El general Spínola y la rendición de Breda
El guerrero más leal de la monarquía española doblegó la ciudad holandesa más inexpugnable, sin embargo la corona no reconoció debidamente su lealtad y murió pobre. Diego Velázquez lo inmortalizó en una pintura, pero el rey también le quedó debiendo sus servicios al artista. Por eso su retrato, en el Museo del Prado, no está firmado.
El 25 de septiembre de 1630 moría en Castelnuovo, Italia, Ambrosio Spínola Doria, duque de Sesto, marqués de los Balbases, Grande de España, miembro de la Orden de Santiago y del Toisón de Oro, sin dudas, el general más prestigioso del Imperio español.
Hoy sería apenas un nombre más dentro de la intensa historia de España si no fuera por un casual encuentro que el general tuvo en 1629 con el pintor Diego Velázquez, artista del rey y encargado de comprar obras de arte para la corona, especialmente para satisfacer el gusto de Felipe IV.
Este encuentro fortuito le ganó a Spínola una fracción en la historia del arte.
Aunque genovés de nacimiento y miembro de una familia de larga prosapia como los Doria (cuyo ancestro había peleado para España en la batalla de Lepanto), don Ambrosio fue leal a la monarquía hispánica como jefe de la infantería de los ejércitos imperiales: los legendarios tercios españoles.
Cuando Velázquez lo retrató tratando amablemente al príncipe Mauricio de Nassau-Orange, Spínola llevaba ya 20 años peleando para el imperio español, que trataba de dominar esa minúscula parte del imperio que, a pesar de no ser ni un 5% del territorio bajo dominio de Felipe IV, contribuía con el 25% del ingreso imperial.
Los monarcas españoles no se caracterizaban por la correcta administración de sus tierras, concedidas a válidos o ministros plenipotenciarios, en quienes delegaban el aburrido gerenciamiento de sus bienes. En el caso del conde-duque de Olivares, válido de Felipe IV, esta actividad merecía el adjetivo de corrupta en el más amplio sentido de la palabra.
Después de 20 años de lidiar con ejércitos mal pagados y peor equipados, Spínola sabía que el futuro de esta campaña era ominoso, a pesar de sus victorias, especialmente la del sitio de Breda, ciudad holandesa considerada inexpugnable por su posición, sus fortificaciones y, especialmente, la determinación de sus habitantes, cansados de ser expoliados por los españoles.
Sin embargo, Spínola fortificó las vecindades de la ciudad para evitar cualquier ataque sorpresivo de los flamencos e impuso un intenso y meticuloso sitio. Ordenó a sus ingenieros desviar el río que alimentaba a Breda, ciudad que había que doblegar por la sed y el hambre.
Al final, el príncipe Justino de Nassau se rindió el 2 de junio de 1625. Fue un acontecimiento tan importante para España que hasta Calderón de la Barca le dedicó una obra de teatro.
Velásquez retrató a Spínola en una actitud entre caballeresca y magnánima, rechazando las llaves de la ciudad que le ofrecía el príncipe holandés, mientras las lanzas de los tercios españoles se alzaban amenazantes.
El simbolismo es elocuente: son dos caballeros que se tratan amablemente, pero en el fondo surge una advertencia. El mensaje es claro: los españoles podían ser generosos y magnánimos, pero ¡atención!, esas mismas lanzas que custodiaban al general podían volverse devastadoras.
Lo que no todos saben es que al general vencedor el Imperio le debía una fortuna, ya que más de una vez había puesto plata de su propio peculio para evitar insurrecciones y deserciones de sus tropas impagas. Para colmo, al conde-duque de Olivares no le había caído en gracia la oposición de Spínola a continuar peleando por los Países Bajos. Sin más, lo defenestró y no abonó las deudas que tenía con el general.
Spínola murió cinco años más tarde, arruinado y desprestigiado. En la cama donde pasó sus últimas horas solo repetía dos palabras: “honor y reputación”, las consignas que habían guiado su existencia.
Curiosamente, fue el mismo conde-duque de Olivares quien le encomendó a Velázquez inmortalizar esta proeza, retratando a los amables generales, las lanzas de los tercios, y los campos de Breda devastados por el sitio.
Quien pueda apreciar esta obra en el Museo del Prado verá que, en su extremo inferior derecho, hay un pequeño rectángulo vacío reservado para estampar la firma de Velázquez una vez que el rey hubiese pagado sus servicios.
El rectángulo aún permanece vacío, porque el monarca no dobló los honorarios del artista.
Las ex colonias españolas, como hijas del imperio, han heredado algunas de estas costumbres: el despilfarro, la mala administración por parte de codiciosos que solo contemplan las necesidades de sus propios bolsillos, la burocracia exagerada que al final no controla nada, y el desprecio por la opción de las gentes de valía y honestidad (ese “honor y reputación” que Spínola defendió), que terminan marginados por resistirse a estos vicios que justifican nuestra decadencia.
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