La industria del yo
“La autoayuda no fabrica únicamente manuales ni charlas motivacionales: fabrica subjetividades”, dice el autor y opina que estas “promesas de éxito” sólo garantizan “la adaptación dócil al sistema”. La pregunta sería: ¿qué hacemos con el malestar?
La autoayuda es una industria multimillonaria: mueve cientos de miles de millones de dólares al año en libros, conferencias, talleres y cursos online. Su expansión parece imparable y sus fórmulas se multiplican como si fueran remedios universales para cualquier malestar. Pero detrás de esa maquinaria editorial y de charlas, más allá de la venta de productos, lo que realmente se industrializa es otra cosa.
La autoayuda no fabrica únicamente manuales ni charlas motivacionales: fabrica subjetividades. Opera como un dispositivo de saber y de poder que el propio individuo se autoadministra, reproduciendo sobre sí mismo un mecanismo de normalización. Se presenta bajo la promesa de éxito, felicidad y bienestar, pero lo que en verdad garantiza es la adaptación dócil al sistema que nos produce y nos somete.
Ahora bien, ¿qué significa que la autoayuda sea un dispositivo? En la lectura foucaultiana, un dispositivo no es un simple objeto o una técnica aislada, sino una red que articula discursos, instituciones, saberes y prácticas, orientados a producir determinados efectos de poder. En este caso, la autoayuda no se limita a un género editorial: es un mecanismo cultural que atraviesa escuelas, empresas, medios de comunicación y plataformas digitales.
Su eficacia radica en que no se impone desde afuera con la violencia de la prohibición, sino desde adentro, con la seducción de la promesa. Nadie nos obliga a consumir autoayuda; somos nosotros quienes acudimos a ella convencidos de que ahí está la clave de nuestra libertad. Y, sin embargo, lo que obtenemos no es emancipación, sino una forma más sofisticada de sujeción.
La operación es doble. Por un lado, simplifica el pensamiento filosófico hasta reducirlo a eslóganes fáciles de memorizar y repetir. Por otro, desplaza la pregunta por el malestar del plano social al plano individual. Se trata de una privatización del sufrimiento: la precarización, el aislamiento, la competencia feroz, dejan de ser interpretados como síntomas de un sistema injusto para transformarse en problemas de actitud, de autoestima, de “mala gestión emocional”.
Allí donde la filosofía buscaba interrogar las condiciones colectivas de existencia, la autoayuda ofrece la receta íntima: cambia tu chip, reprograma tu mente, ajusta tu vibración.
Este desplazamiento no es ingenuo: cumple una función política precisa. Un sujeto que se culpa a sí mismo por no alcanzar la felicidad es un sujeto que no cuestiona el orden que lo oprime.
El poder necesita individuos aislados, convencidos de que sus fracasos son siempre culpa propia"
Un sujeto que cree que la ansiedad es un error de respiración no se preguntará por qué el mercado devora su tiempo y su energía vital. Un sujeto que interpreta su depresión como falta de voluntad no verá que habita un mundo sin horizontes colectivos.
Manuales de autoayuda para pelados buscan ‘exorcizar’ con humor la calvicie
El poder necesita individuos aislados, convencidos de que sus fracasos son siempre culpa propia: la autoayuda se los entrega en bandeja. El resultado es una subjetividad vigilada y vigilante. El individuo se transforma en empresario de sí mismo, evaluador y evaluado, juez y acusado. Se mide, se corrige, se motiva, se exige. El capitalismo ya no necesita disciplinar desde afuera con látigos o prohibiciones: basta con que internalicemos el mandato de ser felices, productivos y resilientes.
La autoayuda opera como lubricante de esa maquinaria: nos enseña a agradecer la explotación como “oportunidad de crecimiento” y a vivir la precariedad como “desafío personal”.
Frente a este panorama, el pensamiento crítico deja de ser un lujo académico para devenir un acto de resistencia. Pensar críticamente significa romper con la ilusión de que nuestros deseos son completamente propios, desenmascarar la fabricación de subjetividades, volver a politizar el sufrimiento.
Significa recordar que el malestar no es un fallo individual, sino, más bien, el síntoma de un orden social enfermo. Significa, en definitiva, recuperar la dimensión colectiva de la filosofía, esa que desde Sócrates se atrevió a interrogar no a los individuos aislados, sino a la ciudad, al sistema, a la totalidad que nos constituye.
Por eso hay que insistir: la autoayuda es un dispositivo dedomesticación, adiestramiento que nos captura. Convirtiéndonos en piezas dóciles de una maquinaria que, mientras promete libertad, multiplica nuestras cadenas. Resistirla exige recuperar la filosofía en su sentido radical: no como recetario de bienestar, sino como praxis crítica capaz de abrir fisuras en el orden de lo dado.
*Licenciado en filosofía
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