Es cada vez más obvio que el presidente Donald Trump simplemente ha dejado de lidiar con la pandemia de coronavirus y tampoco tiene un plan particular para enfrentar sus consecuencias económicas. En ambos casos, ha sustituido las ilusiones por la acción. David Graham, de Atlantic, sacó un buen artículo sobre esta retirada a principios de la semana, seguido de uno de Ezra Klein que argumenta que “la Casa Blanca no tiene un plan, no tiene un marco, no tiene una filosofía y no tiene una meta”.
Lo que me sorprendió fue la conclusión del politólogo Lee Drutman, según el artículo de Klein, que afirma que “el debate sobre qué hacer se ha polarizado con una prisa deprimente, porque ‘ganar’ en Washington no es vencer el virus, sino ganar las próximas elecciones”. Discutí un poco al respecto con Drutman en Twitter, pero vale la pena una discusión más larga. Mi primera sensación es que Trump no está lo suficientemente preocupado por ganar la reelección, y que la catástrofe actual es en parte una consecuencia de eso.
No hay forma de saber lo que realmente está pasando por la mente del presidente, pero podemos comparar sus acciones con lo que probablemente haría un presidente que busca con determinación la reelección. Muchos críticos de Trump han afirmado que está arriesgando deliberadamente vidas estadounidenses al impulsar la economía para así mejorar sus posibilidades en noviembre. Y es cierto que últimamente parece preocuparle principalmente la reapertura de los negocios. No obstante, al menos dos razones llevan a dudar de que esta preferencia sea debido a las elecciones. Por una parte, expertos en salud pública y economistas están de acuerdo en que una apertura demasiado pronta será un desastre. Por otra, no hay razón específica para pensar que restaurar los empleos a expensas de más enfermedades y muertes será una buena opción electoral para Trump.
En cualquier caso, la evidencia de que Trump tiene un plan económico es tan débil como la evidencia de que está comprometido con en el tratamiento del coronavirus.
Lo que creo que es más probable es que, para Trump, este aspecto de la presidencia simplemente no es muy divertido. Quizás recuerdan cuando el presidente George H.W. Bush comentó que no le gustaba el brócoli: “No me gusta desde niño y mi madre me obligaba a comerlo. ¡Soy presidente de Estados Unidos, y no voy a comer más brócoli!”. Trump actúa así ante la mayoría de los trabajos mundanos de la presidencia. De allí se deriva su nuevo escándalo, “Obamagate”. Como Susan Glasser, de New Yorker, señala: “Para Trump, pasar la semana atacando a Obama, sin importar el tema, es el equivalente político a retirarse a su habitación y esconderse bajo una manta. Es su espacio seguro, su zona de confort”. Solo que no es tanto un equivalente político como un retiro de la política, junto con los deberes y responsabilidades de su cargo.
Un político que quisiera desesperadamente la reelección habría estado trabajando duro, desde el momento en que se alertó sobre el peligro, intentando contener la pandemia y limitar el daño económico, y perseveraría sin importar los contratiempos, sin flaquear, para esforzarse por producir los resultados que podrían conducir a una gran victoria en noviembre. Dichos presidentes podrían sacrificar el largo plazo por el corto plazo, como lo hizo Lyndon Johnson en 1964, o Richard Nixon en 1972. Pero nunca se rendirían cuando las cosas salen mal.
No es lo que está haciendo este presidente, no Donald Trump.