Más que jubilados

La nueva edad del porvenir

El futuro ya no es solamente de los niños sino también de los abuelos o mayores, la franja poblacional que sigue siendo “activa, trabaja y desea”, como dice el autor. Sin embargo, se los deja afuera y “y se priva al sistema de recursos humanos valiosos”. También sucede en educación.

Abuelos y nietos Foto: Redes

Según la frase remanida y popular, el futuro es de los niños. Sin embargo, el curso de algunos procesos recientes indica que también está hecho de viejos. Es un principio de realidad que apenas comenzamos a balbucear, después de un extenso letargo demográfico y cultural. 

La vejez, centrada en el principio del legado, hoy es también continuidad, incluso impulso. La imagen gastada del anciano jubilado - o “abuelo”, como si todos lo fueran - que espera, calla y recuerda lentamente, es sustituida por la de una persona que trabaja y desea.

Conmueve pensar en una vida que, con tanto recorrido, aún elige transitar. Al mismo tiempo, inquieta la cultura que cierra la puerta a quienes desean seguir siendo parte activa del tejido social, no solo por necesidad - que es real - sino por convicción.

Se trata de revisar si las fronteras cronológicas hoy impuestas coinciden con las transformaciones reales de la longevidad, la salud y las competencias profesionales"

En el mundo de la docencia, la cuestión adquiere matices particulares. Existen normas y regímenes jubilatorios específicos, que incluso permiten el retiro a edades más tempranas que en otros sectores, en reconocimiento a la intensidad y complejidad de la tarea educativa. 

Pero en esa trama normativa se esconden paradojas: un docente puede, en ciertos casos, titularizar un cargo a los cincuenta y tantos años… y quedar habilitado para jubilarse casi al instante. En otros escenarios, quien inicia su carrera pasada esa edad se ve directamente imposibilitado de concursar o acceder a la estabilidad, aunque su vocación, formación y salud sean impecables. 

“Hay que ‘hackear’ al viejismo sembrando otras narrativas sobre la vejez”

El colectivo contra la Discriminación por la Edad en la Educación lo ha señalado: más allá de las lógicas previsionales, la rigidez administrativa a veces se traduce en exclusión innecesaria y priva al sistema de recursos humanos valiosos.

No se trata de negar la necesidad de un régimen jubilatorio coherente, ni de ignorar la rotación que requiere la disponibilidad de cargos. Se trata, más bien, de revisar si las fronteras cronológicas hoy impuestas coinciden con las transformaciones reales de la longevidad, la salud y las competencias profesionales.

Mientras tanto, la expectativa de vida crece en salud, en capacidades y en proyectos. Se gesta, sin que aún tenga nombre definitivo, una “tercera adultez” que no encaja ni en la plenitud ni en el ocaso. Un territorio fértil y desatendido, en el que se puede enseñar, crear, liderar y ejecutar, incluso cuando la letra muerta de los reglamentos lo impide. 

Ese espacio intermedio invoca una nueva idea: no ya la del “ser joven” o la del “ser viejo”, sino la del “estar aún”, con cuerpo y con deseos. Se abre la posibilidad de concebir el tiempo como afirmación de una identidad que se niega a disolverse en los estereotipos cronológicos.

“La vejez les da miedo a los jóvenes”

Algunas empresas en Argentina comienzan a tomar nota del cambio y, a contramano de los prejuicios, incorporan, o reincorporan, a personas que ya están jubiladas. Es una decisión inteligente: saben que la experiencia no es un costo sino una inversión. En tiendas de ropa, bancos, instituciones de salud y otros modelos de organización se empieza a observar la figura del senior (ahora con pleno sentido) que guía y forma. 

Al objetivo de productividad se suma también el de acompañar el deseo y, de este modo, cumplir una misión humanitaria. Porque el trabajo, bien entendido, también es un antídoto contra el sentimiento de una vida sin sentido, el deterioro cognitivo y otros padecimientos asociados con esa etapa. Mantiene viva una identidad, da significado a la rutina, reactiva el horizonte. El lenguaje del porvenir no les está vedado a quienes aún tienen algo que decir.

En un reciente reportaje, varias personas mayores que trabajan después de los 60 y 70 años brindaron diferentes versiones de su realidad: algunos necesitaban el ingreso, otros simplemente no podían concebir su vida sin lo que hacían. Todos compartían, no obstante, algo más profundo: una reivindicación del derecho a ser parte. A no ser descartados.

De eso se trata, quizás, esta nueva etapa que nos interpela como sociedad: no tanto de alargar la vida como de ensancharla. De permitir, sin paternalismos ni coerciones, que quienes aún tienen algo que dar, y desean darlo, no se vean obligados a callar. ¿El problema es que no pueden? No, en verdad sucede que el sistema no sabe dónde ubicarlos. 

Desde la percepción general y, de aquí en más, anticuada, el trabajo es un territorio exclusivamente joven, mientras que la producción y la inteligencia son cualidades que se evaporan con las canas.

Martin Heidegger, uno de los grandes pensadores del siglo XX, ha dicho que el tiempo no es una secuencia de edades sino una forma de estar en el mundo. Por tanto, lo que nos define son nuestros proyectos. La cronología puede marcar los días, pero no determina la potencia del gesto. O el reconocimiento de alguien aún capaz de transformar la realidad.

El mundo, no sólo la Argentina, empieza a mostrar que hay otras formas posibles de envejecer. Según datos de la Encuesta Permanente de Hogares, más del 15 % de los jubilados argentinos trabaja. Y entre quienes tienen menos de 70 años, esa proporción se eleva al 24 %. La mayoría lo hace en la informalidad, por falta de estructuras formales que los contengan. 

En países desarrollados, la duración efectiva de la vida laboral ya supera los 38 años, bastante más de lo que se había previsto. La Unión Europea, a través de la OCDE, propone ahora no solo elevar la edad jubilatoria sino también fomentar entornos inclusivos y políticas de formación continua. En Australia, sin embargo, una encuesta reveló que un cuarto de los empleadores considera “viejos” a los mayores de 50 años. Evidentemente, la revolución en ciernes de la longevidad aún convive con prejuicios atrincherados.

La proporción de trabajadores mayores de 55 años creció del 10,9 % en 1995 al 16,3 % en 2020, y se espera que siga en aumento. Esta tendencia global representa el envejecimiento poblacional y simboliza una nueva mentalidad: la de quienes no quieren ser definidos por cronología sino por vigencia y saber hacer.

Por lo que se advierte, la nueva noción de futuro implica repensar nuestras biografías. Que dejemos de ver la vida como una curva ascendente que culmina en la nada y comencemos a imaginarla como un recorrido más ondulante, más complejo. Al cabo, la complejidad es siempre un indicador de lo verdadero.

En este nuevo modelo de pensamiento de la vida, la adultez no se clausura en la jubilación ni es sinónimo de pasividad. Es otra forma más libre, pausada y sabia de estar en el mundo.

Antes nos preguntábamos si los viejos podían seguir trabajando. La nueva pregunta es: ¿por qué no los dejamos? Y, en el caso docente, ¿por qué no pensar un régimen que distinga entre el derecho a jubilarse y la injusticia de jubilar a quien aún quiere y puede enseñar?