa extensa que contiene el coro de objetos extraídos de las profundidades afectivas del administrador del bar. En el rincón opuesto a la calle, otra estantería y una escalera metálica, diseñada con un gusto injustificable por el vértigo. Del cielorraso pende una tira de lámparas en tubo que derraman luz fofa, le imprimen al espacio la frialdad de una cueva sepultada en un glaciar. Justo antes del ingreso a los baños, dos bibliotecas enanas con puertas de vidrio, repletas de cucharas coleccionable de ciudades remotas. Un acto de fe en lo imposible de la vida. (El vocerío llega desde otra mesa con entonación de comedia. Las palabras cursan el aire a ritmos discontinuos, como destellos de ecos tartamudos.) 

—Muchos autores anidan hoy en redes para difundir su trabajo. 

—Yo no tengo siquiera celular, desconozco las redes. 

—¿No te interesa curiosear un poco para ver qué hay? 

—La verdad que no, tengo una desconfianza respecto a lo que llamo la polvareda del presente. Vivimos en una contemporaneidad, un presente donde todo es confusión y polvareda, ya no ves claro un pomo. Y en esa polvareda más bien te perdés. Entrar en las redes es meterse de lleno en la polvareda. Así que más bien me recluyo con respecto a las redes y también a las noticias, porque en última instancia también están en esa polvareda. Prefiero estar más encerrado en mi vida, en mis libros.

—Sin embargo, sos un escritor capaz de reflejar con sofisticación toda esta “polvareda nacional”. Como autor siempre leíste bien la época; lo hiciste con Piquito, ahora con Mamífero… 

—Si, es verdad. Pero en realidad lo que me atrae para retratar es un poco esa clase media mezquina, que uno vive en medio de todo eso, no?

—¿Cómo sos como lector? ¿Encontrás un autor y vas a fondo con él? ¿Sistematizás por corrientes, época, temática? ¿O simplemente lo que va cayendo? 

—Lo que va cayendo. A veces me intereso en alguna época por alguno y entonces leo dos o tres libros seguidos, ejemplo Irène Némirovsky. Pero no soy tan sistemático, más bien leo lo que va cayendo, y voy viendo qué se puede comprar, porque no dispongo de tanto dinero para comprar, incluso usados, que es donde encuentro mejores títulos que en una librería de novedades. A veces compro y leo por intuición, y así voy llegando a autores. Yo me formé leyendo el suplemento de La Nación. Porque mis padres eran rústicos, leían novelas tipo El expediente de Odessa, Morris West. Mi viejo leía mucho de la Segunda Guerra Mundial; era gaullista, peleó con el ejercito colonial francés en África, y entonces le gustaban ese tipo de libros. Mucho Readers Digest digamos. Yo creo que leía de chico todo lo que fuera aventura hasta los 12 (Robin Hood, Salgari, y así) y a los 13 empecé a leer El túnel, y Balzac que estaban por ahí… Bueno, ¿ves? Algo mejorcito había también para leer en mi casa.

Afuera, el sol del atardecer rueda sobre el asfalto, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía al exhibidor de bebidas detenido en la entrada del café, que a esta hora comienza a poblarse como las calles del barrio estéril, armónicos cuerpos deambuladores arrastrados por las expectativas. El vuelco es asombroso. Desde lo alto, los fresnos escupen las nervaduras desflecadas que forran las veredas de un amarillo amarronado. En instantes la oscuridad llegará precipitada para cerrar el día como una almeja. Nosotros seguimos.

—Cargás con cuarenta años de escritor, obra publicada y celebrada. De hecho tenés pares lectores, lo que no todos pueden adjudicarse. ¿Te arrepentís de algo en tu carrera?

—Yo siempre he tenido como una especie de sensación de fracaso, por falta de público, de ventas. Hay algo siempre de orgullo herido, es cierto; ahora estoy recuperándome de eso. Mi literatura siempre estuvo en tensión entre los deseos de mi editora de publicarme, como fue en el caso de Alfaguara, y los directivos de la empresa, que no querían porque veían que no vendía. 

—Ahora Ediciones Godot ha decidido relanzar toda tu obra (algunos libros son inhallables, como La familia por caso) y publicar tus inéditos. ¿Cómo tomás ese impulso?

—Con mucha felicidad. Siempre busqué como el golpe de suerte en algún punto. Antes lo veía en los premios. Ganar el Alfaguara o el Clarín; o que me tradujeran. Y ahora llega Godot con esta propuesta, que es como ganar un premio, con menos espectacularidad, pero con más consistencia. Siento que sí, que estoy llegando a ese punto en el cual se me abre la posibilidad de llegar a un público más grande. Una de las últimas novelas de Onetti es Cuando ya no importe, y un poco te empieza a pasar a lo largo de los años de literatura. Como que hay cosas que van llegando cuando ya no importan tanto quizás.

 

Una novela autobiográfica

Natalia Castaño

—Con La familia nos entregás una saga familiar que nos muestra bastante “en carne viva” a cada uno de sus integrantes. Te pregunto por el protagonista de todo esto, Sergio Correa Funes. A diferencia de otros de tus personajes, Sergio está imbuido en situaciones mucho más comunes: un matrimonio con dificultades, anhelos incumplidos. Sin embargo mantiene ese desgarro en su voz, en un tono que es casi profético. ¿Por qué la tendencia mesiánica de tus personajes principales?

—Sí, en cierta forma fue surgiendo quizá en Piquito primero.  En el caso de Correa Funes es por esta cuestión de estudiar filosofía. Más que mesiánico, está la búsqueda de formar algo en algún punto contra la familia. En Correa Funes puede ser un poco como la descendencia de él o la trascendencia de él con las hijas que mueren, que surge ser un profeta de la antifamilia, digamos. En función de que la familia concreta de él se hunde y desaparece. 

—De La familia llegaste a hablar como punto de tu literatura que “alcanzaba un pináculo”: ¿Cómo describirías esa etapa que finalizaba y aquella en la que ingresás después, ¿qué las diferencia?

—Así es, yo lo vi como un pináculo de todo un período. Y al fin no hubo una ruptura. En algún punto cuando empecé a escribir, ya un poco más avanzado en el sentido de que había escrito El amparo, pensé que podía escribir varias novelas siendo más bien clásico... Como que quería dominar la lengua y después por ahí ir a algo más experimental. Ser muy legible para después ser menos legible, más hacia Beckett. Ser más experimental en mi segunda parte de la obra. Entonces en mi novela había cierta sordidez, cierta furia, y ahí llegaba a su punto máximo eso y también el clasicismo en algún momento. Pero era algo muy vago como plan de obra, tendría 27, 28 años. Después de La familia no fui hacia algo más experimental. Por ahí el grado de dramaticidad o de esa violencia latente que está tan fuerte en La familia disminuyó un poco. Escribirla en términos emotivos, personales, es fuerte, es duro. Incluso no las vivencias de Sergio, que es todo ficción, pero las del padre de él no. Gran parte de lo que aparece como Gustavo, padre de Sergio Correa Funes, es en buena medida mi padre. O sea, entonces sí hubo cosas que me golpeaban de esa novela, que me involucraron. No hay novela más autobiográfica que esa. Mi mamá está mucho más diluida. Pero mi viejo es así, o sea, eso que fue la Segunda Guerra Mundial y todo es realmente de mi papá. Mi papá fue a África, fue a la guerra como voluntario. Y en un momento él habla o está con Caro o con Memo, que son los hermanos, que realmente son mis tíos. Caro realmente se suicidó, o sea, incluso con los nombres. Está porque son muertos, porque por supuesto vivo, más cercano, no, pero esos dos tíos míos estaban muertos. Y entonces vi que había puesto los sobrenombres realmente de ellos. 

—En tu obra los protagonistas tienden al oficio intelectual. ¿Podés señalar alguna obra que sirva como herramienta para comprender mejor tu escritura? Se suele mencionar mucho lo nietzscheano, por ejemplo.

—Es difícil porque cada obra, obviamente, uno la escribe con las lecturas de toda la vida, que están como capas geológicas. Y de alguna manera es difícil citar cuatro o cinco autores. Más allá de que aparezca Nietzsche, creo que aparece Aristóteles, porque vi que ahora iba hasta Aristóteles en algún punto. Hay tantos que yo he admirado de joven: Dostoievski, Kafka, Roberto Arlt, Borges, Flaubert. Enseguida Proust. Pero después agarré mucho Céline, Henry Miller, mucha novela más que nada, que es el género que realmente me atrapa como lector, y me gusta escribir. Amo la novela, como lector, como escritor. Los franceses y los rusos que Borges odiaba, yo los amo. Por eso como lector Borges nunca me atrajo, lo que él propone como lectura. Yo creo que había como una especie de esnobismo borgeano que él se autoimponía de, “bueno, no le damos bola a la novela”, por ejemplo, él era antinovelístico, odiaba lo que en ese momento tenía enorme prestigio, que era la novela rusa, francesa, que ahí son los clásicos. Balzac, por ejemplo: acá nadie lee Balzac o está muy desprestigiado frente a Flaubert, pero cada vez que agarro una novela de Balzac, digo, “qué lo parió al hijo de puta este”. Escribió ochenta novelas y esta sola ya me llevaría una vida, porque es enorme. El tipo tiene una cantidad de datos, de información de la vida social, técnicos, los negocios, sabía todo sobre las letras. Este tipo es un genio absoluto, te deja pasmado, por más que después te vuelve a pasar que en diez años no leés más a Balzac. Pero digo, agarrás una novela de él y es impresionante este tipo. Bueno, uno escribe queriendo ser eso, digamos, aunque sea muy difícil.