Para acortar la distancia entre el significado y el significante, mejor dicho para reducir la arbitrariedad, la lingüística funcional pone el ejemplo de las onomatopeyas. Si el concepto silla no tiene una relación de causa con la imagen acústica que le corresponde, no hay nada inherente en la silla para que la llamemos de ese modo sino la convención de la lengua, en cuac o miau hay una “cercanía”, un tanto mayor, con el sonido que hace un pato o un gato.
Ese vínculo misterioso que une el nombre con la idea de las cosas en la espesa selva del lenguaje es explorado por la poesía que sacude las correspondencias, se apropia de los sonidos y de las formas. En los versos, las palabras son como notas musicales que importan tanto como el concepto. Forman imágenes, remiten a tonos, se saborean y mastican. Las tocamos y las escupimos. Son dardos y alfileres. Pinchan y queman. La investigación de lo fonológicamente pertinente. De morfemas que hagan ruido y exploten en la boca y en la mente.
Entre estas dos posibilidades –hay otras, claro–, se podrían colocar los trabajos de Marie Orensanz. Subyace en ellos esta misma preocupación sobre esa cuerda firme pero lábil, imperceptible, llamada arbitrariedad, que mantiene atados a uno con otro, al significado con el significante, para arrojar la significación. Mientras que en este caso, la salida que encuentra esta artista argentina para desmontar esa yunta es dotar de materialidad a las palabras. Calado sobre aluminio, hierro y fibra de vidrio, el repertorio de frases y voces toma cuerpo y se hace obra.
“Cada cual atiende su juego”, “Invisible”, “Atrapados”, “Acordado” atraviesan las placas de metales y de sentidos. Las letras están vaciadas y se puede ver a través de ellas. Esta operación las libera de la univocidad, de la interpretación primigenia, incluso de la dirección que su propia autora les haya querido dar. Se las brinda a la lectura y la comprensión. Se las deja ir en el aire de la sala para atraparlas en múltiples versiones y exégesis amplificada.
La unión de la palabra y el objeto tiene, al menos, dos estrategias de comienzo: la literalidad y la oposición. Son las “figuras retóricas” que usa para componer sus obras como poemas. Hay una tercera: la deriva. Con ella enciende el motor de una poderosa máquina que perfora la percepción y la vuelve infinita.
En los versos, las palabras son notas musicales que importan tanto como el concepto.
Invisible es el nombre del conjunto de obras que se exponen y también de una, en particular. Una silueta de una cerradura gigante realizada en hierro con esa palabra incrustada en la parte superior. La escultura es imponente y domina la inmensa galería Ruth Benzacar. Se la puede ver, incluso atravesarla. “Entrarle” a toda su carga polisémica. Porque no solo las expresiones toman volumen, tienen tamaño, sino que necesitan del espectador que las interrogue y las traspase físicamente. Es el cuerpo orgánico que se conecta con esas grafías, los huesos de la lengua.
“Pensar es un hecho revolucionario” recorta (y escribe) sobre aluminio Orensanz, que reflexiona, de muchas maneras, el lenguaje y su relación con el mundo. En sus trabajos, ella investiga el peso de las palabras. Les da tratamiento de majestades de razón y como volúmenes que ocupan un espacio.
Las palabras se ven, se tocan y se escuchan. Ir de las obras a los textos para volver, nuevamente, a las obras. Seguir la lectura con la vista, desplazarse por la superficie con los ojos y el entendimiento. Dejarles una nueva pátina, producto de ese contacto, para que se adhiera a la anterior y espere a la próxima. Que una frondosa y robusta extensión de cavilaciones, juicios y creencias se pegue como el musgo a la piedra.