Día 696: ¿Estados Unidos puede volver a ser progresista?
Ahora que la extrema derecha se volvió Gobierno en varios puntos del mundo, entre ellos Estados Unidos, ¿la rebeldía puede volver a ser de izquierda? Para esto, tiene que haber candidatos y figuras que se animen a desafiar los tabúes que el nuevo orden edifica.
La victoria de Zohran Mamdani en Nueva York reaviva la pregunta. ¿Puede Estados Unidos volver a ser un país progresista? Estados Unidos fue el primer país en consolidar un régimen progresivamente progresista de manera sostenida, ya en su nacimiento antimonárquico construyó la primera y mayor república moderna. Su Constitución igualitarista precedió a la Revolución Francesa y fue la base de las constituciones de todas las repúblicas dividiendo el poder en tres, sumando a la prensa libre como cuarto poder.
Ya al comienzo del siglo XX, Theodore Roosevelt, quien fue presidente entre 1901 y 1909, impulsó reformas como la regulación de empresas con la ley anti trust -o antimonopolios-. Y bastante antes del surgimiento del peronismo, el New Deal entre 1933 y 1939 instituyó programas de empleo creando dos agencias para emplear a millones de personas en obras públicas: Public Works Administration y Works Progress Administration. Creó la seguridad social promulgando la Social Security Act, con beneficios de vejez, compensación por desempleo y seguro de discapacidad.
Además de establecer por ley derechos laborales y la National Labor Relations Act, institucionalizando los sindicatos. Las teorías económicas de John Maynard Keynes y la demanda agregada se experimentaron por primera vez en Estados Unidos.
Pero hubo un cambio de época en alguna medida atribuible al surgimiento de ideas, muy simplificadamente definidas como opuestas a Keynes, en los años 70 que corrieron el discurso político hacia la derecha con la presidencia de Ronald Reagan como mojón de ese proceso de cambio, el surgimiento del Tea Party dentro del Partido Republicano llevándolo más a la derecha con el corolario de Donald Trump dos veces presidentes de ese país
¿Estaremos viendo en Mamdani no solo a él sino al kilómetro cero de un recorrido donde Estados Unidos se oriente nuevamente hacia el progresismo?
Quizás se pueda tomar prestado el concepto de los ciclos largos de alrededor de 50 años para la economía del economista ruso inglés Nikolai Kondratiev, en este caso para política. Trump podría ser el paroxismo, la hipérbole del ciclo comenzado en los años 80, que llegado a su cenit no le quede otra dirección de comenzar a descender.
A los 34 años, el demócrata Zohran Mamdani será el primer alcalde musulmán de Nueva York
La victoria de Mamdani, el candidato demócrata socialista en Nueva York, representa un duro golpe contra el presidente norteamericano, porque representa lo antagónico a todo lo que él representa. Mamdani es un musulmán, inmigrante y progresista que quiere financiar el transporte gratis a los neoyorkinos con impuestos a los ricos. Que quiere congelar los alquileres y defender a los sindicatos. Y todo esto, no solo lo propuso en la principal ciudad del país, sino que inclusive logró ganar con un amplio margen de los votos en el terruño del propio Trump.
A la victoria de Mamdani le siguieron otras de los demócratas en distintos puntos del país el martes pasado, como en Virginia y Connecticut. Siempre los estados del norte este como Nueva Jersey, Nueva York, Vermont o Massachusetts fueron del partido demócrata, pero la victoria del primer alcalde musulmán de Nueva York condensa por los disruptivo de su figura y el de sus propuestas.
Un conjunto de preguntas que resultan inquietantes para el futuro. Así como Trump sintetiza el auge de la extrema derecha mundial y colabora e influencia para que esta se siga desarrollando, ¿puede suceder que Estados Unidos haga un cambio de frente político y en algunos años sea progresista o inclusive de izquierda democrática? ¿El fenómeno de Mamdani es propio de una ciudad cosmopolita y con altos costos de vida o hay ejemplos de izquierdistas que logran seducir al electorado en otros lugares del mundo? Ya viniendo a nuestro país, ¿pueden figuras como Juan Grabois o Juan Monteverde, que por su foco urbano en Rosario se asemeja más, aspirar a representar algo parecido al fenómeno Mamdani a nivel local? ¿O qué nos dice la sorprendente cantidad de votos a Myriam Bregman en la ciudad de Buenos Aires?
"Por mucho que trabaje uno, la vida en esta ciudad es carísima, sobretodo para los latinos. Más de la mitad de las familias latinas no puede pagar la renta, y un número similar está pensando en dejar la ciudad. Eric Adams nos ha aumentado la renta, y Cuomo hará lo mismo, porque en este momento está aceptando el dinero de los dueños de edificios multimillonarios", expresó Mamdani en español en uno de sus spots para latinos.
Uno de los ejes de su campaña fue el acceso a la vivienda, que se centró en tres propuestas: congelar los aumentos de los alquileres para inquilinos con renta estabilizada, construir 200.00 viviendas nuevas accesibles, hacer frente a los propietarios y crear un ministerio de Seguridad Comunitaria.
El tono fue firme, pero no solemne, planteó problemas que tienen los neoyorquinos y ofrece soluciones en la calle. Es uno más, alguien que se encuentra en el mismo lugar que los demás. Habla como alguien más. No tiene eslóganes ni tono melodramático.
Zohran Mamdani, alcalde electo de la ciudad de Nueva York con el 50,4% de los votos.
Pero para entender el fenómeno Mamdani, hay que ponerlo en contexto. Mamdani es uno de los intentos por el ala izquierda del Partido Demócrata por abrirse paso. Antes de él, hubo otros casos de figuras que siguen luchando por instalarse como alternativas de poder, aunque tuvieron menos suerte. Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez encarnaron -cada uno en su momento y a su modo- el intento más serio de construir una alternativa de poder a la hegemonía centrista del Partido Demócrata.
Sanders, senador por Vermont, irrumpió en 2016 con una herejía para la política estadounidense: socialismo democrático, salud pública universal, universidad gratuita, impuesto a las grandes fortunas. Más que un programa, fue una ruptura cultural: nombró al establishment como adversario, algo que hasta entonces sólo parecía permitido desde la derecha. En aquellos años, perdió la interna con Hilary Clinton, quien luego fue derrotada por Trump. Hay encuestadores que dijeron que, si la elección hubiese sido entre Trump y Sanders, hubiese ganado el demócrata por disputar el voto antisistema.
En 2020 volvió a intentarlo y estuvo más cerca: lideró primarias clave, desbordó estadios y demostró que un discurso contra Wall Street podía ser mayoritario. Pero chocó con tres muros: el aparato demócrata -que se alineó detrás de Biden como dique de contención-, un sistema mediático que lo trató entre anomalía ideológica y amenaza, y la propia arquitectura electoral de EE. UU., diseñada para desactivar insurgencias internas cuando estas rozan el poder real. Su coalición era enorme en legitimidad, pero insuficiente en ingeniería partidaria.
Ocasio-Cortez, surgida del barrio popular del Bronx en 2018 como un meteorito de 29 años que derrotó a un cacique demócrata, convirtió la revuelta de Sanders en lenguaje generacional. Hizo del Green New Deal un mantra climático y social, y del “tax the rich” un sentido común pop. Desde su banca, rompió la estética del poder: Twitch, memes, política como conversación y no como liturgia.
Pero su dificultad fue otra. Ocasio-Cortez nunca tuvo el volumen institucional para disputar la presidencia, y su capital simbólico chocó con los límites de la práctica legislativa. El ala moderada del partido la toleró como marca cool para jóvenes, pero bloqueó sistemáticamente sus iniciativas estructurales. Mientras Sanders sufrió el veto desde afuera de la cúpula demócrata, Ocasio-Cortez padeció la absorción desde adentro: celebrada como fenómeno, neutralizada como amenaza.
Ambos revelaron algo crucial: existe un electorado masivo para un programa más audaz, pero no existe, aún, una maquinaria capaz de convertirlo en poder efectivo. Su legado es la paradoja: lograron correr el eje del debate sin lograr correr el eje del gobierno. En un país donde el cambio siempre parece posible, pero casi nunca probable, ellos demostraron que la principal frontera no es ideológica, sino institucional.
¿Ola progresista en EE.UU.?: qué significa el triunfo de Mamdani en Nueva York y cómo afecta a Trump
Mamdani es, probablemente, el experimento más audaz de la izquierda norteamericana reciente en convertir teoría socialista, identidad inmigrante y organización barrial en poder real. Hijo del académico ugandés Mahmood Mamdani y la cineasta india Mira Nair, creció entre Harlem y Kampala, uniendo algo que en EE. UU. suele caminar separado: la política antirracista con el socialismo de base material. No lo sedujo el liberalismo corporativo del Partido Demócrata, sino la izquierda cruda de organizadores comunitarios, movimientos anti desalojo y demandas por transporte público, vivienda y derechos laborales.
Llegó a la Asamblea del Estado de Nueva York en 2020 como parte de la ola Sanders/AOC, pero su identidad política se consolidó en un lugar distinto: el sur de Queens, tierra de inmigrantes recientes, afrodescendientes, musulmanes y trabajadores precarizados. Mientras Sanders hablaba de la clase en abstracto y AOC lo traducía en lenguaje generacional pop, Mamdani lo hacía desde la organización concreta del barrio, sin glamour: sindicalización de inquilinos, congelamiento de alquileres, freno a la brutalidad policial, justicia climática en distritos pobres y crítica frontal al lobby inmobiliario.
¿Su principal aporte? Empujar el eje todavía más a la izquierda que la agenda progresista “moderadamente radical” que terminó encarnando el sandersismo institucional. Mamdani no se conformó con enunciar derechos, y cuestionó quién tiene poder material sobre la ciudad. En un distrito atravesado por desalojos y desigualdad, convirtió el concepto marxista de clase en algo menos académico y más urgente: el casero, el boleto del subte, el frigorífico vacío. Su victoria fue demostrar que la izquierda podía ganar sin suavizarse ni pasteurizarse.
¿Las dificultades? Estructurales y feroces. La maquinaria demócrata tolera a los “rebeldes pintorescos” mientras no alteren intereses reales. Mamdani apuntó directamente a esos intereses: el real estate, la financiación corporativa de campañas, la gentrificación como política urbana, y el doble estándar del partido en temas como Palestina o el gasto policial. Eso lo convirtió en referente de base, pero también en amenaza interna. No tuvo -ni tiene- el altavoz mediático de AOC ni la transversalidad generacional de Sanders. Su política es más incómoda, menos épica, más concreta y, por eso mismo, más difícil de vender en formato mito.
Además, opera en un tiempo hostil para la izquierda institucional. La primavera sandersista se replegó, el Partido Demócrata se derechizó como respuesta a Trump, y la agenda redistributiva compite con guerras culturales, inflación, punitivismo y repliegue identitario. Mamdani, que intenta unir clase y raza sin subordinar una a la otra, queda atrapado entre dos pinzas: para el establishment es “demasiado rojo”; para parte del activismo purista, “demasiado electoral”. Sin embargo, su figura marca algo nuevo. Ya no la izquierda que pide permiso para existir dentro del Partido Demócrata, sino la que lo usa como una oportunidad táctica, sin ilusión de redención.
Mamdani enfrentó al aparato demócrata, primero con su propia construcción territorial y luego con la militancia. Tras sus primeras apariciones televisivas, se sumaron a sus comités de campaña decenas de miles de jóvenes que golpearon la puerta de más de 500 mil hogares en toda la ciudad. Es decir, además de las redes y los medios, hicieron una campaña hiper presencial con foco en la conversación cara a cara. Recuerda al pedido de Jaime Duran Barba a Mauricio Macri para que golpeé la puerta de todos los vecinos.
Todo esto llevó a que Mamdani, un candidato hace algunos años, totalmente desconocido por fuera de su barrio, se vuelva una verdadera sensación y ahora, uno de los políticos más importantes del país. Sin embargo, no se puede entender su triunfo o la relevancia de Sanders y Cortez sin introducirnos en el fenómeno DSA, del cual los tres forman parte.
AOC, Zohran Mamdani y Bernie Sanders en un evento de campaña en Queens, Nueva York.
El Democratic Socialists of America (DSA) es la organización socialista más grande de Estados Unidos. No es un partido, es un movimiento político con estrategia “dentro y fuera” del Partido Demócrata: compite en sus primarias para ganar poder institucional, pero no se subordina formalmente a su estructura. Nació en 1982, heredero del socialismo democrático crítico del estalinismo, y durante décadas fue un club intelectual con poca incidencia. Su explosión llegó en 2016, cuando Sanders, autodefinido socialista democrático, lo convirtió en narrativa viable para una juventud arrasada por deuda estudiantil, salarios bajos, ausencia de salud pública y crisis de vivienda. La militancia saltó de 6.000 miembros a más de 90.000 en pocos años.
El DSA es amplio, diverso y deliberadamente caótico, y no debería ser confundido con socialismo de partido único o comunismo sino, quizás, como algo más cercano al socialdemócrata europeo, su partido lleva el nombre Demócrata. Su corazón organizativo es generacional: millennials y centennials politizados por el 2008, el costo de vida y la crisis climática. No tiene un liderazgo vertical, funciona por capítulos locales y asambleas, y eso explica tanto su potencia territorial como sus tensiones internas.
Sus principales corrientes no son partidos formales, pero sí tendencias claras. El ala socialdemócrata o electoralista promueve disputar poder dentro del Partido Demócrata, construir mayorías amplias y priorizar triunfos concretos: salud pública, derechos laborales, impuestos progresivos. Aquí se ubica buena parte del “efecto AOC”, donde la estrategia es ocupar cargos, acumular visibilidad y empujar al establishment a la izquierda.
Luego está el ala socialista democrática de base, más escéptica del Partido Demócrata, enfocada en sindicalización, lucha por la vivienda, organización de inquilinos y confrontación con el capital. No reniega de competir en elecciones, pero cree que el verdadero poder se construye fuera de las instituciones, desde gremios, huelgas y comunidad organizada
Finalmente, hay una corriente ecosocialista e internacionalista, muy presente en juventudes, con énfasis en crisis climática, antirracismo estructural, derechos migrantes y solidaridad con Palestina. Este sector choca con el establishment demócrata en política exterior, gasto militar y política hacia Israel.
La relación con el Partido Demócrata es pragmática, conflictiva y no resuelta. El DSA no cree en el bipartidismo, pero usa las primarias demócratas porque el sistema electoral estadounidense no permite terceras fuerzas competitivas. El establishment demócrata tolera su existencia hasta que amenaza intereses materiales: lobby inmobiliario, banca, farmacéuticas, industria militar. Cuando eso ocurre, se activan las barreras: financiamiento, medios, aparato partidario.
El DSA creció porque puso nombre a un malestar clásico -desigualdad, explotación, precariedad- en un país que no tenía lenguaje socialista disponible durante décadas. Su desafío es pasar de la mística movilizadora a la construcción de poder sostenido sin ser absorbido por la máquina demócrata o quedar atrapado en la pureza testimonial. En esa tensión vive, crece y se pelea consigo mismo. La izquierda estadounidense, por primera vez en generaciones, volvió a ser incómoda. Y eso ya es un hecho político.
La explosión del DSA en Estados Unidos y de la figura de Jeremy Corbyn en Inglaterra motivó que la revista The Economist haya hecho una tapa icónica en el 2019 reflejando esto. En ella tiene un título muy ilustrativo: “El ascenso del socialismo millennial”. Esto obviamente apunta a que son mayoritariamente los jóvenes, quienes aportan al crecimiento de estas alternativas.
Dick Cheney, exvicepresidente de EEUU, falleció a los 84 años
Como pueden notar, El DSA y figuras como Mamdani o Sanders tienen una doble condición. Por un lado, son efectivamente de izquierda y disruptivas. Su discurso corre el umbral de lo posible, enfrentan al poder real y ofrecen soluciones concretas a los problemas concretos de las personas. “Se ganan a la gran masa del pueblo, combatiendo al capital”, parafraseando a la marcha peronista. Sin embargo, lo hacen desde las viejas estructuras del Partido Demócrata. Esto hace que por un lado puedan mostrarse como una renovación y por el otro, pueden ser vistos como una opción realista de poder.
Esto es bastante distinto a los partidos que podrían ser equivalentes en nuestro país. Por un lado, el peronismo no solo carece de propuestas disruptivas, carece de todo tipo de propuestas. Prácticamente lo único que se entendió de su campaña era que “había que ponerle un freno a Milei”. Sin embargo, no quedaba claro que había que hacer con la inflación, la deuda externa o la reforma laboral.
En el caso de la izquierda, que tuvo una buena elección en la categoría de diputados de la Ciudad de Buenos Aires, su estrategia de no hacer ninguna alianza con el peronismo la deja confinada a hacer listas testimoniales que solo apuestan a mantener un bloque de entre tres y cinco diputados. Esto es así desde hace más de 20 años que se conformó el Frente de Izquierda.
Además, sus propuestas no son disruptivas porque están tan fuera del radar que ni siquiera quedan en la memoria. La anulación del pago de la deuda externa, la estatización de la banca y el comercio exterior y el desmantelamiento de todo aparato policial y militar en el país es algo que nadie toma seriamente. Lo disruptivo de una propuesta no se explica solo por lo radicalizado, si no por responder a una necesidad concreta de un sector social con una propuesta que es realizable y cambia concretamente el dial de la discusión.
Figuras como Juan Grabois y Juan Monteverde de Patria Grande y Ciudad Futura son equivalentes a la estrategia de Mamdani y Sanders en Estados Unidos. Grabois tiene una propuesta de vivienda para que no haya un argentino sin hogar. Su proyecto tiene un apartado de los costos y su financiamiento. Eso es una propuesta disruptiva. Todavía no logró ser quien encabece la lista del peronismo y si sigue en esa situación corre el riesgo de dejar de ser la renovación y ser percibido como un peronista más.
Transporte gratuito y control de alquileres: las propuestas que marcan la campaña en Nueva York
"La rebeldía se volvió de derecha", de Pablo Stefanoni, es uno de los diagnósticos más lúcidos sobre la mutación del malestar político global: lo que antes capitalizaba la izquierda -el inconformismo, la pulsión antisistema, la épica insurgente- hoy lo administra con más eficacia la derecha radical. Stefanoni, periodista e historiador boliviano-argentino, no habla de un corrimiento ideológico en abstracto, sino de un cambio en la gramática emocional de la rebeldía.
El libro parte de una constatación provocadora: ya no es la izquierda la que monopoliza el discurso de ruptura. La derecha de Trump a Jair Bolsonaro, de Javier Milei a los libertarios digitales y de los identitarismos europeos a los antivacunas se apropió del lenguaje de la insubordinación. Se presenta como “antisistema”, desafía a las élites culturales, desconfía del Estado, ataca a los “medios establecidos”, reivindica la incorrección política y convierte la indignación en identidad. Ya no promete orden: promete demolición.
Stefanoni describe cómo se produjo la inversión de roles. Tras 2008, la crisis capitalista fracturó las certezas neoliberales, pero el agotamiento de los progresismos, la burocratización de las izquierdas tradicionales y su dificultad para procesar nuevas subjetividades dejaron un vacío simbólico. Ahí entró la derecha radical, combinando tres ingredientes clave: libertarismo económico, guerra cultural y populismo digital. Si la izquierda hablaba desde instituciones y derechos, la nueva derecha habló desde la experiencia vivida del enojo: impuestos, inseguridad, “ideología de género”, corrección política, clase política, feminismo, migraciones. No ofreció programas, ofreció enemigos.
El libro también muestra que el fenómeno no es solo ideológico, sino estético: la derecha adoptó los códigos de la contracultura, como memes, trolling, provocación, viralización, ironía nihilista, mientras una parte de la izquierda quedó atrapada en lenguajes institucionales, universitarios o moralizantes. La rebeldía dejó de ser revolución; pasó a ser insolencia, gesto, performance. Stefanoni no idealiza a la vieja izquierda ni naturaliza a la nueva derecha. Señala que la disputa ya no es por la “verdad”, sino por la capacidad de encarnar el descontento. Y advierte que la derecha radical no es un fenómeno pasajero ni mera manipulación: es una respuesta, distorsionada pero eficaz, a frustraciones reales.
Ahora que la extrema derecha se volvió Gobierno en varios lados del mundo, entre ellos Estados Unidos y nuestro país, ¿la rebeldía puede volver a ser de izquierda? Para esto, tiene que haber candidatos y figuras que se animen a desafiar los tabúes que el nuevo orden edifica. Esto tendría una importancia particular en Estados Unidos. Allí fue que Trump legitimó el ascenso de la extrema derecha mundial dado la centralidad del país. Si esto se empieza a ver cuestionado y en el mismo país surge una figura que lo desafía por la izquierda podría también tener un efecto de contagio.
Volviendo a la discusión sobre la rebeldía, esto es interesante porque se inserta en el debate que los progresismos tienen a nivel mundial, luego del triunfo de las extremas derechas. Ayer, en este mismo programa, en una entrevista que le hicimos al analista y catedrático, Eduardo Alemán dijo que el Partido Demócrata tiene un debate sobre cómo enfrentar a Trump.
Hay sectores que plantean que los demócratas tienen que correrse al centro para captar al electorado que quedó huérfano por el corrimiento a la derecha del Partido Republicano con Trump. Otros sectores, más ligados a los DSA plantean que es lo contrario, que hay que irse a la izquierda para disputar el descontento con Trump y hay otros que dicen que el Partido Demócrata tiene que volverse un atrapa todo, que sea de izquierda en Nueva York o California y que sea de centro o hasta de derecha en el medio Oeste.
En el peronismo sucede algo similar. Hay quienes le echan la culpa a los excesos del feminismo en la derrota con la extrema derecha, otros al progresismo y hay quienes señalan que no se fue hasta el final con la expropiación de Vicentín o que se debería haber continuado con el Impuesto a las Grandes Fortunas.
En el fondo, tal vez lo que sucedió en Nueva York sea más sencillo. Este miércoles en una muy divertida entrevista en Radio Con Vos, el escritor y periodista Martín Caparrós dijo textualmente sobre el triunfo de Mamdani: “¿Quién lo diría? Parece que hablar sobre solucionar los problemas de los inquilinos, trabajadores, jóvenes e inmigrantes iba a interesar y atraer votos de inquilinos, trabajadores, jóvenes e inmigrantes.”
Quizás la política en nuestro país se cerró demasiado sobre sí misma y el peronismo debería haber discutido más sobre alquileres, salarios, tarifas del transporte o inseguridad y menos de desdoblamiento electoral o el armado de las listas.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi
TV/ff
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