El poder de la palabra y la responsabilidad de los dirigentes
“En una democracia, el lenguaje no es un simple formalismo: es la base del pacto social que nos une” señala el autor y sostiene que llamar “reacomodamiento de precios” a la inflación y “sinceramiento” al ajuste es distorsionar la realidad.
En la esfera política y social, las palabras trascienden su condición de meros sonidos o signos. Son instrumentos de enorme poder que moldean realidades, delinean destinos y reflejan el carácter y la integridad de quienes las emplean.
Cuando un dirigente, autoridad o funcionario público se expresa, sus palabras deben estar sustentadas en coherencia, honestidad y un profundo respeto por la ciudadanía. En una democracia, el lenguaje no es un simple formalismo: es la base del pacto social que nos une.
La palabra y el compromiso
El uso responsable del lenguaje tiene dos dimensiones igualmente relevantes: el fondo y la forma. En cuanto al fondo, la palabra debe ser un compromiso. En Argentina, hemos sido testigos de décadas de discursos vacíos, promesas incumplidas y eufemismos que encubren fracasos. Este fenómeno no es fortuito: cada palabra mal empleada representa una traición a la confianza pública. Cuando un presidente, ministro o legislador califica un "ajuste" como "sinceramiento" o la inflación como un "reacomodamiento de precios", no solo manipula el lenguaje, sino que distorsiona la realidad. Y esa distorsión tiene consecuencias directas para el pueblo.
Los dirigentes tienen la obligación de llamar a las cosas por su nombre. La pobreza no es "vulnerabilidad social", la inseguridad no es una mera "sensación" y la corrupción no puede reducirse a "errores de gestión".
Nombrar con claridad es el primer paso hacia soluciones efectivas. Como en el psicoanálisis, aquello que no se nombra no se resuelve ya que la verbalización y la conciencia de un conflicto o problema son cruciales para su resolución y de no hacerlo, estamos en presencia de un verdadero acto fallido político e institucional ya que se pone de manifiesto una expresión diferente e incluso contraria a la intención consciente del sujeto.
Los peligros de la liviandad discursiva
En cuanto a la forma, la banalización del lenguaje político es un riesgo igualmente grave. Algunos líderes recurren a frases hechas, eslóganes vacíos o incluso insultos disfrazados de "crítica constructiva".
Esta práctica no solo degrada el debate público, sino que profundiza la polarización y alimenta la desesperanza. Un funcionario que promete "lluvia de dólares" o "pobreza cero" sin sustento no comete un simple error retórico: incurre en una mentira deliberada. La liviandad en el discurso refleja frivolidad en la gestión, y quien no respeta las palabras difícilmente respetará las instituciones o los derechos de los ciudadanos.
La historia argentina nos ofrece ejemplos de líderes y pensadores —como Alberdi o Perón— que emplearon el lenguaje con precisión y responsabilidad. Sus discursos no buscaban la aprobación efímera ni el aplauso fácil sino explicar, persuadir y asumir compromisos. En contraste, hoy muchos políticos priorizan el relato sobre los hechos, la confrontación sobre el diálogo y el marketing sobre un proyecto de país. Este enfoque ha contribuido al deterioro de la confianza en la política.
Hacia una cultura de la palabra responsable
Construir una cultura de la palabra responsable es esencial para revitalizar la vida cultural e institucional de Argentina. Tres principios deben guiar este esfuerzo: verdad, coherencia y respeto. En un contexto donde las falsedades y la vulgaridad proliferan, la claridad y la honestidad en el lenguaje se convierten en actos casi revolucionarios.
La política debe ser un servicio, no un espectáculo. Esto implica respetar protocolos y formas que excluyan la grosería y la mentira. Innovar en la comunicación no significa caer en la vulgaridad, como ocurre cuando se insulta a opositores desde las más altas esferas del poder, una práctica que no solo carece de modernidad, sino que daña la convivencia democrática. Asimismo, repetir estas conductas desde otras posiciones políticas, bajo la ilusión de que generarán mayor adhesión, es un error que perpetúa el ciclo de descrédito.
Y decir esto no significa carecer de innovación en la forma de comunicar. No es moderno llamar “hijos de puta” y “mierdas” a opositores, como hace Milei, como no es moderno creer que, haciendo lo mismo, desde otras variables políticas o vulgarizando el lenguaje, se obtendrán mejores resultados en adhesión y simpatía.
La palabra es el termómetro de la ética de un dirigente. Quienes la usan de manera irresponsable terminan, tarde o temprano, expuestos ante la ciudadanía. Como expresó Jorge Luis Borges, "las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida". Forjemos, entonces, una memoria colectiva basada en la honestidad, la seriedad y la grandeza.
Argentina merece un liderazgo que honre el poder de la palabra y lo utilice para construir un futuro digno. Porque la palabra no solo refleja quiénes somos, sino también el país que aspiramos a ser.
* Diputado Nacional mc – PJ Río Negro
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