De Dostoyevski a Milei (con una breve escala en Lenin)
En mi columna de dos semanas atrás comentaba la devoción de Javier Milei por la novela La rebelión de Atlas (1957) de la autora ruso-norteamericana Ayn Rand, que suele figurar en sus discursos y aparecer en sus videos. En una nota publicada en la revista Noticias de abril de 2024, titulada “No culpen a Ayn Rand por Javier Milei”, José Benegas proponía deslindar el pensamiento de la autora ruso-estadounidense de las ideas y la práctica del actual presidente, señalando por ejemplo que Rand era una racionalista a ultranza y rechazaba el maridaje entre capitalismo y religión de las nuevas derechas, o que defendía el derecho al aborto. Todo esto es cierto, pero también lo es que el ideal del “egoísmo racional”, que como él mismo señala es el núcleo duro del “objetivismo” de Rand, es también el de la Escuela Austríaca y el del actual presidente.
Este ideal propone que la única conducta éticamente válida consiste en actuar en beneficio propio, siempre y cuando éste no se base en el mero capricho sino en un cómputo de costos y beneficios, a la manera utilitarista. La doctrina viene en versión de izquierda y de derecha: en la primera, el “egoísmo” consiste en la búsqueda de la felicidad personal, y lo “racional” en darse cuenta de que nadie puede ser feliz si está rodeado de miseria y sufrimiento; ergo, la búsqueda de la felicidad personal conduce necesariamente a la conciencia social, la justicia, incluso el sacrificio, cuando uno advierte que la felicidad del otro asegura la propia. En la Rusia de entre siglos la expresión más acabada y exitosa de esta doctrina se plasmó en la novela ¿Qué hacer? (1863) de Nikolái Chernyshevski, que pronto se convertiría en un manual para jóvenes revolucionarios, incluyendo el naciente feminismo: la protagonista, Vera Pávlovna, procura su independencia económica fundando una cooperativa de costureras, y tras huir de su casa con su amado Lópujov se van a vivir juntos con reglas que incluyen la de no entrar en el cuarto del otro sin permiso; pero al advertir que su amigo de la infancia Kirsanov se ha enamorado de Vera, y que ella le corresponde, Lópujov pone en práctica los postulados del egoísmo racional y finge su suicidio para dejarles el camino libre. Uno de los factores del éxito de la novela fue la presencia del personaje de Rajmétov, un superhéroe revolucionario que se alimenta de bifes crudos y duerme en una cama de clavos para templar su cuerpo para la revolución. Esta novela fue la inspiración directa para la versión de derecha y ultracapitalista de Ayn Rand, en la cual Vera muta en la heroína Dagny Taggart y el comunista Rajmétov se convierte en el superhéroe emprendedor-capitalista John Galt, modelo probable del general Ancap auspiciado por la cosplayer Lilia Lemoine de los primeros videos promocionales de Javier Milei.
Tal fue el éxito de la novela de Chernyshevski que Joseph Frank, el biógrafo de Dostoyevski, propone que tuvo una influencia mayor que El capital de Marx en la gestación de la Revolución rusa; es fama que Vladimir Lenin la leyó cinco veces en un solo verano y que ésta inspiró su panfleto del mismo título (1902), aunque su tema no sean las cooperativas de costureras ni la dieta del perfecto revolucionario sino el tanto más árido de la relación entre lucha económica y lucha política, y la necesidad de la intelligentsia elaborar una teoría y crear un partido para guiar la clase obrera hacia le revolución. Pero la conexión no se pierde, y quizás ayuda a entender por qué Javier Milei pudo citar, en su discurso ante la CPAC de 2024, al artífice de la revolución bolchevique como fuente de inspiración para sus huestes libertarias: “Como decía Lenin, sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario”.
Pero lo más interesante, desde el punto de vista literario al menos, no es que una pésima novela de izquierda haya servido de modelo e inspiración para una pésima novela de derecha, sino que haya tenido la rara virtud de inspirar, así fuera por reacción, las mejores de Dostoyevski, desde Memorias del subsuelo hasta Los hermanos Karamázov, pasando por Crimen y castigo, El idiota y Los poseídos, todas las cuales incluyen una respuesta y un intento de refutación de la doctrina del egoísmo racional. Memorias del subsuelo apunta contra la dimensión utópica, positiva de la doctrina, inspirada en el falansterio imaginado por Charles Fourier. La postura del “hombre del subsuelo” es simple: por más perfecta que sea la sociedad que diseñen yo voy a jodérsela, simplemente porque sí, para probar que existo, que soy un ser humano y no una hormiga en un hormiguero. Su punto de partida es la necesidad del hombre de autoafirmación, que el autor había descubierto durante sus años de prisión en Siberia, documentados en Recuerdo de la casa de los muertos: los presidiarios muchas veces actuaban irracionalmente, con tal de afirmar su existencia, así fuera a través del capricho, la infamia, el derroche o el crimen: el cálculo utilitario se iba al diablo, el imperativo ontológico probaba ser más fuerte que el ético: el motor en última instancia de la conducta no era la ganancia, el beneficio, ni siquiera la felicidad, sino la dignidad, la afirmación del yo: soy alguien, así sea alguien infame, odioso, despreciable; estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para impedir que me conviertan en nadie.
La exploración del lado negativo de la doctrina se inicia en Crimen y castigo: Raskólnikov decide matar a una vieja usurera para hacer el bien con su dinero, pero las coartadas utilitaristas no lo salvan de la culpa irracional por haber derramado sangre humana –como ya había descubierto, para su gran desconcierto, sus precursores los Macbeth. La novela suele ser leída en clave psicológica, pero lo que el autor quería explorar es el punto de contacto entre ideología y psicología: cómo ciertas ideas tienen la capacidad de contagiarnos, como un virus –así aparecen en el sueño revelador de Raskolnikov, hacia el final de la novela– de modificar nuestra manera de pensar, de sentir y de actuar, alejándonos de sentimientos y valores sin los cuales ninguna sociedad ni felicidad individual son posibles. Dostoyevski nos ofrece, así, una refutación anticipada de las ideas de Rand, Rothbard y, eventualmente, de Milei.
¿De qué nos agarramos, entonces, qué valores, sistemas de pensamiento pueden obrar de antídoto para el insidioso espejismo del egoísmo racional? Para Dostoyevski, estos podían hallarse en la religión ortodoxa y la figura de Cristo, en particular la del Cristo sacrificial y sufriente –ícono que campea, a través del estremecedor cuadro de Hans Holbein, El cuerpo de Cristo en la tumba (1521) en su novela El idiota. La base, el cimiento de nuestra ética es irracional, y está bien que así sea. Veía en el egoísmo racional una negación de la doctrina de Cristo; y ya en la novela que cierra el ciclo –tras pasar por el momento positivo de El idiota, cuyo protagonista encarna a este Cristo sufriente, y Los poseídos, que presenta a su contraparte, el demoníaco egoísta Stavrogin - Iván Karamazov propondrá que sin Dios no hay moral posible y que todo crimen, incluso el parricidio, es permisible.
En un contexto marcadamente secular, ¿qué otros valores pueden oponerse a las doctrinas de los paladines de la batalla cultural? Hace poco, leyendo el libro del primatólogo Franz de Waal, El bonobo y los diez mandamientos, me encontré, si no con una respuesta, al menos con una idea para reflexionar. Allí propone que los criterios éticos fundamentales pueden hallarse, también, en ciertos animales sociales: cánidos, cetáceos, elefantes y homínidos demuestran empatía, conductas altruistas, sentido de la justicia y la injusticia. No se trata de instinto, como sí lo es la conducta “altruista” de la abeja que pica para defender la colmena y muere en consecuencia: el chimpancé que renuncia a una porción de su alimento para compartirlo con un miembro del grupo o consuela a un congénere agredido por otros, toma en cambio una decisión consciente; podría hacerlo o no, ejerce el libre albedrío. El argumento del autor no niega el carácter cultural e histórico de nuestra moral y nuestros valores, meramente propone que la moral social, sea o no religiosa, no puede construirse sobre bases sólidas si ignora o va en contra de esta moral natural.
La cultura y las ideas tienen un poder formidable para moldear nuestra naturaleza, y tal vez revertirla, como bien sabía Dostoyevski. El sufrimiento de los más frágiles –niños, discapacitados, personas enfermas, jubilados, marginados, indigentes-naturalmente nos moverán a compasión, salvo que una serie de ideas –llámeselas nihilismo, fascismo, egoísmo racional, meritocracia o libertarianismo–no solo anulen, sino reviertan la tendencia a la empatía o la piedad: no sentiré nada por ellos, o sentiré odio, desprecio; su sufrimiento acrecentará mi sensación de goce y de poder.
Es difícil, por todo esto, escapar a la conclusión de que la “batalla cultural” del actual gobierno no se libra contra la izquierda, los zurdos o el “wokismo”, sino contra algo mucho más elusivo y precioso, que paradójicamente compartimos con algunas especies animales: nuestra más básica y elemental humanidad.
*Escritor.
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