Charles Darwin, quien puso de manifiesto la ascendencia animal del hombre, pasó gran parte de su
juventud cazando apasionadamente. “Su autobiografía nos enseña que se divertía
matando gusanos blancos con sal, que una vez le pegó a un cachorro (a pesar de su
pasión por los perros), y nos oculta que estuvo a punto de enuclear a su sobrinito cuando un
cartucho fallado explotó al revés”, revela
Nicolas Witkowski en su trabajo “Una historia sentimental de las
ciencias”.
Su pasión por la caza provoca algunos retos de su padre, el doctor Robert Darwin:
“No te ocupas más que de caza, de perros y de atrapar ratas: serás el deshonor de tu
familia”, le reprocha. Aunque en realidad, sabe que su hijo no sólo caza pájaros:
los colecciona y los clasifica, igual que a los coleópteros, piedras y plantas, lo que le dará una
reputación de naturalista que comienza a traspasar las fronteras de Cambridge.
Años después, el
“cazador” Darwin se entrega a la difícil tarea de cartografiar las
costas de Sudamérica, a bordo del famoso “Beagle”. Desbordado por la exuberancia de la
fauna, descubre que
el placer de observar y razonar era muy superior al de disparar y “desollar”
pájaros. Su fusil se silenciará para siempre.
Fue la muerte de un cazador.
En ese mismo viaje, la atención de Darwin se concentra en tres antiguos habitantes de Tierra
del Fuego (Jemmy Button, Cork Minster y Fueguia Basket) que habían sido capturados como
rehenes en un viaje anterior de
Robert Fiz Roy y, después de adaptarse a la “vida civilizada” en
Londres, eran devueltos a su lugar de origen.
Después de dejarlos en tierra firme con el frustrado objetivo de instalar un campamento
modelo, Darwin dedicó sus días a filosofar sobre el salvajismo comparado de los hombres y los
animales. Cuando meses más tarde volvió a pasar con el Beagle por el estrecho de Magallanes, Darwin
observó un
“cambio cruel” en la fisonomía de Jemmy Button, a quien había dejado
gordo y “con temor de ensuciar sus zapatos”.
Tenía la cabellera colgando de los hombros, un taparrabos alrededor de la cintura y no
experimentaba el menor deseo de volver a Inglaterra. “Nunca me sentí mejor –
le contesta a Darwin – lleno de frutos y pájaros, diez guanacos en invierno y cualquier
cantidad de pescado”.
“Para Jemmy Button, el camino que conduce de la civilización al salvajismo fue
recorrido en mucho menos tiempo del que necesitó Darwin para abandonar la caza y pasar, según sus
propios términos, de ´los instintos primitivos del bárbaro´ a los ´gustos adquiridos del hombre
civilizado”, destaca Witkowski en el capítulo “Darwin domesticado”.
“La simultaneidad de esos cambios opuestos, en Jemmy el fueguino civilizado y en
Charles el sabio bárbaro, ciertamente cumplió un papel clave en la elaboración de la teoría de la
evolución”, concluye.
Nicolas Witkwoski es físico y autor de varios libros de divulgación científica. Con
“Una historia sentimental de las ciencias” (Siglo Veintiuno Editores. Colección Ciencia
que Ladra, serie mayor), propone rescatar la suerte, casualidad, sinrazón y sentimientos que, sin
duda, están en el fondo de toda investigación científica. Historias de un Edgar Allan Poe fascinado
por la ciencia, húngaros marcianos, un Newton niño fabricante de barriletes de petardos o un
Voltaire que descabeza caracoles, son algunos de una versión deliberadamente diferente del mundo
científico.