Franco, mi padre
La historia de un hombre que acertó y erró.
Crecí admirando a ese hombre. Fue el mayor de mis maestros. Nada de lo que soy, nada de lo que alcancé en la vida habría sido posible sin él. Afirmar que nada habría sido igual sin su presencia, lejos de ser un lugar común encierra un largo ciclo de encuentros y desencuentros, de luces y de sombras, de enseñanzas sobre lo que hay que hacer y sobre lo que sí o sí es fundamental evitar. Como todos los hijos cuando nos volvemos grandes, encuentro en mí rasgos, actitudes y palabras suyas. Pero también reconozco las diferencias que nos separan y que convierten a cada uno en una per- sona única y distinta.
La relación con mi padre no siempre fue fácil. En la tradición en la que él se había criado, la figura del primogénito tenía un peso determinante: en las viejas familias italianas, el hijo mayor reunía una serie de características particulares. Para comenzar será el que deba cargar con una serie de obligaciones y expectativas que, si bien no están escritas, conforman toda una idea de familia.
Al primogénito se lo prepara para ser el sucesor. Pero en las páginas que siguen verán cómo fue que, aunque estuve cerca de ocupar ese lugar, ese día nunca llegó. ¿Cómo y por qué? Es parte central de la historia de Franco Macri, de un rasgo saliente de su personalidad: él no pudo imaginarse sin tener el control de lo que había construido. Es imposible delegar sin dar un paso al costado, y su conflicto no solo con resignar poder sino sobre todo con la finitud de la vida, fue algo que nunca tuvo solución. Eso dañó su relación conmigo y con buena parte de su entorno, generando costos muy grandes en el mundo de los afectos.
La exigencia que esta situación de heredero conlleva es desmedida, también el amor que uno puede llegar a recibir. Pero no es necesariamente un amor incondicional: la posición viene acompañada de diversos grados de manipulación emocional. En mi caso, fue constante. Quizá papá nunca fue del todo consciente de su dualidad en el trato conmigo, una especie de rutina Dr. Jekyll y Mr. Hyde en la que un día me consideraba un genio y una hora después me decía que yo no entendía nada.
Como a tantos hijos, a mí me tocó rebelarme contra mi padre, buscar mi proyecto personal e ir por mis propios sueños. Esta decisión desató tormentas y pasiones, como en toda historia italiana que se precie de tal. Nos llevaría muchos años lograr nuestro reencuentro, respetarnos en nuestras diferencias y valorar lo que cada uno le dio al otro. ( )
No conocí a nadie igual a Franco Macri, un inmigrante italiano que se hizo a sí mismo. Fue mi héroe. Alguien capaz de las mayores hazañas. No había nada que se inter- pusiera entre él y sus proyectos: pensaba en grande y actuaba en consecuencia. Fue el #1. Pero esta es también la historia de su ocaso. La historia de un hombre que acertó y erró como ningún otro. Es la historia de su capacidad de construcción, pero también la de su esfuerzo por destruir lo que había logrado. Es la historia de lo que aprendí y de lo que resistí de él. Un relato de claroscuros, difícil de hilvanar, por- que todo lo brillante que hizo, que fue muchísimo, puede leerse también a la luz de una pulsión autodestructiva, sobre todo a partir de un cuadro de deterioro cognitivo creciente, de esa demencia que fue avanzando, traicionera, en los últimos años de su vida.
Mi padre fue un hombre público y enfrentó todo tipo de calumnias y difamaciones. Se lo acusó de contrabandista, de beneficiarse con los militares y con Menem, de mafioso, de evasor. Ninguna de esas acusaciones se comprobó jamás. Horacio Verbitsky lo eligió como símbolo del menemismo a partir de su creciente alto perfil, de aquellas fiestas en Punta del Este posteriores a mi secuestro (un antes y un después en nuestra dinámica familiar, como van a poder leer más adelante), y con ese antecedente lo convenció a Néstor Kirchner de que le convenía llevarse puesto a un empresario del menemismo: así funcionan, fabricando enemigos. A esto se sumó mi decisión de postularme en la Ciudad, lo que lo hizo víctima de renovados y despiadados ataques de Kirchner, que amenazó con destruirlo si yo no me aliaba o rendía al kirchnerismo. Para someterme a mí, buscaron someterlo a él. Le advirtieron que las embestidas por el Correo no tendrían fin, que lo eliminarían de la industria de la construcción y de la industria aeronáutica. Lo amenazaron y cumplieron. Y aunque potenciaron sus rasgos autodestructivos, no lo doblegaron.
Aquí quiero reivindicarlo: papá fue un visionario y un hacedor completamente fuera de serie. Estoy convencido de eso y no pretendo convencer a otros: simplemente voy a contar los hechos de su vida tal como los conocí. Muchos argentinos no saben qué tienen en común los celulares, las torres de Catalinas Norte detrás del Hotel Sheraton y el edificio del Rulero en la esquina de Carlos Pellegrini y Libertador, tampoco el hilo invisible que va del puente que une las ciudades de Resistencia y Corrientes sobre el río Paraná, a la planta de Aluar en Chubut y a la autopista Panamericana, pasando por la Central Atómica Atucha, el Fiat Duna y la película Tres hermanos, de Francesco Rosi. Son solo algunos de los muchos puntos luminosos que componen una enorme constelación: el hilo que une todo eso y más se llama Franco Macri.
Quiero contarles, en fin, la vida del hombre que más me influyó (de nuevo: por el ejemplo a seguir y por aquel que mejor no imitar), y que logró ser durante una década el mayor empleador de la Argentina: Francesco Raúl Macri, más conocido como Franco Macri. Mi papá. ( )
Papá, me voy
Nunca me sentí poseedor de la capacidad o las luces de Franco Macri. Hasta 1994 no solo fue mi único jefe, también mi maestro más importante. Y sus empresas, mi mejor escuela. Yo hacía mi trabajo tal y como él me había enseñado a hacerlo. Me sentía su discípulo. Pero poco a poco comencé a darme cuenta de que estaba dejando de ser yo mismo.
A veces son las personas que nos rodean las que pueden ver con claridad aquello que nosotros no somos capaces de ver. Ese fue el rol de Isabel Menditeguy, por entonces mi mujer. Ella percibió desde el inicio los problemas que estaba atravesando y el daño que me estaba provocando el vínculo con papá.
Nunca lo podré repetir lo suficiente: ella me insistió para que empezara con un tratamiento psicoanalítico profundo, que se extiende hasta el presente. Tenía mucho por procesar después de mi secuestro, y a mis treinta y pocos años se habían acumulado decisiones y proyectos postergados por el trabajo. Antes que ninguna otra, había una pregunta que aún no tenía respuesta: ¿había algo más esperándome en mi vida que ser un empresario? ¿Cuáles eran mis sueños?
Cuando las peleas y discusiones con Franco se volvieron algo cotidiano, ya no podía dormir. Papá me echaba todas las semanas, me insultaba y luego, una hora o una semana después, me pedía perdón o actuaba como si nada hubiese sucedido.
No fue una decisión que pude tomar de un día para el otro. Más bien se trató de un proceso. Había ocurrido el desastre de papá en Turín con los ejecutivos de Fiat y me señalaba, ante quien se cruzara con él, como el responsable de la pérdida de Sevel. Hoy pienso que era su manera de des- quitarse por su ego herido después de ese fracaso. Creo que Fiat habría retornado a la Argentina de cualquier manera y que, de haberse renovado el contrato de licencia tal como algunos proponíamos, hubiésemos recuperado sobradamente lo invertido en todos esos años.
Estaba conviviendo con el peor rostro de papá. No eran tiempos fáciles entre nosotros. Pero un día supe que no había vuelta atrás. Y se lo dije. Por supuesto, papá no entendió que las cosas iban en serio. Para un negador como Franco, eso no podía ser real.
Papá, me voy de la empresa. Esto no da para más.
Hasta acá llegué
Las palabras rebotaron en su oficina. Creo que inicialmente no me creyó. Quiero decir, pienso que no creyó que fuera capaz de hacerlo. O no creyó que me fuera a ir bien fuera de la empresa. No me lo dijo. Sospecho que pensó durante mucho tiempo que más tarde o más temprano volvería a Socma. Debe haber percibido que se trataba de una especie de rebeldía juvenil algo tardía. Que ya iba a pasar. Le dije que quería acordar económicamente mi salida de la empresa y sin inmutarse me dijo que él no estaba dispuesto a negociar con su hijo y me planteó que fuera a hablar con uno de sus gerentes de confianza para acordar los términos de mi desvinculación.
Sentí que algo muy fuerte se terminaba en ese momento. Me cuesta definir exactamente qué es. Para mí, fue comenzar a disfrutar de una libertad que hasta entonces no había conocido. Para él, creo, fue el comienzo de un tránsito por un lugar que también le era desconocido. Le hablé de mi proyecto de postularme a la presidencia del club y, una vez más, tuve la impresión de que no escuchaba. Era el final de una etapa. Finalmente, mi camino y el de papá se bifurcaban. No más peleas, pensé. Y me equivoqué. Porque las disputas continuaron durante mucho tiempo.
A finales de 1995 fueron las elecciones en Boca. Nuestro comité de campaña estaba en mi oficina en Socma. Ser presidente de Boca Juniors era todo lo que quería en ese momento. No solo por todo lo que representa Boca para mí. También por lo que representa para millones de argentinos. Como papá cada vez que decidía emprender un nuevo proyecto, yo también pensaba que iba a poder hacerlo y hacer- lo bien.
Ir a Boca era mi pasaje a la independencia. Hasta ese momento mi vida había transcurrido a la sombra de mi padre. Boca fue el primer trabajo que tuve fuera de las empresas que papá había creado. Desde muy joven había ocupado las más altas posiciones en Sideco, en Sevel y en Socma. Franco Macri fue a la vez mi jefe y mi padre. Por momentos, no sabía con cuál de los dos hablaba. Y papá una y otra vez confundía a su hijo mayor con el gerente de sus empresas. A partir de entonces, nuestra relación se hizo más complicada: mi padre me había transformado en su principal enemigo.
Más de una vez se escucharon portazos, vidrios que temblaban y gritos destemplados. Pero siempre, por una razón o por otra, volvíamos al punto de partida, hasta la pelea siguiente. Pero esta vez las cosas fueron diferentes.
Cuando gané las elecciones, mi trabajo cambió radicalmente. Boca me insumía muchísimas horas diarias. Era a la vez gerente general, gerente comercial, gerente de fútbol y de todo lo imaginable. Pero había descubierto un sentimiento nuevo, una mezcla de alivio y felicidad. No tener que lidiar más con papá. Boca fue muchas cosas para mí. También fue un escape.
Tras mi salida de Socma y de las empresas familiares, me liberé de las responsabilidades ejecutivas para concentrarme en mis nuevos desafíos como presidente del club. Sin embargo, en un par de ocasiones fui convocado para participar en reuniones en las que se discutían las estrategias y los proyectos del holding. Hacia 1997, una de estas reuniones tendría un fuerte impacto sobre nuestras vidas en los años siguientes.
Recuerdo que un día papá me citó a una reunión con Orlando Salvestrini y Carlos Tramutola padre. Quería conocer mi opinión sobre un nuevo negocio, una apuesta muy grande que estaba preparando. Una vez allí, Franco y sus colaboradores desplegaron ante mí una gran presentación sobre la oferta que se aprestaban a presentar con el objetivo de obtener la concesión del servicio postal estatal que estaba a punto de ser privatizado por el gobierno de Carlos Menem. Papá había decidido presentarse a la licitación del correo.
Cada información que escuchaba me convencía más y más de que allí no había un negocio posible. Escuchaba hablar de miles y miles de empleados agrupados en decenas de sindicatos. Quedarse con el correo significaba dar una pelea fuerte y peligrosa con quien era el hombre más poderoso en los servicios postales privados en la Argentina, Alfredo Yabrán, el dueño de OCA. Y como si fuera poco, papá estaba ofreciendo pagar un canon altísimo, superior a los 100 millones de dólares. Es una locura, dije, para perplejidad de todos los que participaban de la reunión y, sobre todo, del propio Franco. Las chances de dar vuelta el Correo y volverlo un negocio rentable eran mínimas. Vos siempre tan negativo, me contestó, ofendido.
El declive de papá había comenzado. Era una realidad que le resultaba insoportable. Mientras era señalado como el empresario emblemático del menemismo, su peso específico había comenzado a reducirse tras el final del acuerdo con Fiat. Él era consciente del terreno que había perdido y quería recuperar tiempo a toda costa.
El gobierno de Menem convocó simultáneamente dos nuevos procesos de privatización: los aeropuertos y el correo. Por suerte, perdió la licitación de los aeropuertos. A diferencia de quienes ganaron, él estaba decidido a hacer las inversiones y a pagar el canon correspondiente. Pero de haber ganado se habría producido rápidamente su colapso. Ni los aeropuertos ni el servicio postal eran actividades rentables tal y como estaban planteadas. La relación personal entre Menem y papá fue siempre muy curiosa. Menem lo respetaba mucho a Franco y tenían una relación excelente. Sin embargo, nunca se la hizo fácil. Conversaban a menudo, pero papá, extranjero al fin y al cabo, tenía un profundo respeto por la investidura presidencial. Jamás le pidió nada ni utilizó su cercanía con el presidente para obtener algún tipo de beneficio para él o sus empresas.
Mi único logro en aquella reunión fue que finalmente papá aceptó reducir en algo el canon propuesto. Había armado un consorcio muy poderoso junto al Banco de Galicia, el BID, el IFC y el correo inglés. El plan de inversiones que se había fijado en su propuesta era enorme: superaba los 350 millones dólares.
En muy poco tiempo, Correo Argentino construyó nuevas plantas, incorporó tecnología de avanzada y llevó adelante un plan de retiros para poder reducir el peso de la estructura de personal. Como siempre, papá estaba convencido de su capacidad para transformar la cultura de una empresa estatal deficitaria y obsoleta en un servicio postal del primer mundo. Pero entre las ilusiones que construía en su cabeza y la realidad, la distancia se fue haciendo enorme. Papá le pidió al gobierno que unificase toda la representación gremial en un único sindicato. Mientras tanto, en las sombras del poder, Yabrán operaba a través de funcionarios aliados, y le negaron siempre esa medida, que era clave para poder ordenar con equidad el funcionamiento de la empresa.
Sin embargo, el de los sindicatos no era el único problema a resolver, aunque era importante: había 89, una dispersión gremial que obstaculizaba cualquier idea de eficiencia. Correo Argentino había heredado la obligación legal de prestar el servicio al Estado. Pero el Estado no le pagaba las facturas por sus servicios. Como había dicho en aquella reunión, comenzó a cumplirse mi profecía. Correo Argentino comenzó a perder dinero, muchísimo dinero. Pagó el canon una, dos, tres veces, y llegó un momento en que las cuentas dejaron de cerrar.
Durante las breves presidencias de Fernando de la Rúa y de Eduardo Duhalde, las cosas siguieron sin arreglarse y a papá no le quedó más remedio que presentarse en convocatoria de acreedores. En 2003, cuando asumió la presidencia Néstor Kirchner, comenzaría una nueva pelea, desigual y arbitraria, que se extiende hasta el presente.
Desde el inicio de su gestión, la única estrategia de Kirchner fue el apriete. La extorsión era clara: si yo no renunciaba a mi carrera política, las consecuencias caerían sobre Franco. Así de simple. El todopoderoso ministro de Planificación de Kirchner, Julio de Vido, le transmitió a Franco el mensaje con todas las letras. Papá sabía que yo jamás estaría dispuesto a aceptar una extorsión semejante. No había terminado de relatar su conversación con De Vido que le dije que ni en sueños iba a abandonar mi vocación.
Desde sus inicios, el kirchnerismo pensó que todos eran iguales a ellos. Desconocían un hecho básico: papá nunca me dio un peso para mi actividad política y yo jamás se lo pedí. Nunca hubo ningún vínculo entre su actividad empresarial y mi actividad política. En este punto, mis intereses y los suyos eran diferentes. El kirchnerismo creía que la estrategia del apriete le daría resultados, como ocurrió en otros sectores, y su fracaso derivó en un delirio político y judicial que se prolongó infinitamente.
La venganza fue tremenda. Primero, le quitaron la concesión. El primer juez que estuvo a cargo del tema era un kirchnerista fanático que le pidió la quiebra y le prohibió salir del país: Eduardo Favier Dubois, completamente sesgado idelógicamente, arbitrario y a todas luces impresentable. Fue un escándalo mayúsculo. Tiempo después, la Cámara dio vuelta esa decisión arbitraria. Pero el kirchnerismo es incansable y nunca permitió cerrar el concurso. Y llegó a la locura de acusar a Socma de vaciar al Correo Argentino cuando lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. El dinero de Socma fue para sostener el Correo y no al revés. Jamás hubo nada ni remotamente parecido a un vaciamiento.
Hacerse cargo del Correo fue una decisión desastrosa por donde se la mire. Y puso frente a mis ojos que la ambición de papá por recuperarse lo estaba llevando a cometer errores muy serios. Otro ejemplo del desborde que estaba atravesando se produjo en 1998. A principios de ese año tuve un accidente muy grave y mi vida estuvo en peligro. Había tomado unos días de vacaciones en Aspen, en los Estados Unidos, y esquiando me estrellé de lleno contra un árbol. Pasé varios días en terapia intensiva a causa de una embolia pulmonar producto de la liberación de grasa en las fracturas que me produjo el impacto. Ni bien pude, volví a Buenos Aires, pero con la condición de usar un respirador y una cánula hasta que mi recuperación se completara.
Recuerdo que estaba en esas condiciones cuando me invitaron a una reunión con toda la plana mayor de Socma. El objetivo era conocer las conclusiones a las que había arribado Arnoldo Hax, un consultor chileno, profesor en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), considerado una eminencia internacional en el área de planeamiento estratégico. A lo largo de varias semanas, Hax había trabajado con los gerentes de las distintas áreas de negocio. Había relevado los distintos planes y proyectos de Socma. El consultor del MIT había aplicado una sofisticada matriz de análisis y se disponía a comunicar sus resultados. Todo el directorio estaba allí, excelentes profesionales en su mayoría. Y allí estaba yo también, recién llegado de los Estados Unidos y aún convaleciente.
Los malos negocios habían llevado al holding a una situación financiera difícil, con un altísimo nivel de endeudamiento. La intervención de Hax prometía llevar un poco de racionalidad y realismo a la situación que atravesaba la compañía. De hecho, todos los que estábamos allí pensábamos más o menos lo mismo: había que pisar el freno de la expansión y la diversificación las grandes banderas de Franco, había que reducir drásticamente el endeudamiento y dedicarse a consolidar las posiciones que tenía Socma en ese momento. Las conclusiones de Hax plantearon exactamente lo que los gerentes y directores habían estado intuyendo desde hacía tiempo: era un planteo sen- sato y consistente.
Pero había una persona en la reunión que no estaba de acuerdo con los resultados de Hax.
Tras escucharlo atentamente, Franco se puso de pie. Esto no es así, dijo. Y comenzó a fundamentar su rechazo a las conclusiones del consultor. “Este es el momento de continuar invirtiendo y de continuar con la expansión, de abrir nuevos negocios y de seguir adelante. Todos se miraron asombrados, pero yo tenía claro lo que estaba ocurriendo. Una vez más, papá no estaba dispuesto a que la realidad le cambiara sus proyectos.
Lo que vino después fue digno de una comedia. Lástima que implicase pérdidas por decenas de millones de dólares. Tras la intervención de papá, retomó la palabra el consultor. Había una fuerte tensión en la sala. Todos nos preguntamos cómo iba Hax a refutar a papá, una tarea que muchos de los que estábamos allí habíamos intentado en más de una ocasión y en la que repetidamente habíamos fracasado. Retrocediendo sobre todo lo que había dicho antes de que papá comenzase a hablar y sin ponerse colorado, Hax dijo que sus estudios y análisis de planeamiento estratégico solo eran válidos para compañías normales, pero que tratándose de un liderazgo tan excepcional como el del señor Macri hay que considerar que las cosas pueden ser diferentes.
La deriva fue previsible. La decadencia se acentuó y papá tuvo que tomar más y más deuda con el objetivo de comprar y comprar y seguir comprando empresas. Sintiéndose invencible, cada vez compraba peor.
En aquel momento mi hermano Gianfranco no estaba en la empresa. Rápidamente se había peleado con papá y estaba alejado de los negocios familiares. Y a Mariano, el menor de los hijos varones, papá lo había enviado a Brasil para hacerse cargo de las operaciones del nuevo negocio de alimentos, lo que fue otro error y el origen de nuevos problemas. Mariano no contaba con la experiencia ni la madurez necesarias para las responsabilidades que había asumido, y los gerentes brasileños comenzaron a actuar a sus espaldas haciendo y deshaciendo y, en más de un caso, buscando sacar partido en función de sus intereses.
Hoy creo que mi retiro de la empresa fue lo correcto. Intenté de ese modo salvaguardar mi vínculo con papá. Ese alejamiento no fue fácilmente procesado por Franco, pero fue positivo para mi salud mental. Gracias a esta decisión, mi horizonte se expandió, y tras la crisis dramática que vivimos los argentinos en 2001, pude acceder a un nuevo nivel de reflexión.
Las ideas del cambio y la visión de que nuestro país tenía pendientes transformaciones muy profundas comenzaron a hacerse cada vez más evidentes. Había que construir equipos, planes y proyectos. De alguna manera, estaba asistiendo a mi propia transformación, con preocupaciones nuevas y una voluntad muy fuerte por contribuir a esos cambios y hacerlos realidad. Ya no era solo el hijo de Franco Macri. Había comenzado a ser yo mismo.
☛ Título: Franco
☛ Autor: Mauricio Macri
☛ Editorial: Planeta
☛ Edición: Noviembre de 2025
☛ Páginas: 224
Datos del autor
Mauricio Macri (Tandil, 1959) fue presidente de la Nación entre 2015 y 2019. Antes había sido presidente del Club Atlético Boca Juniors durante doce años y jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en dos períodos consecutivos. Cofundó el espacio político PRO en 2005, y Juntos por el Cambio en 2015.
Es ingeniero civil, está casado y tiene cuatro hijos. Debutó como autor con Primer tiempo, el libro argentino más vendido en 2021, al que siguió Para qué en 2022.