DOMINGO
libro

Ser el centro del mundo

Un relato sobre el actual giro político y geoestratégico.

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| juan salatino

Cuando las primeras noticias del desembarco de Hernán Cortés llegaron a la capital del Imperio azteca, Moctezuma II convocó de inmediato a sus más próximos consejeros. ¿Qué actitud había que adoptar frente a esos inesperados visitantes llegados de no se sabía dónde a bordo de curiosas ciudades flotantes?

Algunos estimaron que había que rechazar a los intrusos en el acto. No les habría costado mucho a las tropas imperiales acabar con esos centenares de imprudentes que habían osado penetrar en las tierras de la Triple Alianza sin haber sido invitados. “Sí, pero”, dijeron otros. Según los primeros informes acerca de los extranjeros, estos parecían dotados de poderes sobrenaturales: estaban recubiertos enteramente de metal, contra el que rebotaban las más aceradas flechas. Cabalgaban sobre grandes bestias similares a ciervos, que los obedecían sin rechistar. Y sobre todo, dominaban el soplo de fuego y trueno con cerbatanas que les permitían matar a cuantos se oponían a su voluntad. ¿Y si en vez de bárbaros imprudentes se trataba de dioses? ¿Y si su jefe, blanco, barbado, tocado con un casco brillante, era el dios expulsado, la serpiente de plumas Quetzalcóatl, que volvía a sus tierras?

Atenazado por opiniones tan contrarias, el emperador hizo lo que todo político hace en cualquier época y en semejante situación: decidió no decidir.

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Envió a los extranjeros una embajada cargada de regalos, para impresionarlos con el esplendor de su reino, pero les prohibió dirigirse hacia la capital. El resultado fue el que, en cualquier época, suele derivarse de semejante disyuntiva: al querer evitar la guerra a costa de su deshonor, Moctezuma tuvo deshonor y guerra.

En el transcurso de las tres últimas décadas, los responsables políticos de las democracias occidentales se han comportado, ante los conquistadores tecnológicos, exactamente igual que los aztecas del siglo XVI. Enfrentados al rayo y al trueno de internet, de las redes sociales y de la IA, se han sometido, con la esperanza de que los salpicara un poco de polvo mágico.

No sabría decir el número de veces en que he tenido que asistir a esos rituales de degradación. En cualquier capital, siempre se repite la misma escena.

El oligarca aterriza en su jet privado, con un humor de perros por el hecho de verse obligado a malgastar su tiempo con un jefe de tribu obsoleto, en vez de emplearlo más útilmente en un nuevo logro poshumano. Después de recibirlo a bombo y platillo en un marco dorado, el político invierte buena parte de su breve entrevista privada en suplicarle la concesión de un centro de investigación o de un laboratorio de IA, y acaba por contentarse con un selfi deprisa y corriendo.

Como en el caso de Moctezuma, su docilidad no ha bastado para garantizar la supervivencia de nuestros gobernantes: después de haber fingido respetar su autoridad mientras se encontraban en posición de inferioridad, los conquistadores fueron imponiendo progresivamente su propio imperio. Hoy en día, la hora de los depredadores ha llegado y en todas partes las cosas evolucionan de tal manera que todo lo que deba ser regulado lo será a sangre y fuego. (…)

Nueva York, septiembre de 2024

Cuatro hombres con trajes color marrón acompañan al presidente de la Autoridad Palestina. Uno es un poco más alto, otro un poco más gordo, pero todos tienen el mismo pelo gris, la piel rugosa, el rostro ajado de los burócratas o de los antiguos guerreros convertidos en burócratas. Cuando se sientan, sus pantalones marrones dejan ver sus calcetines cortos, grises, comidos dentro de sus zapatos de rebajas.

Mientras Abbas recita su monólogo sobre la tragedia que está sucediendo, los hombres de marrón permanecen totalmente inmóviles, con una sola expresión, la de un vago pesar, en sus cuatro caras. En un momento dado, su jefe establece un paralelo con las guerras de 1948 y 1967, que obligaron a exiliarse a cientos de miles de palestinos. Quién sabe dónde estaban ellos entonces. Recién nacidos, luego adolescentes, llevados de un lado a otro por los violentos azares de la historia. Su expresión no cambia, están demasiado cansados. Tampoco cambia cuando el presidente francés toma la palabra. Algunos de ellos, tal vez, entiendan el idioma. Los otros han de esperar la traducción del intérprete. Pero nada parece poder traspasar el muro de su agotamiento, incluso cuando la conversación entre los dos jefes de Estado se anima.

Hasta que se pronuncia una palabra inesperada en el flujo de todas las palabras acordadas, clasificadas de antemano entre los millones de palabras que pueblan este tipo de encuentros. Al oírla, los hombres de marrón se mueven. Sus cuerpos hundidos se tensan hacia los dos presidentes, de pronto les brillan los ojos. Sacan sus libretas, empiezan a tomar notas e intercambian miradas furtivas, casi alegres.

Nadie encarna mejor que Lula “esa mezcla de hombre de Estado y chico travieso” que Mérimée observaba ya en Palmerston. Se confunde, llama “Sarkozy” a Macron, quizá porque ha visto demasiadas cosas ya, una vida de obrero, treinta años de lucha, la prisión, dos mandatos de presidente de Brasil, la Bolsa Familia que ha sacado de la pobreza absoluta a millones de brasileños. Luego la caída, de nuevo a prisión por un escándalo absurdo del que termina por ser absuelto, la resurrección y, a los setenta y seis años, una nueva elección a la presidencia. Ningún dirigente en el mundo puede jactarse de una trayectoria como esa.

Lula bromea, provoca, está de vuelta de todo, pero todavía es capaz de tener ocurrencias, sabe hacer reír y sabe emocionar, entra en una sala llena de jefes de Estado y se convierte en el centro.

Al final de la reunión, menciona Haití, cuya capital está en manos de las bandas, y se compromete a ocuparse de ello. El presidente francés le presenta a Dany Laferrière, que acaba de llegar precisamente de allí. Lula se entusiasma, abraza a Dany, le da una palmadita en el hombro, como a un hermano perdido hace mucho tiempo. “Y ahora he aquí a otro escritor”, le dice Macron. “Pero yo solo soy italiano”, le digo yo, un poco apurado. Lula se ríe y me consuela con un abrazo.

El guardaespaldas del presidente iraní se pone delante de la puerta de la salita en la que su patrón discute con el presidente francés. El guardia de seguridad del Elíseo se acerca a él: “Señor, no puede quedarse aquí”. El iraní ni se inmuta. El francés insiste: “Señor, veo que va armado y eso no está permitido. Está usted en territorio francés”. El iraní lo mira de arriba abajo: “Mi presidente está ahí dentro”. “El mío también, le aseguro que el suyo no corre peligro”. El iraní acepta moverse unos centímetros. A su vez, el agente del Secret Service estadounidense interviene también: “Señor, usted no tiene derecho a quedarse aquí”. El iraní sigue sin inmutarse. “Además, veo que va usted armado y eso no está permitido. Está usted en territorio americano”. El francés tiene un momento de confusión. El iraní aprovecha para volver a la posición anterior delante de la puerta. “¡Señor, usted no puede quedarse ahí!”. Y la cosa vuelve a empezar desde el principio.

Como el Waterloo de Fabrizio del Dongo, la Asamblea General de la ONU no puede verse en su totalidad. Está la perspectiva de los dirigentes, convencidos de ser el motor del mundo, con mucha frecuencia sujetos a obligaciones, a veces capaces de crear un acontecimiento, aunque no siempre para bien. Está la de los asesores y los sherpas, que tejen su propia red e intercambian miradas cómplices porque conocen el antes y el después de las cosas, lo que sucede en el escenario y lo que no está a la vista de nadie. Y está la de los guardaespaldas, que se miran con cara de pocos amigos y sufren porque la noción misma de perímetro de seguridad se revela aquí como una utopía.

Ahora, coge estos tres niveles, los líderes, los asesores y los guardaespaldas, y multiplícalos por ciento noventa y tres, que es el número de delegaciones nacionales presentes en la Asamblea General. Cada una con la inquebrantable convicción de ser el centro del mundo. Incluso Tuvalu. Incluso Timor Oriental. Empezarás a comprender por qué es imposible que la ONU funcione. Pero tal vez también por qué no podemos prescindir de ella.

En este mundo hay algo terrible, y es que cada cual tiene sus razones. La conclusión de Jean Renoir adquiere aquí la forma de una institución cuya vocación es hacer que todas esas razones se reúnan. Sin embargo, no se trata de un proceso teórico. La Asamblea General de la ONU es, ante todo, un asunto corporal.

Los cuerpos de los dirigentes, acostumbrados a los vastos espacios de los palacios en que residen habitualmente, se encuentran unos con otros en la estrechez de los pasillos y de las salas claustrofóbicas del Palacio de Vidrio (que lleva muy mal su nombre). Los cuerpos de los asesores, de los sherpas, encaramados en sus sillas plegables, siempre al acecho, en el flujo de fórmulas rituales, de la palabra que les permita seguir adelante contra viento y marea. Y los cuerpos de los guardaespaldas, a quienes se les impide hacer su trabajo y que, enfadados o tomándose las cosas con filosofía, corren para no distanciarse y acaban chocando con otros cuerpos.

El cuerpo de los poderosos es una entidad abstracta. Inmerso en el fasto de los rituales que pautan su vida, de los dorados de los palacios, de las sirenas de las comitivas, terminan convirtiéndose en un símbolo, la encarnación de una entidad colectiva, la nación, el Estado. Pero para que se produzca la metamorfosis, para que un simple cuerpo humano se convierta en la encarnación de millones de otros cuerpos, hace falta el lugar: las “dimensiones harto considerables para el reducido número de sus huéspedes”, el silencio y el “lujo inamovible” que Flaubert atribuía a las residencias regias.

En el Antiguo Egipto, los peldaños que llevaban a los pies del faraón eran más grandes de lo necesario para que cada persona que subía por ellos sintiera su inferioridad. En Berlín, la Cancillería construida por Albert Speer para Hitler se componía esencialmente de un interminable pasillo de ciento cincuenta metros por el que los visitantes tenían que andar antes de llegar al despacho de paredes rojo sangre donde los esperaba el Führer.

Distancia, inaccesibilidad: cuanto más alejado esté el individuo, más importancia cobra el símbolo abstracto sobre el cuerpo físico. Menos en los espacios de la sede de la ONU, demasiado estrechos, demasiado repletos de poderosos: ochenta y siete jefes de Estado en el año 2024, más veintiocho jefes de Gobierno, sin contar a los ministros, a los embajadores, a los jefes de organizaciones internacionales, de la Unión Europea, de la OTAN. Por consiguiente, la transfiguración no puede llevarse a cabo y el cuerpo físico prevalece.

Una vez al año, la Asamblea General de la ONU supone el momento en que los hombres del poder vuelven a ser cuerpos. Y todos esos cuerpos están en movimiento. Corren por los pasillos para llegar puntuales a las citas, o al menos no demasiado tarde. Se apretujan en los ascensores, pues no entrar en ellos equivale a ponerse a la cola, sin ninguna garantía de caber en el próximo.

Se abren paso entre micrófonos y cámaras para acceder a la sala, repleta hasta los topes, en la que tal vez suceda algo. Algo que ellos podrán contar a sus nietos. O, lo que es más probable, algo que ya habrán olvidado a la mañana siguiente. O se espera o se corre, no hay término medio. Tal es el ritmo de la Asamblea General, que es, por otra parte, el propio de la política de cada día. Tedioso a morir: como afirma Woody Allen, el noventa por ciento del éxito consiste en estar presente. Estar ahí. Y luego, de vez en cuando, dar un brinco.

La sugestiva hipótesis avanzada por Ortega y Gasset de un origen deportivo del Estado encuentra aquí una esplendorosa confirmación. El nivel de testosterona es tan elevado que los enfrentamientos físicos no son infrecuentes.

Sobre todo porque solo se trata, prácticamente, de cuerpos masculinos. Menos del diez por ciento de los intervinientes en la Asamblea General son mujeres.

El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, lo ha lamentado una vez más en su alocución, pero es poco probable que la situación cambie a corto plazo: la ONU no ha tenido jamás una mujer al frente. Es más, los hombres que se encuentran aquí no son hombres como los demás. Si la política es la continuación de la guerra por otros medios, es lógico que esta actividad atraiga, en todas partes, a los caracteres más violentos, aquellos que no le encuentran sentido a su vida más que en la lucha.

Dos delegaciones, cada una con su líder, sus sherpas, su jefe de protocolo, sus guardaespaldas, su agente del Secret Service, se abalanzan por un estrecho corredor.

Cada una es el centro del mundo y tiene una cita vital a la que es imposible llegar. Corren en sentido contrario, se arrollan. Cada una quiere que la otra se aparte, ninguno de esos hombres está acostumbrado a ceder el paso, para ellos lo normal son las carreteras cortadas al tráfico, los accesos privilegiados, los cordones que mantienen a distancia cualquier inconveniente.

Sorpresas, gritos, la tensión aumenta, los cuerpos se agarran unos a otros, empiezan a empujarse. De repente, los líderes se reconocen. Ah, es Boric, el presidente chileno, un verraco que camina con tanta determinación que cualquiera diría que es incapaz de apartar una silla. El conflicto queda temporalmente desactivado. Cada cual reanuda su carrera.

*

Hace diez años, cuando acompañaba al presidente del Consejo italiano en sus viajes alrededor del mundo, me inventé un estúpido juego con su portavoz, un apasionado como yo de las series de televisión. En esa época, era posible distinguir tres grandes categorías de series políticas. La primera, que se podría calificar de heroica, comprendía producciones como El ala oeste de la Casa Blanca, en la que se representaba la política como una competición virtuosa entre personas capaces y bien intencionadas. La segunda, más sombría, describía la política como una jungla hobbesiana en la que nadie es inocente y cuya única regla es la supervivencia. Era la categoría de House of Cards, muy popular entre los políticos porque los representaba como personajes maquiavélicos, brillantes y sin escrúpulos, sumidos en una vida apasionante de intrigas y jugarretas. En cambio, la tercera categoría, la de las sitcoms del estilo de The Thick of It o Veep, del gran Armando Iannucci, mostraba la vida política tal cual es: una comedia de enredo permanente, en la que unos personajes, casi siempre ineptos para el papel que ocupan, tratan de salir de apuros en situaciones inesperadas, a menudo absurdas y en ocasiones ridículas.

Al acabar cada jornada de viaje, Filippo y yo hacíamos balance: qué porcentaje había de El ala oeste de la Casa Blanca, de House of Cards y de Veep. El resultado era, por lo general, alrededor del diez por ciento para El ala oeste de la Casa Blanca, del veinte por ciento para House of Cards y el resto para Veep.

Nos mondábamos de risa por aquel entonces: era una manera como cualquier otra de rebajar la tensión y el cansancio que se acumulan en ese tipo de circunstancias. Es más, el primer ministro australiano, Malcolm Turnbull, se nos había unido sin querer, al adoptar para las elecciones de 2016 el eslógan “Continuidad con cambio”, que era el lema del personaje principal para su campaña presidencial en la cuarta temporada de Veep. “Hemos buscado el eslogan más absurdo que podíamos pensar”, habían explicado los creadores de la serie.

Desde entonces, no cabe duda de que los tiempos se han vuelto considerablemente más oscuros. La actualidad permite cada vez menos ocasiones para reírse.

En teoría, la agenda del presidente francés prevé un encuentro con “Su excelencia el señor Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel” a las 10.15 horas del 25 de septiembre. Pero, desde hace veinticuatro horas, en respuesta a los lanzamientos de cohetes que llueven constantemente sobre Israel, el ejército israelí ha lanzado una ofensiva de largo alcance en el sur del Líbano. Los muertos se cuentan ya por centenas y decenas de miles de personas han tenido que abandonar sus hogares para buscar refugio más al Norte.

Debido a esto, la presencia de Netanyahu en Nueva York no está asegurada. Es difícil venir a expresarse a la tribuna de la ONU en medio de una operación de ese calibre. Por su parte, Francia solicita la convocatoria urgente del Consejo de Seguridad, con el fin de sacar a Estados Unidos de su letargo prolongado y asociarse con Francia en la reclamación de un alto el fuego entre Israel y Hezbollah.

Una pieza esencial del puzzle es Irán, enemigo implacable de Israel y gran sostenedor del Hezbollah libanés. Precisamente, una avanzadilla de la presidencia iraní entra en la salita del despacho de Francia para inspeccionar el lugar. La última vez que lo vi fue en la Asamblea General de 2015, antes del encuentro entre el primer ministro italiano y el presidente de Irán.

Aquel día, se habían presentado con dos ventiladores de la marca Dyson, justo antes de la llegada de su líder, distendido y sonriente. El acuerdo en materia nuclear era cosa de varias semanas y las relaciones entre la República Islámica y Occidente parecían mejorar.

Esta vez, el ambiente es distinto. Nada de ventiladores. El advance team inspecciona meticulosamente la salita, en busca de no se sabe qué. ¿Un micrófono? ¿Una bomba? ¿Ambas cosas? La delegación propiamente dicha llega: son el nuevo presidente, elegido tras la muerte de su predecesor en un accidente de helicóptero, el ministro de Asuntos Exteriores y dos consejeros, todos de negro, barbas relucientes, rostros inexpresivos.

Como de costumbre, el encuentro se desarrolla en tres niveles. En la salita, el presidente Pezeshkian recita la letanía que repetirá asimismo en la tribuna de la Asamblea: Ustedes, los occidentales, nos atacan por tonterías, se sublevan cada vez que un criminal es encarcelado en nuestro país y, al mismo tiempo, permiten la masacre de miles de inocentes en Gaza y, hoy también, en el Líbano... Deberían ustedes rebelarse, no solo en tanto que dirigentes políticos, sino sobre todo en tanto que seres humanos.

Durante ese tiempo, en el exterior, los guardaespaldas se entregan al ballet descrito más arriba. Sin embargo, como es con frecuencia el caso en esos rituales establecidos, la brecha se abre en el nivel intermedio, el de los sherpas al acecho de la oportunidad que les permita recuperar el hilo del diálogo. Al término de la reunión, uno de los iraníes se acerca a Emmanuel Bonne, el sherpa del presidente francés. Se presenta, entabla una breve conversación. Sacan sus respectivas tarjetas de visita. “Let me give you my mobile number”.

Bonne añade a mano su número de móvil. Un hilo, infinitamente frágil, ha surgido de ninguna parte. Quién sabe si se materializará en algo.

Es el milagro de la Asamblea General: el último lugar donde las personas que no suelen hablarse pueden hacerlo. A no ser que las personas no vayan. La entrevista bilateral con Netanyahu queda anulada oficialmente. No obstante, el presidente de Chipre dice que llegará por la noche y parece que se alojarán en el mismo hotel. “Generalmente, los chipriotas siempre están bien informados”, comenta su homólogo francés, entre irónico y optimista.

El otro asunto que sobrevuela el Palacio de Vidrio es el de Putin. El Zar no ha ido, pero su ministro de Asuntos Exteriores, Lavrov, atruena desde la tribuna de la Asamblea General: “La esperanza de Ucrania de vencer a Rusia en el campo de batalla es una insensatez, dado que Moscú posee armas nucleares y cualquier esfuerzo de la OTAN para seguir ayudando a Kiev resultará una carrera suicida”.

El representante permanente de Francia en las Naciones Unidas me cuenta sus encuentros con Vladislav Surkov, el antiguo spin doctor de Putin, que se tenía por artista, durante las primeras negociaciones sobre Ucrania. Me describe a un personaje frío, muy competente, más brutal de lo que me imaginaba. “Los demás rusos temblaban cuando él entraba en la habitación. No tenía ni que disimular. Cuando planteábamos la cuestión de la actitud de los separatistas, que el Kremlin pretendía no controlar, él respondía: ‘No se preocupen, ya me encargo yo’”. En otra ocasión, Bonne, a su vez, me había descrito a Surkov como un negociador brutal, que podía llegar a amenazar físicamente, como hacen a menudo los rusos de esa calaña, pero también podía ser brillante, capaz de gestos sorprendentes: “Sin él, no queda más que la brutalidad”, me había dicho el sherpa, con una pizca de pesadumbre.

Tres meses antes de la invasión de Ucrania, Surkov, destituido por Putin tiempo atrás, publicaba un artículo en el que todo estaba ya decidido. Toda sociedad, escribió él entonces, está sometida a la ley física de la entropía. Por muy estable que sea, ante la ausencia de una intervención exterior, acaba por producir el caos en su interior. Es posible gestionarlo hasta cierto punto, pero la única manera de resolver definitivamente el problema es exportarlo. Según Surkov, los grandes imperios de la historia se regeneran desplazando el caos que producen fuera de sus fronteras. Es el caso de los romanos en la Antigüedad, es el caso –según el autor– de los estadounidenses en el siglo XX. Y el de Rusia, “país para el que la expansión constante no es tan solo una idea, sino la verdadera razón existencial de nuestra historia”.

Como todos los de su oficio, Surkov no determina los acontecimientos, se limita a añadir una capa de cinismo intelectual –ya que esos misterios nos sobrepasan, finjamos ser sus organizadores–, lo cual, sin embargo, no resta ni un ápice de interés a sus elucubraciones. Todos cuantos como él han viajado al centro del reactor y han aceptado decir cualquier cosa, por muy manipuladores que sean, comparten una cualidad, la pertinencia, algo que apenas tienen los que observan la máquina desde fuera.

La primera víctima de la siniestra estrategia descrita por Surkov hoy es Ucrania. El presidente francés tiene un encuentro con Zelenski cara a cara. Esta vez, no hay lugar para la trama de los sherpas. El momento es, quizá, el más dramático desde el inicio de la guerra. Los ucranianos están exhaustos, el ejército ruso, que ya ha sufrido centenares de miles de bajas, avanza, indiferente a cualquier coste humano, y las elecciones estadounidenses amenazan con implosionar una coalición internacional cada vez más incierta.

Ignoro lo que ambos dirigentes se han dicho en el búnker del sótano donde está el despacho de Ucrania. Lo que sé es que nunca había asistido a una escena como la que se ha producido al término de la reunión.

Al cabo de una media hora, Macron abre la puerta, su cara parece un poema. Hace gesto de marcharse, la entrevista ha terminado. En ese momento, Zelenski surge del interior del cuarto. Bajo, musculoso, con el atuendo militar con el que el mundo entero ha aprendido a reconocerlo, tiene la cara deshecha, abatida.

Parece a punto de llorar. Coge a Macron por detrás y le murmura algo al oído. Una súplica. El presidente francés se da la vuelta y le responde. Los dos hombres hablan todavía un minuto, muy tensos, muy cerca, sin que nadie pueda oírlos. Finalmente, Macron cambia el gesto, no sonríe, pero su mandíbula se relaja. “Es una idea”, dice. Y deja a Zelenski en la puerta.

☛ Título: La hora de los depredadores

☛ Autor: Giuliano da Empoli

☛ Editorial: Seix Barral

☛ Edición: Octubre de 2025

☛ Páginas: 184

Datos del autor

*Giuliano da Empoli es un sociólogo, ensayista y asesor político de origen italosuizo. Dirige el think tank Volta en Milán e imparte clases en el Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po).

*Su primera novela, El mago del Kremlin (Seix Barral, 2023), traducida a treinta y cinco idiomas y adaptada al cine por Olivier Assayas.

*La hora de los depredadores (Seix Barral, 2025) se ha convertido en el ensayo del año en Francia con una extraordinaria recepción por parte de la crítica y los lectores.