Sí, el mundo viaja gratis montado en Estados Unidos
Gran parte del mundo se beneficia del modelo estadounidense sin aportar lo mismo a cambio. Desde la defensa hasta la innovación tecnológica y farmacéutica, países europeos y asiáticos dependen de la inversión y el riesgo que asume EE. UU.
SAN DIEGO – Desde el boom reaganiano de los años 80, muchas élites fuera de Estados Unidos vienen diciéndoles a los norteamericanos que fueron engañados: que bajar impuestos y regulaciones es una forma imprudente e innecesaria de impulsar el crecimiento. Los países que subsidian generosamente el cuidado infantil y envuelven a las empresas en montañas de trámites también disfrutan de ingresos equivalentes, dicen. Entonces, ¿para qué soportar una "economía cowboy", ruda y embarrada?
Hay dos razones claras. Primero, en los últimos diez años, el crecimiento del ingreso en EE. UU. dejó atrás a países como Canadá y Alemania, con una brecha de hasta el 20% en algunos casos. Y los mercados bursátiles cuentan una historia similar: el S&P 500 subió alrededor de 250% desde 2015, el doble de las ganancias del resto del G7.
La violencia como política en los Estados Unidos de Trump
La segunda razón podría costarme la invitación a brindar con oporto y jerez en Europa: el Viejo Continente, y buena parte del resto del mundo, viene viajando de prestado, enganchado al vagón de la economía cowboy estadounidense.
A la administración Trump le gusta enfocarse en la defensa, quejándose del fracaso de Europa y Corea del Sur en cargar con su parte. Pero hay más que las estadísticas que muestran que Estados Unidos gasta 3,5% de su PBI en su ejército, comparado con, por ejemplo, el 0,8% de Austria o el 1,6% de Noruega (aunque este último comparte frontera con Rusia). Así, no sólo los fiordos noruegos y los Alpes austríacos están más seguros gracias a los pistoleros yanquis, sino que además esa protección libera más plata para gastar a lo grande en educación y salud.
Además, a pesar del fuerte gasto militar, EE. UU. financia el botiquín del mundo. Con menos del 5% de la población global, representa la mitad de toda la inversión en investigación y desarrollo farmacéutico. En contraste, el Reino Unido invierte apenas 0,28% de su PBI en nuevas medicinas, aproximadamente un tercio de la proporción estadounidense.
Y cuando las empresas gritan “¡Eureka, encontramos una nueva cura!”, las regulaciones de precios relativamente laxas en EE. UU. permiten que recuperen enormes costos de I+D de las familias norteamericanas. Pero cuando suecos y belgas acceden a esos medicamentos innovadores —sea para la epilepsia o las migrañas—, los consumidores estadounidenses terminan pagando 2,5 veces más para evitar convulsiones o calmar dolores de cabeza cegadores. Sin ese “viaje gratis”, cientos de drogas nunca pasarían del tubo de ensayo al botiquín. Los hogares norteamericanos pagan el precio para encender nuevas investigaciones.
En energía, la revolución del shale en EE. UU. no sólo transformó el perfil energético de Norteamérica, sino que también estabilizó los precios globales del petróleo. En 1980, cuando el candidato Ronald Reagan propuso una solución con shale a la crisis energética, el presidente Jimmy Carter se burló. Carter era ingeniero; Reagan, apenas un actor de Hollywood a caballo. Sin embargo, hoy, a pesar de la guerra entre Rusia y Ucrania y de misiles hutíes sobrevolando el Mar Rojo, los precios del crudo parecen aburridos. Y cuando Rusia cerró las canillas de gas a Europa, la caballería que vino al rescate llegó desde los puertos de gas natural licuado en Texas y Luisiana.
Por supuesto, EE. UU. no es el único con reservas de shale. Geólogos reportan que Francia tiene reservas bajo la Cuenca de París y Alemania en Baja Sajonia; pero los reguladores de esos países prefieren tirarse delante de las topadoras antes que desarrollarlas.
En tecnología, Silicon Valley y la máquina de capital de riesgo estadounidense convierten al mundo en un pasajero más del viaje. Impulsados por regulaciones laxas, leyes favorables a la quiebra y una cultura emprendedora sin miedo, EE. UU. atrae 300.000 millones de dólares en capital de riesgo, cinco veces más per cápita que los países nórdicos, que apenas juntan 5.000 millones.
EE. UU. también alberga tres veces más startups unicornio (valuadas en más de 1.000 millones de dólares) que la Unión Europea, con algunas que se convierten en gigantes como Nvidia o Google. Pero EE. UU. también permite el fracaso: casi 70% de las startups tecnológicas mueren en cinco años. Esa rotación alimenta innovaciones, y por eso los inversores se irritan cuando los reguladores de la Comisión Europea amenazan con estrangularlas.
Ante un éxito tan amplio e innegable, impulsado por el mercado, la Casa Blanca de Trump corre el riesgo de socavar este modelo al buscar participaciones accionarias en empresas privadas: desde Intel, donde la administración negocia una participación del 10%, hasta la firma de defensa Palantir y la gigante aeroespacial Boeing, todas ahora en la mira del secretario de Comercio, Howard Lutnick. ¿No deberían los republicanos preocuparse por el precedente que Trump está sentando al irrumpir en los directorios de las empresas estadounidenses? Tal vez confíen en Trump para practicar un capitalismo de Estado, pero ¿qué pasa con su sucesor, sea republicano o demócrata?
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Hace poco hablé en una conferencia de inversiones en Seúl, donde era de los pocos norteamericanos presentes. Con auriculares de traducción, escuché a varios oradores coreanos advertir a sus clientes: “Si quieren ganar plata en tecnología e IA, tienen que mandar sus won a EE. UU.”. Al principio me sorprendió, porque firmas como Samsung, LG y SK Hynix son competidores ágiles. Pero dentro de Corea del Sur, la sensación es que esas marcas simplemente no logran mantenerse al ritmo de Oracle o Palantir.
Podés mirar para arriba, para abajo o a los costados, y vas a encontrar liderazgo de EE. UU. Mirá abajo y vas a ver shale saliendo de la tierra; mirá arriba y vas a ver que el 70% de las empresas europeas usan servicios de nube basados en EE. UU.; mirá más arriba todavía y vas a ver a Blue Origin y SpaceX lanzando satélites europeos al espacio.
Así que sí, EE. UU. parece un cowboy: con las botas embarradas por el shale, los bolsillos más livianos por el gasto en defensa y una arrogancia que irrita a la buena sociedad. Pero ese mismo cowboy mantiene a raya a los bandidos, abastece las farmacias del mundo y lleva satélites a la órbita. Si los reguladores obligan al cowboy a colgar las espuelas, los que viajan gratis en el carro enfrentarán un viaje más lento y lleno de baches.
*Ex director de política económica de la Casa Blanca bajo el presidente George H.W. Bush y director gerente del fondo Tiger, es autor de New Ideas from Dead Economists y The Price of Prosperity, y coautor del musical Glory Ride.
Project Syndicate