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2021: Odisea del Estado

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Curioso. En medio del Vacunavip, Alberto F reclamó en México ética al mercado. | AFP

Cuando el covid desplegó su impacto, un éxtasis consecuente hizo su expansión total en forma de pasión revanchista, presagiando un nuevo rol del Estado y la desaparición resultante de un tipo de economía de mercado maldita y destructora. En esta imaginación, el Estado traería en su nueva misión, armonía y orden, mientras el mercado solo ofrecería injusticia, desigualdad y perversión.

Los tratamientos y discusiones sobre las desigualdades en el mundo moderno forman parte fundamental de los esfuerzos intelectuales de pensadores y pensadoras, desde el momento en que occidente inició su conversión al universo republicano.

Si bien lo desigual se puede expresar en reflexiones sobre el acceso a la ley o la educación, o a preferencias culturales, es la dinámica capitalista la que continúa ofreciendo, para muchos, un mecanismo totalizador como eje a través del cual todas las otras diferencias pueden ser tratadas. El foco obsesivo en la economía ha dejado poco espacio a señalar otras diversidades y ha permitido que, en algunos casos, el sistema político invada territorios con la excusa de eliminar todo aquello que no se refleje en destinos de igualdad.

La crisis reciente de las vacunas expuso que la capacidad de generar desigualdades no es solo patrimonio de la economía y que el Estado puede justamente ser un enorme y gigante constructor de diferencias, incluso denunciando otras en simultáneo en el mercado. La política evidentemente puede decidir quién queda del lado interno, como seleccionado, y quién del lado externo, como excluido, sin que criterios objetivos y específicos puedan explicarlo. Para los seguidores del oficialismo esto funciona como un golpe complejo.

Quienes han ingresado como fanáticos y fanáticas al espacio del kirchnerismo, la mirada esencialista es la condición fundamental para sostener su apoyo. Y en ese marco se necesita que solo Macri sea el maligno diferenciador.

En su reciente visita a México, Alberto Fernández volvió a retomar estas ideas al momento de desarrollar su alocución en el Senado de ese país. En su discurso aparecieron visitas al cambio climático, la señalización de un supuesto sistema económico global débil y críticas a la desigual distribución del ingreso, para agregar además la pregunta de si no era momento de adicionarle al capitalismo un componente moral. Sí, a los pocos días de haber estallado el asunto de los vacunados exclusivos, Alberto reclamaba un mercado con ética. De la política, como siempre, nada más que seguir pensando en un destino ordenador.

La política gusta de aplicar regulaciones a la competencia del mercado, es decir a otros. Esa condición, en realidad, se puede encontrar en todos los países y no hay gobierno que no se encargue de establecer los requisitos en que los negocios se puedan o no desplegar en cada país. En eso se basa la diferenciación de roles en la sociedad moderna entre economía y política y sus respectivas funciones, en los que el mercado enlaza pagos en dinero y la política enlaza decisiones de gobierno para conformar los marcos posibles de operación.

Lo que no siempre queda claro es cómo opera el sistema político al momento de tratar las desigualdades que él mismo genera, ni los esfuerzos reales y concretos que despliega para que algo como eso, o por lo menos similar, pueda hacerse presente como medida o decisión.

Una resolución del Ministerio de Desarrollo Productivo creó el denominado Consejo Federal de Comercio Interior, en cuyas metas se encuentra el control de precios, revisión de condiciones de abastecimiento y niveles de competencia. Es decir, todo el peso del control sobre el mercado, mientras el espacio político que gobierna expresa públicamente la importancia de la no división, del sostenimiento de la unidad en la oferta electoral, porque el duopolio en el mercado político entre Juntos por el Cambio y el Frente de Todos no puede someterse nunca a los mismos cuestionamientos que el capitalismo. La política controla todo, menos a sí misma, algo que queda expresado en la enorme deuda que ese universo tiene con la designación del Defensor del Pueblo desde el año 2009.

Las victorias electorales abultadas son consideradas logros exuberantes y dignos de ser expuestos y defendidos. A ninguna fuerza política le molesta tener mayoría absoluta en diputados o senadores, ni tampoco intervendría en las reglas de la oferta para evitar que eso nunca más vuelva a suceder.

El tratamiento de un monopolio en esos ámbitos de la sociedad es relatado como reconocimiento; una empresa con posición dominante en la porción de mercado que logre es tratada como algo que necesita ser interrumpido. Lo que es aceptado en su campo, es rechazado y perseguido en el otro.

Las condiciones en que se despliega el convencimiento de que existe el derecho a darse prioritariamente la vacuna no puede separarse de esa ilusión de superioridad en que ese sistema hace sentir a sus protagonistas. Incluso los cuestionamientos a los procesos judiciales, con el denominado lawfare, se exponen en una situación simbólicamente similar, ya que nadie tiene derecho, según sus ideólogos, en asomar algún cuestionamiento posible a quien ejerce el liderazgo político y la supremacía sobre el resto de los y las protagonistas. En esa cima imaginada, la política suele pensarse perfecta.

El desenlace de este encadenamiento de argumentos siempre es complejo. Los fracasos del Estado por controlar aquello que cree siempre en capacidad de dominar, transforman la vida cotidiana de sus sociedades en una odisea recurrente en la que cada día se orienta como una aventura nueva, donde los enemigos imaginarios siempre serán los responsables de los fracasos teóricos previos.

Ante cada fracaso, una nueva regulación, que nadie podrá controlar o hacer efectiva, ya que el Estado siempre está presente, incluso para evitar que las leyes que legisla no se cumplan, casi nunca.

*Sociólogo.