Populismo legislativo

Las leyes no son el atajo de todo lo que no está

Respeto a las reformas laboral y la penal, “el razonamiento es similar: si la norma cambia, la realidad debería cambiar con ella”, sostiene el autor. “Como si la realidad social tuviera la gentileza de adecuarse al Boletín Oficial”, agrega.

Día 695: La CGT ante el desafío de la reforma laboral Foto: CEDOC

Cada vez que la política promete resolver un problema estructural mediante una reforma legislativa, conviene mirar con atención no solo el contenido del proyecto, sino el tipo de expectativa que se construye alrededor de la ley. 

Ocurre hoy con la reforma laboral, presentada como una vía directa para crear empleo y reducir la informalidad. Ocurre desde hace años con las reformas del Código Penal, anunciadas una y otra vez como el camino más corto hacia el fin de la inseguridad. En ambos casos, el razonamiento es similar: si la norma cambia, la realidad debería cambiar con ella.

El argumento resulta atractivo por su simplicidad. Allí donde hay desempleo o trabajo no registrado, el problema estaría en una legislación laboral rígida o “desactualizada”. Allí donde hay delito, el problema residiría en un Código Penal blando o ineficaz. La solución aparece entonces como evidente: modificar la ley. 

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No haría falta discutir demasiado sobre economía, estructura productiva, desigualdad social o políticas públicas de largo plazo. Bastaría con reformar el texto normativo y esperar que los efectos deseados se produzcan casi de manera automática.

En ambos casos se confía en que la ley, por el solo hecho de ser dictada, producirá los efectos esperados, como si la realidad social tuviera la gentileza de adecuarse al Boletín Oficial. La reforma se presenta así como un acto casi performativo: se sanciona la norma y se aguarda que el mundo social reaccione en consecuencia.

Poco importa cómo funcionan el mercado de trabajo, las economías regionales, los sistemas de control estatal o las políticas de seguridad; lo decisivo parecería ser la redacción del artículo correspondiente. El problema es que la realidad rara vez se comporta como un apéndice obediente de la legislación.

Este modo de pensar tiene una ventaja política evidente. Reformar una ley es un acto concreto, visible y comunicable. Hay un proyecto, un debate, una votación y una sanción. Se puede anunciar, mostrar gestión, exhibir decisión. Reformar estructuras, en cambio, es lento, conflictivo y costoso. No ofrece resultados inmediatos ni titulares claros. La ley, entonces, se convierte en un atajo simbólico: permite dar respuesta sin enfrentar las causas profundas de los problemas.

En el terreno laboral, la informalidad no surge simplemente de una mala ley. Responde a un entramado complejo que incluye modelos productivos frágiles, economías regionales desarticuladas, baja capacidad estatal de fiscalización y una demanda interna debilitada. Incluso cuando una reforma implica el debilitamiento de derechos o protecciones laborales, nada indica que eso, por sí solo, genere más empleo o reduzca el trabajo no registrado. 

La ley puede ordenar o mejorar ciertos aspectos del sistema. Pero nunca reemplazar las condiciones materiales, institucionales y sociales"

Sin crecimiento económico, sin reactivación del consumo y sin un horizonte de estabilidad productiva, el reordenamiento normativo difícilmente se traduzca en más contrataciones.

Algo muy similar ocurre en el campo penal. Cada reforma del Código se presenta como un punto de inflexión, como si el aumento de penas o la redefinición de los tipos penales fueran a producir, casi automáticamente, una reducción del delito. 

Sin embargo, los códigos se reforman, se endurecen, se amplían, y la inseguridad persiste. No porque la ley sea irrelevante, sino porque el delito responde a causas sociales, económicas y culturales que ninguna reforma normativa puede eliminar por sí misma.

El paralelismo no es casual. Tanto en el ámbito laboral como en el penal, la ley funciona como un sustituto de políticas más profundas. En lugar de discutir cómo generar empleo genuino o cómo intervenir de manera integral sobre las causas de la violencia y el delito, se deposita en la norma una expectativa desmedida. La legislación deja de ser una herramienta para ordenar la realidad y pasa a ser presentada como la causa principal de los problemas que pretende resolver.

Tal vez el problema no sea que se reformen leyes, sino que se espere demasiado de ellas"

Nada de esto implica negar la necesidad de reformas. El sistema laboral puede requerir ajustes, del mismo modo que el sistema penal necesita revisiones periódicas. Las leyes no son intocables ni deberían serlo. Pero una cosa es discutir la adecuación normativa de un régimen jurídico y otra muy distinta es suponer que la sanción de una ley producirá, por sí sola, los efectos sociales prometidos. Cuando esa diferencia se pierde, la reforma legislativa se transforma en un acto de fe.

En ese punto aparece una forma de populismo legislativo: la idea de que gobernar consiste, fundamentalmente, en sancionar leyes que tranquilicen expectativas sociales, aun cuando esas expectativas difícilmente se materialicen. Se legisla para transmitir una sensación de control, de respuesta inmediata, de acción. Que la realidad acompañe o no queda, muchas veces, en un segundo plano.

Creer que una reforma laboral va a crear empleo por el solo hecho de ser sancionada es tan ilusorio como creer que una reforma del Código Penal va a terminar con la delincuencia. En ambos casos, la ley puede contribuir, ordenar o mejorar ciertos aspectos del sistema. Pero nunca reemplazar las condiciones materiales, institucionales y sociales que están en la base de esos fenómenos.

Tal vez el problema no sea que se reformen leyes, sino que se espere demasiado de ellas. Mientras tanto, seguimos cambiando normas para no cambiar estructuras. Porque reformar textos es posible. Reformar la realidad, bastante más difícil. Y asumir esa diferencia es, quizás, el primer paso para dejar de confundir legislación con gobierno.

* abogado, docente en la Universidad Nacional de Córdoba